22

RIENDA SUELTA

—¿No me lo vas a dejar leer? —me pregunta sonriendo con la boca pequeñita.

Niego con la cabeza.

—¿Por qué?

Me encojo de hombros.

—Otro día.

—Lena…

—Otro día. —Repito, seria.

—¿Tienes miedo a que no me guste, es eso?

—Otro día. —Le callo dándole un beso en los labios.

—Bueno. Me alegra que anoche escribieras por fin. Me gusta que hayas empezado a hacer lo que te ilusiona. No pares, ¿vale?

Sonrío condescendiente y él me guiña un ojo. Me ha insistido en que le dejara leer lo que he escrito, pero no he querido. No por nada, es solo que todavía no me siento muy cómoda conmigo misma y la escritura, necesito tiempo para cuadrar las cosas y hacerlas presentables; que estén todo lo impolutas que pueda para que decepcionen lo menos posible. Doy un sorbo a mi café y miro por la ventana del salón. Todavía no me he vestido y voy solo con una camiseta, a pesar de llevar un buen rato despierta. De hecho, apenas he podido pegar ojo en toda la noche. Tras escribir los dos primeros capítulos de un posible borrador, me acosté otra vez, pero no podía conciliar el sueño: tenía la cabeza a mil por hora, llena de ideas, escenas, personajes que se multiplicaban como cucarachas.

—Tengo que irme. He de ir a recoger el diploma del último curso que hice. Ya avisé en el curro que hoy llegaría tarde —dice.

—¿Sabes algo de los currículos que enviaste?

—Nop —dice alegre—. Ya llamarán.

Sonríe encaminándose a mi dormitorio.

Nos empezamos a vestir comentando nimiedades del trabajo. Me pongo mis vaqueros con rotos en las rodilla y un jersey fino largo. Me echo colonia, me pongo un colgante largo, me aseguro de que llevo en el bolso todo lo necesario y me miro en el espejo de pie ovalado que tengo en el dormitorio, rollo antiguo. Me veo… bien.

—¿Por qué de repente todo está siendo fácil? —pregunto y miro a Daniel a través del espejo, que se está poniendo sus vaqueros oscuros.

—Porque es fácil.

—Me asusta pensar que está siéndolo gracias a ti —me sincero.

Daniel me mira y se levanta. Se pone una camiseta color cobre y se yergue.

—No es gracias a mí. No solo, al menos. Hay cosas que han cambiado en tu vida y es lógico que tú evoluciones con ellas. Por norma general, esa evolución suele ser positiva.

—Joder, Dani. Tu inteligencia emocional me pone cachonda.

Nos echamos a reír y nos encaminamos al portal para empezar nuestros respectivos días.

Llego a trabajar cinco minutos más tarde de mi horario. Cinco putos minutos que ya hacen que entre tratando de pasar desapercibida y que me meta en el vestuario a ponerme la camiseta con mi nombre a modo de uniforme rezando para que Rodrigo, el jefe, no se entere de mi retraso. Entiendo que al ser el jefe su trabajo sea estar encima, pero es un metomentodo, cotilla y porculizador, hablando mal. Además, es incapaz de gestionar el negocio para que sea más rentable, es vago, no nos motiva en ningún aspecto y es maleducado por definición. ¿Por qué lo aguanto, si encima paga fatal? Eso mismo me pregunto yo.

—¡Lena! —grita Rodrigo desde fuera de la sala de taquillas. Al menos respeta que me esté cambiando—. Llegas tarde.

—Solo son cinco minutos —espeto.

—Cinco minutos hoy, cinco otro día hacen un total de…, ¡hemos perdido la cuenta!

Meneo la boca haciendo un gesto de burla y respiro hondo. Valor y al toro, maja. Abro la puerta con mala baba.

—Son cinco minutos. El metro ha llegado con retraso.

—¡Pues haber salido antes! Tu actitud no es la correcta y tendré que abrir parte.

Me acerco a él con toda mi chulería y sacando pecho le susurro al oído:

—Pues mira cómo tiemblo.

Hartita me tiene con tanta tontería ya. ¡Ni que fuera el trabajo de mi vida, joder! Pero… ¿cuál sería el trabajo de mi vida? «Escribir», pienso. Y el pecho se me inunda de algo que no reconozco bien. Meneo la cabeza negando, porque una cosa es que me haya arrancado a escribir un par de capítulos y otra muy distinta es que sean aceptables. Más tarde llega Daniel y susurra tras de mí:

—¿Qué ha pasado con el jefe?

—Me ha echado la bulla por llegar cinco minutos tarde.

—Que le peten —espeta poniendo cara de asco—. Puto entrometido que no tiene nada mejor que hacer.

Asiento y un cliente llega al pasillo en el que estamos. Nos quedamos callados disimulando y cuando se va, seguimos.

—Después del curro he quedado con los colegas de la universidad —me dice—. Vamos a beber unas birras y tal. ¿Te vienes?

—No. —Sonrío—. Me apetece leer tranquila.

—¿Me paso por tu casa después? —Alza las cejas tres veces.

—Eh…, vale.

Daniel sonríe y pone los ojos en blanco.

—Si no te apetece, no pasa nada, Lena.

—Claro que me apetece.

—¿Pero?

—Pero —chasqueo la lengua—, no quiero…, no sé, que estemos corriendo demasiado y terminemos agobiándonos.

—¿Te estás agobiando? —pregunta serio.

—No —digo tajante—. Claro que no. Solo que no quiero pensar que nos estamos precipitando, que estamos explotando demasiado la burbuja y…

—Deja de analizarlo todo, Lena. Deja de poner en duda cada cosa que hacemos. —Sonríe—. A mí me gusta dormir con mi novia; no me planteo nada más.

—A mí también me gusta dormir contigo. —Sonrío tímida—. Haces que los vacíos no pesen tanto.

Bajo la cabeza y él me la levanta cogiéndome de la barbilla.

—Ey —dice muy tierno—. Esos vacíos hay que llenarlos, Lena.

—Eso es imposible.

—No, no lo es. No confundas llenar un vacío con olvidarlo. Puedes llenarlos de cosas que te hacen feliz. No sé, puedes «dormir aunque no esté», como la canción de Supersubmarina.

Trago saliva con dificultad y él me da un pequeño beso en los labios cuando justo una clienta hace acto de presencia pidiendo ayuda. Daniel la atiende mientras yo me quedo algo meditabunda por recordar mis vacíos, por las dudas de estar precipitándonos y con una extraña necesidad de llegar a casa y leer el siguiente capítulo de las memorias de mi abuela.

Capítulo XII. París y yo. Yo y París

 

La lluvia nos dio tregua durante nuestra primera mañana en la capital francesa. Pero creo que, aunque hubiera tenido lugar el peor de los vendavales, ciclones o lluvias torrenciales, me habría enamorado igualmente de «la ciudad de la luz» como lo hice ese día. Solo necesité unas horas caminando por sus calles para saber que estaba ante una ciudad única, con alma, con historia, llena de decadencia y a la vez de modernidad. Y es que tuve la sensación de que París era como estar en un continuo vals, que nace de un acordeón, en el que perderte en el tiempo.

Ya que yo venía de un pueblo pequeño, lo primero que me llamó la atención fue la amplitud de sus calles. Había visto ya Barcelona, pero supongo que siempre sobrecoge ver una ciudad tan diferente a lo que tú conoces. Avenidas kilométricas adornadas con vehículos como no había visto antes, transporte público y gente yendo de acá para allá con ese aire que te da el saber que vives en la ciudad más bella del mundo. Por aquella época todavía no existía el turismo, y menos en pleno enero, pero aun así vi a tanta gente variopinta que abrí mis ojos de par en par en varias ocasiones. Yo iba con mi abrigo cerrado, mis medias recias y zapatos negros, y por las ventanas de las cafeterías y bares veía a mujeres con vestidos escotados que dejaban entrever el comienzo de sus pechos. Mujeres con el pelo largo como yo, pero suelto. Mujeres que fumaban sin ningún tipo de pudor ni miradas reprobadoras. Mujeres que besaban a sus maridos o novios en los labios, sin que nada ni nadie les llamara la atención. Me agarré del brazo de Andrés mientras Isabel parloteaba sin descanso sobre cada cosa que veíamos. Estaba tan obnubilada y hasta abrumada que necesitaba un apoyo físico para todo lo que mi mente estaba procesando. Y es que, hasta ese momento, yo no había sido consciente de la poca libertad con la que me había criado.

Ese primer día recorrimos el Campo de Marte y vimos la Torre Eiffel. Recuerdo que cuando miré hacia arriba, algo me atrapó y me sobrecogió. Supongo que fue la inmensidad y la opulencia de su tamaño, pero a la vez su sencillez, su distinción y su finura. No entendí cómo había gente que criticaba el monumento, si era toda una oda a la modernidad que marcaba el comienzo de una nueva era rompedora, y eso siempre es bueno. Para mí, esa construcción solo tenía sentido en una ciudad como París, donde lo clásico y lo actual convivían haciendo una mezcla única, llenando de aura cada calle.

—Madre mía —dije emocionada.

—Es un amasijo de hierros —espetó Marcel en un francés que entendí.

Yo lo miré con el ceño fruncido. Parecía que él, como otros parisinos, estaba en el grupo que le horrorizaba el monumento que se estaba convirtiendo en el símbolo distintivo de París.

—Es una construcción impresionante —afirmó Andrés—. Es tan compleja en su elaboración como simple en su diseño. Es ahí donde radica su encanto.

Observé a Andrés maravillada. Cuando hablaba de esa forma, yo me hinchaba de orgullo por tener un marido que veía más allá de sus narices.

—Ah, Marcel… —canturreó Isabel—. Tú siempre tan pesimista. Pero es cierto que hay cosas más bellas en París. ¡Vamos!

Ese día no paramos de caminar de un lado a otro, maravillándonos con todas las cosas que la ciudad nos ofrecía. A la Torre Eiffel le siguieron los campos Elíseos por donde paseamos hasta llegar al Arco del Triunfo, que también me sobrecogió. Yo solo miraba a todas partes, quedándome sin habla con cada edificio que veía porque por minúsculo y cotidiano que fuera un simple bloque de apartamentos, este parecía haber sido esculpido por artistas. Era como estar en un museo al aire libre, aunque yo nunca hubiera estado en ninguno. Me impactó. Todo. Las calles, los edificios, la gente tan diferente entre sí. Pero, sobre todo, lo que más me llamó la atención fue comprobar que en París podía ser… yo. Y cuando me di cuenta de lo escondido que había tenido a mi yo bajo capas y capas de represión, quise salir a la luz y dejar de vivir en los pesados convencionalismos. Quise ser como esas mujeres de las cafeterías que charlaban parlanchinas con otras mujeres u hombres, con sus escotados vestidos y sus cigarrillos a medio fumar. Quise contagiarme un poco del espíritu liberal de mi cuñada, enfundada en unos altísimos tacones que le hacían temblar los tobillos. Quise sentirme mujer, además de persona. Así que, no sé si de forma consciente o no, me quité las horquillas que sujetaban mi apretado moño y di rienda suelta a mi larga melena, que dejé caer por mi espalda y mis pechos, ante la sonrisa cómplice de tu abuelo.

Caminar por Montmartre de vuelta a casa tuvo un aroma tan bucólico que jamás lo olvidaré. Hacía mucho frío, pues aún estábamos en enero, y sin embargo se me olvidó por completo la temperatura cuando contemplé el barrio bohemio por excelencia y, sobre todo, la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús. Me dejó sin palabras y solo pude santiguarme una y otra vez ante tanta maravilla. Pero no fue solo eso. Todo me llamaba la atención. Y todos. Y todas. Se palpaba un aura como jamás había sentido y parecía como si mi existencia cobrara vida, como si hubiera estado dormida durante veintiséis años y en ese momento en el que veía a la gente ir y venir, despertara de mi letargo. Ay, Lena, no sabría decir qué fue, pero algo cambió dentro de mí para siempre. Supongo que comprendí cuántas cosas me estaba perdiendo y tuve por primera vez en mi vida consciencia de mí misma. Hasta ese momento, mis días desde que nací habían sido trabajo y más trabajo y ahí, en medio de Montmartre, me percaté de que jamás me había preocupado de mí misma. Ni siquiera entraba en nuestras cabezas. No teníamos el más mínimo sentido del individualismo y al darme cuenta, agité inconsciente mi melena para reivindicar que ahí estaba yo y que era una persona que pensaba, sentía y vivía.

—¿Te está gustando París? —me preguntó Isabel agarrándome del brazo.

—Mucho. —Sonreí, sincera—. París es…

—Lo sé. —No me dejó terminar—. A mí me pasó lo mismo la primera vez que estuve, cuando mi hermano estudiaba aquí y yo vine a visitarlo. Me enamoré de esta ciudad y supe que no sería feliz en ningún otro sitio.

—Es preciosa. Tiene magia.

Isabel me sonrió y tras un paseo, llegamos a casa. Estábamos agotados, me dolían las piernas y los pies de tanto caminar, pero estaba encantada de la vida. Tanto que hice cena para los cuatro tarareando canciones y canturreando.

—Huele estupendamente —me susurró Andrés poniéndose detrás de mí.

—Gracias. —Sonreí.

Serví los platos ante las bocas salivantes de Isabel y Marcel, que no habían comido un plato caliente de cuchara en semanas. Creo que quizá ni en todo el tiempo que llevaban allí, porque por lo que había podido comprobar, más que vivir, malvivían como podían sacando de aquí y de allá. No me gustaba eso, claro. La idea de subsistir a base de trapicheos y triquiñuelas, malcomiendo y malviviendo en habitaciones putrefactas, cuando yo tenía una buena casa y productos de la tierra era casi inconcebible, pero, por otro lado, la libertad que se gozaba ahí compensaba el resto.

Cuando terminamos de cenar, estuvimos un ratito de sobremesa y después nos fuimos cada uno a su habitación. Andrés se acurrucó a mi lado al tumbarnos en el colchón y yo le di un beso. En nada estábamos abrazados.

—París te ha llegado. Lo he visto. —Sonrió acariciando mi melena suelta.

—Sí. Es espectacular. No imaginé que sería así.

—Es una ciudad única. No importa cuánto vivas aquí o cuántas veces vengas, todo lo que miras es como si lo hicieras por primera vez.

—Ya he visto cómo admirabas la Torre Eiffel y demás monumentos.

—No me cansaría de verlos nunca. —Sonrió.

—¿Por qué te volviste entonces? Viviendo aquí, ¿cómo regresaste a un pueblo pequeño lleno de tabúes y convencionalismos?

—Porque ese pequeño pueblo es mi tierra, Elena. Y eso se lleva marcado allá donde vas. Y porque París es una ciudad mágica y que enamora, pero no es una ciudad para vivir y tener una familia. Mira. —Hizo un barrido ocular en derredor—. ¿Te gustaría vivir así? —Negué con la cabeza—. Es el pan de cada día de millones de franceses. Es lo que hay. La guerra dejó la ciudad en la miseria y por muy bonita y liberal que sea, no puedes estar mendigando comida por vivir aquí.

Respiré hondo en su cuello.

—Lo sé. Pero aquí…, eres libre.

—Eso sí. —Sonrió—. Siempre hay que renunciar a algo. Siempre tenemos que decirle a algo que no. La vida se basa en las elecciones que hacemos y a lo que renunciamos con ellas; el secreto está en ser consciente de lo que cogerás y lo que dejarás para ser consecuente con tus decisiones y no arrepentirte pase lo que pase después.

—¿Tú sabías lo que te esperaba en Canfranc?

—No del todo. —Sonrió y me dio un beso en el pelo—. Jamás imaginé que te encontraría allí. Jamás creí que existieras. Así que volver a mi tierra fue la mejor decisión que he tomado en mi vida.

Le devolví la sonrisa y lo besé. Y entre besos y silenciosos gemidos pusimos fin a nuestro primer día en París.

¡Ole, mi abuela, que se suelta la melena! Ella se quita el moño cuando se quiere liberar y yo me corto el pelo cuando quiero hacer lo mismo. Curioso. ¿Qué nos pasa a las mujeres con el pelo que lo utilizamos como arma para mostrar nuestras emociones más ocultas? Quizá no sea para tanto, claro, pero al pensarlo de refilón tengo una idea. Una idea para el borrador que estoy escribiendo. Y aunque mi padre siempre dice que las ideas repentinas hay que dejarlas reposar y meditarlas antes de escribirlas, enciendo el ordenador y me pongo a escribir, aunque sean más de las diez de la noche. Doy rienda suelta a lo que mi mente va expulsando y continúo lo que había empezado. Y mientras lo hago, no dejo de sonreír. No por cómo está quedando, sino porque ya ni siquiera me planteo qué estoy haciendo o si el resultado será bueno: me sale solo, como siempre debió haber sido; sin las barreras que yo misma me había puesto y sin pensar en mi padre, en Mara, en decepciones o desilusiones. Solo pienso en mí y en disfrutar mientras hago lo que me gusta.

Tras mi ratito de escritura, que dura como un par de horas más, me estiro en la silla de mi escritorio. Tengo ganas de tener mi propio espacio, mi despacho, una mesa en condiciones al lado de una ventana o algo así. Quizá no sería tan mala idea considerar independizarme. Quizá ahora que me encuentro tan bien sería un buen momento para levar el ancla que me amarra a este piso. No sé, quizá Yayi, mi padre y Dani tengan razón. Lo pensaré mañana. Pero lo pensaré. Sonrío y justo oigo la puerta de casa abrirse. Sonrío más y salgo a recibirlo.

—Ey —dice meloso, dándome un beso.

—¿Qué tal te lo has pasado?

—Bien, normal. Unas birras, unas risas y poco más. —Deja las llaves en el cuenco que tenemos para ello y cierra la puerta. Se encamina hacia el baño.

—¿Has cenado?

—Nah, hemos picoteado nachos y eso. Suficiente. —Le oigo decir.

Bostezo y voy hacia la cama. Daniel me sigue y se desnuda, mirándome pícaro. Yo me río también y enseguida se mete en la cama conmigo, abrazándome.

—¿Qué tal tú? ¿Qué has hecho? —me pregunta dándome besos por el cuello, que me encienden.

—Mmhh. —Es mi única respuesta.

—Muy detallado, sí. —Nos reímos—. ¿Has leído? —dice besando mis comisuras.

—Mmhh.

—¿Has escrito?

—Mmhh.

—¿Me lo vas a dejar leer?

—Anda, cállate y bésame —digo sonriendo.

Y en un movimiento rápido me subo encima de él y nos enredamos el uno en el otro, olvidándome de las dudas que me sobrevuelan y dando rienda suelta a nuestros sentidos una vez más.