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LAS GOTAS DE LLUVIA EN LA VENTANA

La ventana se llena de gotas de agua y de luz grisácea. Al principio solo son pequeños puntitos que, al chocar contra el cristal, forman hilos de burbujas que se arrastran hacia abajo incapaces de mantenerse en su posición. Después, la lluvia coge velocidad y los pequeños puntitos se convierten en gotas que parecen flechas queriendo atravesar la ventana de mi habitación. Huele a Hugo Boss, a frío y a soledad. Dawn Golden suena de fondo mientras yo miro por la ventana tratando de divisar los diminutos viandantes que corren a refugiarse en portales hasta que escampe.

También miro de forma inconsciente mi teléfono, pero no hay ningún mensaje. Echa de menos el sonido de la actividad y está tan meditabundo como yo, pensando en por qué somos incapaces de compartir nuestra vida con la gente a la que queremos y que siempre están ahí si la necesitamos. Por qué necesitamos nuestro espacio propio como el respirar, pero también a los demás para subsistir. Contradictorio, sí; pero es que yo siempre he sido una chica contradictoria, tratando continuamente de equilibrar una balanza que tiene la necesidad de gente en un extremo y el miedo a necesitarlos en el otro. Mi padre está encerrado en su estudio ajeno a mi presencia y a las gotas de lluvia que limpian mi ventana.

El agua que siempre se lleva todo lo malo.

Pasadas las doce de la noche, la puerta de casa se abre cauta mientras yo estoy poniéndome la camiseta de dormir para irme a la cama. Unos pasos se encaminan hacia mi habitación y al instante mis ojos se cruzan con los de Daniel, que entra al dormitorio y se acerca a mí. Sigue teniendo las llaves. Se queda parado enfrente de mi cuerpo y suspira. Suspiro. Y sin mediar palabra me abraza. Me abraza fuerte. Tanto que las lágrimas se agolpan en mis ojos sin entender muy bien qué hacen ahí. Pero ahí están: necesitando llorarlas y gritar bien alto que lo siento y que él es la única persona a quien se las puedo mostrar. Dani me aprieta más fuerte y solo ese gesto me hace sentir querida, comprendida y reconfortada. En casa.

—Lo siento —digo sincera.

—Lo sé. Yo también lo siento. Pero… empieza a no ser suficiente para ninguno de los dos.

—Lo sé.

—¿Y qué vamos a hacer entonces?

—No lo sé. —Me encojo de hombros—. Creo que empezar a aceptar que la independencia no está reñida con el compromiso.

—Es un buen comienzo.

Daniel me acaricia las mejillas y sonríe. Junta su nariz con la mía y me da un beso.

Un beso más.

Otra sonrisa.

Otro abrazo.

Y, mientras, las gotas de lluvia golpean la ventana, llevándose todo lo malo una vez más.