26
GRACIAS
Lo bueno de que ya sea mayo es que hace calor y a mí el calor me activa y me hace querer salir más, así que después de trabajar por la tarde, quedo con Lidia para ir al cine y a cenar, mano a mano. Como no tengo tiempo de ir a casa a arreglarme, he venido al curro con mi, según Daniel, «look chic parisién». Y hablando de París, no he tocado el libro de Yayi desde hace días, porque el poco tiempo libre que me queda lo he empleado en escribir por fin mi propia novela de la que ya llevo casi cincuenta mil palabras. Sonrío. Es como si leer a mi abuela hubiera removido todas las emociones sepultadas que tengo y estuvieran revolviéndose en mi interior para que las deje salir, como las palabras.
—Pásalo bien —me dice Daniel dándome un beso en la mejilla para no estropear mis labios rojísimos.
—Te echaré de menos esta noche. —Le hago un falso mohín. Como yo tengo planes, a Daniel no le parece bien quedarse solo en casa de mi padre así que esta noche se irá a la suya.
—Yo también. —Sonríe—. Las pajas en la cama no son lo que eran.
—Idiota.
Nos reímos y nos despedimos hasta el día siguiente.
Lidia y yo decidimos tomarnos un vino antes de ir al cine y así nos ponemos un poco al día. Hablamos, sobre todo, de su trabajo porque la tiene muy agobiada. Y no para mal, ojo, es que lleva poco tiempo como contable en una empresa de energías renovables y está todavía haciéndose a todo, echando muchas horas y tratando de aprender todo lo que puede.
—Almuerzo en quince minutos y no hay día que salga de la oficina antes de las nueve, pero ¿sabes?, es una sensación increíble la de llegar agotada y satisfecha a la vez —me dice. No sé lo que es esa sensación, pero sonrío.
—Eso es porque te esfuerzas mucho y sientes que lo valoran.
—La verdad es que sí. Están muy contentos conmigo.
—¡No sabes cuánto me alegro! —Sonreímos. Y brindamos.
—Nos hacemos adultas, Lena. ¿Ahora qué viene? ¿Casa, boda, niños?
Reímos.
—¡Ay! ¡Dicho así! No sé. Yo, de momento, estoy buscando piso.
—¿Sí? ¡Hala! ¡Enhorabuena! Eso sí que es un paso importante.
—Bueno. —Me rasco la cabeza—. Sí, a ver.
—Lo que te decía: la vida adulta. —Bebemos—. ¿No tienes la sensación de que estamos en ese momento de transición vital en el que tienes que decidir qué vas a hacer el resto de tu vida y que cualquier error que cometas será fatal e irremediable?
—¡Totalmente! —Me río—. Es agobiante, ¿no? Sentir que no estás donde quieres, pero tampoco tener claro cuál es ese lugar ni cómo llegar a él.
—Supongo que es un ensayo-error.
—Eso espero. Y que no pase nada por equivocarte un poco, también. —Le guiño un ojo.
Nos terminamos el vino entre risas regadas de una creciente complicidad. Me siento a gusto, sí. Veo que hemos afianzado un poco nuestra relación y que somos algo más que amigas de fiesta. Sonreímos y brindamos. Y yo no puedo sentirme más bien.
Durante el trayecto en taxi de vuelta a mi casa, le mando un wasap a Daniel a ver qué tal está y para contarle que me lo he pasado genial, y nada más enviarlo y llegar el doble tic azul, me llama.
—¡Ey! —respondo.
—¡Ey! ¿Qué tal? ¿Así que bien? —Y noto cómo sonríe.
—¡Sí! Ha estado genial. Nos hemos echado unas risas.
—Me alegro. Oye, no quería molestarte cuando estabas con Lidia, pero tengo cosas que contarte.
—¿Ah, sí? ¡Cuéntame! Y, Dani…, no me molestas, por Dios. —Resoplo riendo.
—Ya bueno…, pues nada, a última hora de la tarde me han llamado para hacer una entrevista en un estudio de márquetin.
—¡¡No!! —grito. El taxista me mira y yo hago una mueca de ooops—. Pero ¿cuándo? ¿Quiénes son? ¿Qué te han dicho? —pregunto riéndome de alegría.
—Calma. —Ríe.
—Vente a casa, jo. Ya sé que habíamos dicho que dormiríamos cada uno en la suya y que mañana nos veríamos, pero así me cuentas en persona y…
—Y jugamos a que eres mi entrevistadora sexi y yo tengo que conquistarte con mis habilidades orales. —Ríe.
—Qué idiota. —Me río también—. Pero ¿vienes? ¿Prefieres que vaya yo?
—Voy yo. Darío está con Abel. Voy yo.
Nos despedimos y colgamos.
Llego a mi casa unos minutos después y Daniel lo hace cuando me estoy desmaquillando en el baño enfundada en mi camiseta de dormir.
—¡Ey! —Sonríe al verme y nos damos un abrazo y besito.
—Cuéntamelo todo. Me tendrías que haber llamado, eh —le regaño.
—No quería interrumpir tu noche con Lidia.
—Tal para cual —carraspeo y él me muerde un moflete.
Salimos del baño y vamos a la habitación. Daniel se desnuda y yo tengo que contenerme para no echarme encima y atacar cual leona en celo. Me pilla sonriendo maliciosa y hace una pose de macho man para que me ría. Payaso.
—Cuéntame, coño —le digo, acomodándonos en la cama.
—Pues es un estudio que abrió hace como un par de años y se han hecho un hueco en el sector. Lo que me gusta mucho es que lo lleva gente joven y todos los que curran ahí son socios. Hacen cosas muy chulas y llevan un rollo muy como el mío, así que me molaría bastante.
—¿Cuándo es la entrevista?
—Mañana a las ocho de la tarde. Así me da tiempo tras salir del curro.
—Yo te acompañaré. —Le doy un beso y él me acaricia el muslo.
—Gracias. —Sonríe—. Ojalá me contraten. Ya había oído hablar de ellos y el sitio me motiva, así que a ver.
—¿Quieres que preparemos un poco la entrevista?
—Vale. ¿Te lo chupo ya o…? —Se ríe y yo le doy un almohadazo.
—Qué idiota eres, corazón mío de mi vida.
Y entre risas y ensayos, nos pegamos un buen rato preparando su entrevista hasta que se nos cierran los ojitos de puro sueño y caemos rendidos en la cama.
Hay muchos placeres en la vida. Despertarse haciendo el amor con alguien a quien quieres mientras en la calle llueve es uno de ellos. Mirarte en el espejo del baño y sonreír porque las cosas te van bien, otro. Y escuchar el sonido del café hirviendo en una cafetera de toda la vida que además aromatiza toda la cocina, de los mejores. Sirvo dos cafés y preparo un par de tostadas mientras Daniel se da una ducha. Me gusta la sensación del olor a café, el ruido del agua y el sonido de la lluvia golpeando los cristales. Es… cotidiano. Y a mí me gusta lo cotidiano.
—Gracias, Lena —me dice Daniel cuando entra en la cocina y ve el desayuno.
Sonrío y nos sentamos en los taburetes que rodean la isleta central.
—¿Estás nervioso?
—Eh, no.
—Nada te perturba, ¿eh? —Sonrío.
Le acaricio un mechón de pelo. Me gusta que tenga los pies en la tierra y los nervios de acero; equilibra mi mundo y me calma dentro del caos.
Tras el trabajo, nos encaminamos en metro hasta el sitio en cuestión. Llegamos justos de tiempo, así que sin dilación, Daniel entra en el estudio y yo me quedo en la cafetería de enfrente esperándole. Nada más pedirme un café con leche, me llega un wasap de Dani diciéndome que tiene a cuatro chicos delante, así que va para largo. Vaya, eso le resta posibilidades. Chasqueo la lengua y apelo a toda la buena suerte que Daniel suele tener para que le cojan. Y mientras espero con mi café con leche, saco de mi maxibolso negro el libro de Yayi para avanzar un poquito en la historia.
Capítulo XIII. Gracias
Al día siguiente me desperté bastante dolorida entre las agujetas por haber andado tanto y la precariedad del colchón en el que descansábamos. Mi espalda, mi cuello, mis piernas…, todo me dolía tanto que hasta notaba malestar general en el estómago y en el cuerpo. Pero había prometido hacer el desayuno, así que me levanté dejando a Andrés dormido, y me encaminé a la cocina para hacer café. Isabel y Marcel amanecieron un buen rato después, cuando yo ya había desayunado. Remolonearon todo lo que pudieron ante mi perplejidad, pues nosotros estábamos acostumbrados a ponernos en pie sin rechistar nada más salir el sol, pero supuse que era algo normal cuando eres un asalariado y trabajas para otros. Andrés se levantó casi a la vez que ellos y salió de nuestro rincón al rico olor del café.
—Me gustaría afeitarme y lavarme —dijo tu abuelo tras desayunar.
—Puedes hacerlo en el baño del final del pasillo. Está un poco guarro, pero, bueno, el jabón todo se lo lleva, así que no habrá problema, ¿no? —respondió Isabel—. Siento mucho las condiciones, pero todos los edificios son iguales y no hay baños individuales. Eso es un lujo que aquí casi nadie se puede permitir.
—Vaya —dije yo meneando la cabeza.
—Ah, y es mejor que esperéis a después de las siete: hasta esa hora está concurrido.
Mientras me bebía otro café pensando en el asco que me daría tener que sentarme en esos retretes que nadie limpiaba y que eran usados por más de treinta personas al cabo del día, vi cómo dos cucarachas intentaban comerse los restos de pan que quedaban por la mesa. Y una arcada involuntaria vino a mí por la desgana y por la mugre.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Andrés.
—Sí —titubeé.
—Tienes mala cara —dijo Marcel en un precario español.
Me encogí de hombros por no parecer maleducada. Se me veía a la legua que estaba muerta de asco, pero no podía mostrarlo porque sería muy desconsiderado.
Isabel y Marcel se marcharon a sus respectivos trabajos, despidiéndose de nosotros hasta media tarde. Andrés y yo teníamos vía libre para andar por París. Pero antes tu abuelo fue al baño y yo adecenté un poco la casa. No me apetecía nada, pues seguía con mal cuerpo, pero eso no mejoraría si no limpiaba un poco así que, haciendo de tripas corazón, me puse manos a la obra y barrí y fregué la pequeña habitación. Andrés volvió del retrete cuando casi había terminado. Su cara sin afeitar me dejó claro que prefería dejarse la barba a estar más de lo necesario en ese cubículo, así que tampoco dije más. Eso sí, cuando me tocó el turno y entré, creí que me moría. El váter estaba tan sucio que ni siquiera se divisaba su color original. Una capa grisácea de humedad teñía de mugre toda la taza. Al lado, un lavabo con las mismas características y un espejo que apenas reflejaba nada más que el polvo acumulado. Olía tan mal y estaba tan asqueroso que vomité. Sí. Vomité lo poco que había comido al ver la cantidad de suciedad que ese baño manaba. Para cuando volví a la habitación, Andrés se acercó a mí y me acarició la cara.
—Lo siento. Jamás hubiera venido aquí de saber que…
—No te preocupes.
—¿Quieres que intente mirar una pensión?
—No será mejor que esto, supongo.
Andrés respiró hondo. Me dio un beso que me supo a gloria y al mirar alrededor sonreí porque tras limpiar y adecentarlo todo, la habitación se veía mucho mejor.
—Nos acostumbraremos —dije con una sonrisa—. Ahora está más limpio y huele mejor, y el baño…, bueno, cerraremos los ojos y nos taparemos la nariz.
—Eres un regalo de la vida, Elena.
Sonreí de nuevo y decidimos salir.
Ese día lo pasamos en Notre Dame y alrededores. Cuando vi la catedral, creí que me desmayaba, pero de emoción al ver semejante maravilla. Era como si cada día en París fuera más increíble que el anterior. Cuando pensaba que ya había visto todo lo que quitaba la razón, aparecía algo nuevo que me la hacía perder. Y Notre Dame fue una de esas cosas que no se olvidan jamás. Paseamos por sus pasillos y sus bóvedas, y yo iba como una autómata hipnotizada por tanta opulencia, majestuosidad y por todo el arte que guardaban sus rincones. Jamás había visto algo tan impresionante. Creo que fue lo que más me gustó de París. De hecho nos quedamos un rato, y yo me senté en uno de los bancos a rezar como jamás había hecho: dando gracias. Sí. Esa mañana en Notre Dame, di gracias a Dios por tener a Andrés, por tener a mi familia, por poder disfrutar de una ciudad como París, por conocer algo tan distinto, por encontrarme por primera vez en mi vida conmigo misma, por maravillarme con todo y por la casa que tenía en mi tierra. Di gracias por todo. Por primera vez en varios años, no recé para pedir que mi madre se curara, que la tierra no se secara, que mi familia no enfermara, que Andrés no me abandonara o que la naturaleza me diera un hijo. No. Por primera vez en varios años, recé para dar gracias por ser quien era y tener todo lo bueno que tenía.
—¿Qué has pedido esta vez? —me preguntó Andrés cuando salimos.
—Nada. —Sonreí.
—¿Nada?
Negué con la cabeza y él sonrió rodeándome los hombros con un brazo. Solo ese gesto ya me emocionó.
—Hoy solo he dado las gracias.
Andrés se paró en seco y me miró muy tierno. Me acarició la cara con sus nudillos y me dio un beso en los labios que me pilló desprevenida. Cuando terminó, miré alrededor muerta de vergüenza, pero para mi sorpresa nadie nos estaba mirando: ahí estaban permitidas las muestras de amor y a nadie le extrañaban. Sonreí y esta vez fui yo quien le dio otro beso.
—Estoy muy feliz, Elena —me dijo.
—¿Por qué?
—Porque te veo feliz. Te veo relajada y disfrutando. Te veo olvidándote de todos los quebraderos de cabeza que tenías y te veo dando gracias a Dios en lugar de pidiéndole algo.
—A veces se nos olvida que tenemos más motivos por los que estar agradecidos a la vida que cosas que nos faltan.
—Y cuando lo interiorizas, te das cuenta de que con nada puedes ser feliz.
Sonreímos y nos dimos otro beso. Y me reí al terminar. Me reí tanto que juré que pasara lo que pasara, siempre buscaría una razón para reír así.
—¿Quieres tomar algo más? —El camarero me interrumpe justo cuando levanto la vista del libro.
—No, gracias. —Sonrío. Miro el reloj y veo que ya ha pasado un rato así que no creo que Daniel tarde mucho más.
Salgo de la cafetería y desde la calle veo el estudio, pero como es un bajo con los cristales tintados por unas láminas decorativas, no sé si Daniel ya ha entrado a la entrevista o no. Miro el móvil, pero no tengo ningún mensaje, aunque la hora de su última conexión es de hace bastante. Intranquila, me enciendo un cigarrillo y mi móvil suena.
—¿Dígame?
—Hola, ¿Lena Oliván?
—Sí, soy yo.
—Hola, Lena. Soy Elvira, te llamo de la inmobiliaria. Nos viniste a visitar hace unos días, ¿recuerdas?
—Ah…, sí, sí.
La «palo por el culo», pienso. Tiene que estar muy desesperada por conseguir ventas para llamarme después de cómo nos fuimos.
—Verás, es que nos ha entrado un loft muy mono que encaja con lo que buscabas. ¿Te sigue interesando?
—Bueno, sí.
—Vale, pues ¿te podrías pasar mañana para verlo?
—Perfecto. Sin problemas.
—Genial entonces, nos vemos mañana.
Quedamos, nos despedimos y colgamos. Doy un gritito de euforia y me enciendo otro cigarrillo para celebrarlo. Y antes de que le dé dos caladas, Daniel sale sonriendo de oreja a oreja de la entrevista y a mí se me olvida todo lo demás.
—¿Y bien? —pregunto, nerviosa.
—Ha ido genial —dice dándome un beso—. Creo que nos hemos caído bien.
—¿Y?
—No sé nada aún. Me llamarán a lo largo de esta semana. —Se encoge de hombros—. Me han hecho varias preguntas sobre mi currículo, me han pedido hacer un par de diseños y tal y, no sé, nos hemos caído bien, creo. Al final hemos terminado hablando de música y portadas de discos.
—Jodido friki. —Me río. Él se ríe conmigo y me rodea los hombros con su brazo. Sonrío porque me recuerda a mis abuelos.
—A ver qué pasa, pero tengo buenas vibraciones —dice mientras comenzamos a andar.
—Ojalá te cojan.
—Pues sí. Pero si no lo hacen, no pasará nada, seguiremos intentándolo.
—Eres de un optimista que das asco. —Reímos—. Por cierto, acaban de llamarme de la inmobiliaria. Elvira no se rinde y tiene un piso para enseñarme.
—Ah, ¿sí? —Sonríe—. ¡Genial! ¿A qué hora?
—A las ocho de la tarde.
Chasquea la lengua.
—Mierda, no puedo verlo. Quedé con mi madre para llevarla al teatro, ¿te acuerdas?
—Oh. Sí. Bueno, no pasa nada. Te llamo en cuanto termine y te cuento.
Se queda callado unos segundos.
—Ya.
—¿Qué pasa? —Frunzo el ceño.
—Nada, es que…
—¿Qué?
—No, que había pensado que quizá, no sé. Que igual, después de estos dos meses que hemos vivido juntos en tu casa y tal —lo miro muy expectante—, que quizá podríamos mirar ese piso… para los dos.
Abro la boca, pero la cierro de nuevo. No sé qué decir. Dani está esperando una respuesta. Mierda. Total.
—¿Me estás pidiendo vivir juntos?
—Algo así, sí. Sin prisa, ya sabes, pero podríamos convertir tu búsqueda de hogar en algo común. —Sonríe de medio lado.
—No sé qué decir —resoplo.
—Pues ya me lo has dicho todo —espeta.
—No, es que; a ver… —Me paro y pongo mi pelo tras mis orejas—. Quiero eso, Dani. Quiero esa meta. Y todo lo que viene con ella. De verdad. Eres el amor de mi vida y te quiero.
—¿Pero?
—Pero creo que es pronto. Que nos estamos precipitando. —Él resopla y se aparta, yo intento acercarme—. Es cierto, joder. Somos unos críos, Dani. Llevamos poco, yo nunca he vivido sola y me apetece también esa experiencia. Quiero lo mismo que tú, lo juro, pero poco a poco.
Me mira, midiéndome. Inspira hondo y yo respeto sus tiempos. Asiente despacio con cara de resignación. Y yo suspiro.
—¿Lo entiendes?
—Supongo.
Daniel alza una ceja, pero no dice nada más. A mí se me queda una sensación extraña en el cuerpo, como si una nota se hubiera caído del pentagrama y la melodía tuviera un punto de disonancia. Pero decido no ahondar más en el tema: ha hecho una entrevista para un trabajo serio, está nervioso y con la cabeza dispersa; no es el día ni es el momento.
Avanzamos casi en silencio, sin apenas cruzar dos o tres palabras y mirando cómo el cielo se encapota y va ocultando poco a poco el sol. Y sé que es cuestión de tiempo que esa nota evasiva reclame la atención que merece.