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MARA
¡Mara, Lena…, la comida está en la mesa!
Mara y yo nos reíamos ajenas a todo y seguíamos jugando en el salón a que ella era una princesa montada a caballo y yo una pistolera que debía liberarla de las garras del sheriff malo.
—¡Bang, bang! ¡Muere villano! —gritaba yo.
—¡Oh, Dios mío! ¡La pistolera de Ohio me ha salvado! —Mara fingía desmayarse.
—¡Jo, Mara, así no es! —protestaba yo con los brazos en jarra—. La historia es que tú le disparas también a él y las dos nos vamos en tu caballo a conquistar las tierras de una tribu perdida de Canadá.
—Ese juego es un rollo, Lena. Siempre estás pensando en historias rarísimas que no tienen sentido y me aburro.
—¡Pues no juegues conmigo! Me gustan mis historias y quiero jugar a ellas, así que déjame en paz.
—A ver, niñas —intervenía Yayi—, si digo que la comida está en la mesa, hay que venir ipso facto. Ya jugaréis luego.
Mara se iba dando saltitos hacia la cocina.
—Yo no juego más con Lena. Se inventa cosas muy raras —decía al llegar a la mesa.
—Porque Lena tiene mucha imaginación, hija, y no sabe usarla aún. Pero ya aprenderá. —Me guiñaba un ojo y yo me reía dando vueltas sobre mí misma.
No puedo evitar sonreír al acordarme de esa escena, banal y cotidiana, de dos hermanas siendo niñas mientras me fumo un cigarrillo tumbada en mi cama, a oscuras. Mara, Yayi y yo, siempre juntas. Como un triángulo equilátero que se ve desequilibrado si uno de sus ángulos flaquea. Yayi, que viene de yaya-yayita-yayi, nos crio a ambas como si fuéramos sus propias hijas, siendo nuestra abuela. Tras la muerte de mi madre, otra ausencia en mi vida, volcó toda su energía en hacer de nosotras dos niñas normales y corrientes que crecieran en un hogar con un padre ausente. Gracias a ella, Mara y yo llegamos a ser quienes éramos y gracias a ella siempre nos llevamos bien. Mejor que bien.
Mara era dos años mayor que yo y, desde el día que nací, fue mi mejor amiga. Quizá por la ausencia de nuestra madre y lo poco que veíamos a nuestro padre, nos aferramos la una a la otra y las dos a Yayi. Supongo que, inconscientemente, llenamos así los vacíos que sentíamos y nos creíamos menos solas de lo que estábamos. Éramos dos almas gemelas, inseparables, cómplices y amigas que no sabían hacer nada si no era juntas. Para mí, Mara era el pilar básico de mi familia, en la que Yayi era como una madre y mi padre un ente que nos proporcionaba sustento económico y poco más. ¿Cómo no iban a ser ellas dos mi todo si no tenía nada más? Pero, a pesar de la cantidad de cosas que no encajaban en esta curiosa familia, yo era feliz. Quizá porque cuando dejé de serlo, distorsioné los recuerdos del pasado haciéndolos más agradables de lo que fueron, pero si visualizo mi infancia, veo un hogar cálido, con ausencias suplidas por las risas y el cariño de mi hermana y de mi abuela, con ilusiones y ganas de ser mayor para comerme el mundo. Si mi infancia fuera un color, sería el amarillo. Un amarillo alegre y vivo.
Hasta que dejó de serlo.
Mi hermana cayó enferma cuando tenía dieciséis años. Recuerdo perfectamente el verano en el que nuestra vida se desmoronó. Mara era una chica muy tranquila y dulce que de repente se tornó hostil e irascible. Nadie pensó que fuera algo distinto a lo propio de la adolescencia, pero la situación empezó a preocuparnos cuando en cuestión de días comenzó a tener dolores de cabeza agudos que le impedían salir de la cama. Un día. Otro día. Enseguida llegaron los vómitos, los mareos y la visión doble de objetos, lo que nos terminó de asustar y alertar. Mi padre la llevó a los mejores especialistas para contrastar diagnósticos, desesperándose cuando todos apuntaban a lo mismo: un tumor cerebral. A partir de ahí, vinieron las operaciones, los tratamientos que la tuvieron sumergida en quirófanos y las consultas médicas durante los seis largos años siguientes, en los que el tumor fue comiéndose poco a poco su cuerpo, hasta que al final apenas tenía fuerzas ni para hablar.
—Cuéntame, cuéntame cómo es —me dijo Mara con un hilito de voz, un día postrada en la cama, conmigo sentada a su lado, abrazándola.
—¡Eres una morbosa, Mara! —Reí yo.
—Por favor, Lena. Cuéntamelo todo. ¿Qué se siente?
—Como le digas algo a Yayi te juro que te mato. —Ella sonrió—. A ver —carraspeé—, pues me tumbé bocarriba y Felipe empezó a darme besos por el cuello y luego en la boca. Estábamos los dos tan nerviosos que temblábamos, pero aun así le toqué…, ya sabes…, ahí; y se endureció enseguida.
—Sigue.
—Entonces, sacamos el condón y lo ayudé a ponérselo. Nos costó un montón porque no teníamos ni idea de cómo se hacía, pero al final lo conseguimos y yo volví a recostarme en la cama. Él se tumbó encima de mí y empezó como a buscar…, bueno, ya sabes. —Reímos—. No atinábamos ninguno de los dos, pero al final se metió un poco, luego empujó un poco más… «¿Te duele?», me preguntó. Yo le dije que no, pero sí que me dolía un poco. Como si me pellizcaran ahí dentro. Pero después se me pasó y comenzó a gustarme. Es un gustito raro. Te hace querer más y te enciende todo el cuerpo. Tienes que estirar los dedos de los pies para absorberlo. Pero antes de que pudiera…, ya sabes…; él se corrió.
—¿Tan pronto? —Rio.
—¡Serás! —Y me reí con ella—. Estábamos los dos muy nerviosos y era su primera vez también. Es normal que durara unos —me rasqué la cabeza— dos minutos.
—Yo nunca lo haré —dijo con la mirada esquiva.
Mis ojos se llenaron de lágrimas en ese momento porque sabía que tenía razón. Mara se nos iba y era cuestión de tiempo que nos dejara del todo. Ella nunca había ido más allá de un beso con lengua. Nunca la habían tocado. No sabía lo que era enamorarse y desenamorarse y sufrir porque tu novio se va con otra o te deja en la estacada. Se perdió infinitas borracheras llenas de euforia y locura. Jamás probaría alguna droga de diseño para jugar a ser malota ni se decepcionaría con amigas que no son lo que parecen. No trabajaría nunca, no maldeciría a su jefe, no odiaría el despertador, no tendría hijos, no pagaría una hipoteca. Todo lo que había vivido se paró a la edad de dieciséis años, sin darle tiempo a casi nada.
—Claro que sí. —Sonreí—. Te curarás y serás la más guarrona del barrio.
Eso la hizo reír y estalló en carcajadas que la dejaban sin respiración. Yo me reí con ella porque al final era lo único que nos quedaba.
Mara nos dejó un 2 de mayo. Nos miró a mi padre, a Yayi y a mí, hizo un amago de sonrisa y se fue. De la forma más digna, silenciosa y feliz que podáis imaginar. Se le fue el dolor, se le fue el sufrimiento y se le fue la vida.
Y ahora, seis años después (seis años también duró su enfermedad), me estoy terminando el cigarro encima de la cama sin poder dormir porque mi abuela ha muerto. Me acuerdo de Mara; de nuestras charlas, nuestros juegos, nuestras historias. Y me acuerdo de Yayi, que se acaba de ir con ella. El triángulo roto. Sé que la muerte de Yayi era más esperada. Era mi abuela y, como tal un día u otro más pronto que tarde, nos dejaría. La mayor parte de mis conocidos ni siquiera tienen a sus abuelos vivos, así que he sido una afortunada por tener a la mía conmigo media vida. Quiero quedarme con eso. Pero oigo gemidos al otro lado de la pared y sollozo. Es mi padre. Y entonces pienso que si para mí está siendo difícil por todos los recuerdos que me trae, para él tiene que estar siendo atroz. Primero pierde a su padre, luego a su mujer, después a su hija y ahora a su madre. Una familia rota. Solo me tiene a mí. Y yo solo a él.
Mi padre se quedó mudo durante varias semanas tras la muerte de Mara. No podía hablar. Tenía tal conmoción que era incapaz de pronunciar palabra, aunque lo intentara. Los médicos le dijeron que era normal, que llevaba mucho a sus espaldas y que se le pasaría. Y así fue. Al cabo de unas semanas su voz volvió alta y firme, pero jamás le abandonó la pena. Durante los cuatro años siguientes mi padre entró en un estado depresivo que lo anuló emocionalmente. Demasiadas pérdidas. Demasiado dolor. Se dejó ir, así de simple. Vivía porque sus órganos funcionaban, pero su cabeza se distanció aún más de todo lo que le rodeaba. Y eso me incluía. Sé que no lo hizo de forma consciente. Sé que no se percataba de que tenía otra hija adolescente con tanto dolor y tantas necesidades como él. Pero también sé que su comportamiento hizo mella en mí, no solo por la evidente ausencia, sino porque de alguna forma lo imité. Mi padre era el ejemplo a seguir y su ejemplo me hizo cerrarme en banda al mundo, a la vida, a los sueños y a mí misma. Yayi, él y yo luchamos contra el dolor por la pérdida de Mara de formas tan distintas que se crearon conflictos silenciosos entre nosotros. Él y yo éramos dos líneas paralelas, idénticas en sentimientos, pero que jamás se acercaban. Y Yayi era la que veía esta distancia e intentaba romperla. Pero era imposible. En esos cuatro años, nuestra vida se sumió en un agujero negro del que apenas tengo siquiera recuerdos. Todo era inercia. Para los tres. Mi padre, de hecho, dejó de viajar, dejó de escribir y comenzamos a vivir de las rentas. Y vivir de las rentas tiene fecha de caducidad, claro. Eso fue lo que le sacó de su estado depresivo: que el dinero empezó a escasear y aunque yo trabajaba para pagarme la universidad, no nos llegaba para vivir los tres, así que mi padre volvió a escribir. Su siguiente trabajo fue un éxito de ventas y lo catapultó de nuevo a ser uno de los autores más vendidos de España y Latinoamérica, recibiendo además varios premios nacionales e internacionales y siendo, según la crítica, su mejor obra y una de las más importantes de la última década. Se llama Amar. Anagrama de Mara.
Volvieron los viajes, volvieron las ausencias y volvimos a estar mejor. Porque regresó la normalidad. Ver que todo volvía a ser como siempre era un paso adelante que todos necesitábamos dar. Todos. Mi padre, yo y Yayi. Pobre Yayi. Casi se muere cuando Mara se fue. Aún la oigo llorar por las noches cuando mi hermana iba enfermando poco a poco y rezar durante horas a todos los santos de este mundo para que se curara, hasta que ya no hubo rezo capaz de evitar lo inevitable. Su nieta se fue y, como mi padre y como yo, Yayi jamás se recuperó del golpe. Una parte de nosotros se fue con ella, está claro. La ilusión por las cosas desapareció y todo se convirtió en mera supervivencia. No es que sea un trauma. No es que yo no lo haya superado. Es que todo lo que soñaba ha dejado de tener significado. Todas las cosas buenas que me pasan son insípidas. Todas las personas que conozco, insuficientes. Mara era mi timón en la vida y me lo arrancaron, dejándome solo los brazos de mi abuela para agarrarme. Para mí, la vida tras la muerte de Mara dejó de tener sentido, no me apetecía nada. Relacionarme con gente se convirtió en innecesario; terminar la carrera de Periodismo para ser periodista y escritora, la gran pasión de mi vida, dejó de ilusionarme hasta que quedaron únicamente las cenizas de un sueño que no me permití volver a tener; enamorarme me parecía ridículo; independizarme, una aberración hacia mi casa y sus recuerdos; y solo tenía ganas de quedarme en la cama escuchando su canción favorita, que también era la mía: Wish you were here. Me aferré al dolor como me había aferrado a Mara y no permití que nada, nunca más, pasara por mi vida si venía con una sonrisa. No más sueños. No más ilusiones. No más risas. Porque estaba rota. Sigo rota. Rota. Creo que es la palabra que mejor describe cómo me sentí, qué significó para mí su muerte y todo lo que vino después. Rota. Porque mis sentimientos se rompieron. Mis ilusiones se rompieron. Mi mundo se rompió. Mi padre se rompió. Yo me rompí. Y Yayi intentó arreglarlo todo sin éxito.
Un bip me saca de mis recuerdos. Es mi móvil. Un wasap de Daniel.
¿Cómo vas?
En cuanto ve que estoy escribiendo, me llama, sin dejarme terminar.
—Hola —digo bajito.
—Hola. —El tono cariñoso de mi mejor amigo me hace llorar.
Daniel respeta mi llanto y no dice nada hasta que paro. Cuando por fin consigo decir algo, él sigue ahí.
—Uff —suspiro, recomponiéndome.
—Estoy aquí.
—Lo sé. Joder, qué de repente todo.
—Supongo que ahora es cuando te digo eso de no sufrió, es ley de vida y tonterías así que nos dan por saco, ¿no? —Me hace dar una pequeña carcajada entre sollozos.
—Supongo que sí. Me hubiera gustado despedirme de ella, joder.
—Hazlo ahora.
—¿Cómo? —Frunzo el ceño.
—Di en alto lo que le hubieras dicho. Si quieres, colgamos. Pero hazlo.
—Bueno. —Suspiro—. Sí, me irá bien. Lo haré.
—¿Quieres intimidad?
—No. No hace falta.
—Te escucho.
Carraspeo y empiezo a hablar.
—Pues…, Yayi, me hubiera gustado despedirme de ti. Cogerte tu mano áspera de tanto trabajar y decirte que eres la mujer más fuerte que conozco. Que eres un ejemplo a seguir porque no has parado de luchar y de cuidarnos toda tu vida. Que lidiaste con una época dura como toda una señora, y que te vas de este mundo con la cabeza bien alta porque eres una mujer con alma. Que has sido mi madre y te querré siempre. Te estaré eternamente agradecida por haberme criado, cuidado y enseñado todo lo que sé. Gracias por existir. Adiós, abu; cuida a Mara y a mi madre allá dónde estéis y reencuéntrate con el abuelo al que tanto has añorado. Un besito. Te quiero.
Nos quedamos en silencio unos segundos hasta que Daniel suspira y habla.
—Precioso.
—Moñas. —Me río secándome las lágrimas.
—Tu abuela estaba muy orgullosa de ti.
—Gracias. Debería levantarme a ver cómo está mi padre. Tiene que ser horroroso para él.
—Lo imagino.
—Voy a ver a mi padre, ¿vale?
—Vale. Hablamos luego.
Colgamos y me encamino a su dormitorio con el paquete de tabaco en una mano y una tila recién hecha en la otra. Él está en la cama con un brazo sobre los ojos.
—Lena —murmura.
—Tila a domicilio. —Sonrío con pena—. Y tabaco.
—A Yayi le encantaba que fumaras, aunque te riñera —dice con una mueca burlona.
—Lo sé. Yayi era una rebelde. —Reímos.
—¿Sabes que Yayi fumaba cuando era joven?
—¿Ah, sí? Nunca la vi fumar.
—No. No quería dar que hablar. —Pongo cara de asco—. Ya sabes que eran otros tiempos.
—Ya bueno, pero aun así…
—Aun así Yayi fumaba a escondidas. —Sonreímos—. Todo porque había que guardar las formas.
—Estúpidas formas.
—A Yayi siempre le importaron mucho. A mi padre, menos.
—Me cuesta verlos juntos. El abuelo que según dices siempre era tan serio y autoritario, y Yayi tan vivaz y alocada, tan adelantada a su tiempo.
Mi padre sonríe y pone una cara rara, como si fuera a decir algo, pero al final se arrepiente y solo asiente. Tiene las cuencas enrojecidas y acusa unas grandes bolsas en los ojos. Con Yayi siempre nos reíamos porque le decíamos que parecía un presidente de Gobierno cuando deja el mandato, todos llenos de ojeras y bolsas que denotan preocupaciones.
—Solo quedamos nosotros —dice lacónico.
—Al menos nos tenemos —corrijo yo.
Me mira y asiente con una sonrisa tierna y acongojada.
—Siempre fuiste la optimista y la fuerte. Tu madre estaría muy orgullosa de ti.
—Háblame de ella, papá. Cuéntame otra vez todas las historias de mamá.
Mi padre sonríe y me coge de la mano. Empieza a contarme cosas de mi madre, de lo guapa que era, lo mucho que nos quería, las canciones que nos cantaba, la comida que nos hacía. De cómo bailaba conmigo en brazos y con Mara. De cuánto sonreía siempre, como yo. De lo buena que era, como Mara. Y terminamos hablando de ellas una vez más. De mi madre, de Yayi, de Mara, de las ilusiones y de todas las cosas buenas de este mundo que no deberían irse jamás.