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EL DESEO

Hola, Dani —respondo a su llamada telefónica.

—Hola, ¿cómo va el libro?

—Bien. Solo he leído un capítulo. Infancia feliz truncada por la Guerra Civil y primer encuentro con mi abuelo.

—Espiral de diversión —dice sarcástico.

—Y tanto.

—Pero ¿te está gustando? ¿Cómo te sientes leyéndolo?

Me enternezco, pero el estómago se me cierra al querer ahondar sobre mis sentimientos.

—Bien, me siento bien y sí, me está gustando.

—Me alegro.

—¿Qué te cuentas?

—Poca cosa. —Hago un ruido asintiendo—. Oye, voy a ir a la presentación del libro del tipo este que te comenté, el que lo está petando en redes. ¿Te quieres venir?

—Pues…, vale. —Sonrío.

—Genial. Te paso a buscar a las ocho.

Miro el reloj: son las seis y media. Le digo que sí, nos despedimos y colgamos.

Por una parte me apetece seguir leyendo, ahora que viene lo interesante, pero también me apetece salir y ver gente. Cada vez me parezco más a una ameba y no es plan. Y como siempre, Daniel tiene el plan perfecto.

A las ocho bajo en el ascensor estrenando vestido y sombrero. Daniel y su borsalino me esperan en el portal. Me río al verlo. Vaya par.

—Los tonticos del sombrero. —Se ríe, dándome un beso en la sien.

En la presentación del libro nos encontramos con colegas de Daniel, así que nos juntamos todos haciendo un mezcladillo de lo más ecléctico que podáis imaginar. Aguantamos la presentación, que dura más de lo esperado, sacamos varias fotos y después nos vamos todos a tomar algo por la zona. Unas tapitas, unas cervezas, unas risas insulsas y acabamos bebiendo unas copas. Por cierto, ya no llevo sombrero: una de las chicas ha mostrado tanto entusiasmo por él cuando lo ha visto que he terminado dándoselo. Sí, suelo hacer esas cosas. Daniel sonríe al mirar a la chica con mi Fedora y me susurra un «a ti te quedaba mejor» que me hace reír a carcajadas.

Para cuando llegamos a mi casa, son las dos de la madrugada y nuestras risas se oyen por toda la calle. Daniel me ha acompañado hasta el portal y yo, como es sábado y estoy sola, le he invitado a subir. No hay que ser científico de la NASA para saber a qué, ¿no?

—Necesito una ducha. —Sonrío sudorosa cuando nos recomponemos—. ¿Vienes?

—No. —Niega a la vez con la cabeza y va en busca de su ropa interior—. Tengo que irme ya. Le prometí a mi madre que mañana desayunaría con ella y ya es muy tarde —dice poniéndose los pantalones.

Le acompaño a la puerta y durante un segundo nos miramos con ganas de dar más de nosotros mismos, pero enseguida viene la habitual despedida de cuando hemos tenido sexo: un besito en los labios, un abrazo y un «hablamos luego». Y yo cierro la puerta con una sensación extraña en el cuerpo, que no se me pasa en la solitaria ducha que me doy antes de irme a dormir. ¿Me gusta Daniel para algo más que amistad y sexo? ¿Le gusto yo a él? Porque, si no nos gustamos, ¿cómo es que nos salen gestos tiernos y palabras de apoyo incondicional sin pensar? ¿Y por qué si lo pensamos, nos cortamos y somos secos el uno con el otro? No quiero meditarlo. No puedo permitírmelo. No me cabe ni un solo drama más. Así que apago la luz y me duermo.

Cuando me despierto ya es de día y el reloj de mi mesilla marca las nueve de la mañana. Bastante pronto para ser domingo y para haber trasnochado ayer. Me acuerdo de Daniel empotrándome y sonrío. Y me excito, hay que joderse. Estoy tentada a decírselo, pero me contengo. No sé muy bien por qué, no sería la primera vez que nos mandamos mensajes subidos de tono y nos echamos unas risas después, pero no quiero hacerlo. Así que el nuevo día comienza como ayer: periódico, desayuno y lectura de las memorias de Yayi. Esta vez las cojo sin miedo y con más ganas, porque de alguna forma es como estar leyendo la historia de alguien ajeno a ti, pero sabiendo que te unen los lazos más fuertes que hay. Es raro. Pero me gusta. Así que no lo retraso más y continúo por donde lo dejé.

Capítulo II. El cortejo

 

La noticia del regreso de Andrés corrió como la pólvora en el pequeño pueblo. «El Francés», como se le comenzó a llamar, soportó todas las habladurías que se hacían sobre su vuelta y se centró en adquirir una casa y cultivar su tierra. Era como si estuviera de vuelta de todo y le diera igual lo que se dijera sobre él y su familia. Que si había luchado en la Segunda Guerra Mundial y se había vuelto un huraño, que si era un hombre rudo y maleducado, que si era muy serio. Sin embargo, lo cierto es que no tenía más que buenos modales con todo el mundo. Serio, sí. Y distante, también. No dejaba que se metieran en su vida y no le afectaba lo más mínimo los comentarios que generaba a su paso. Pero no era maleducado, al contrario. Era seco y cortante, pero afable después de todo. Y yo, cuanto más veía de él, más me obsesionaba. Ya no me apetecía ir a la fuente o hablar sobre las próximas fiestas del pueblo, que se celebrarían en unas semanas y tenían a todo el mundo alborotado. No. Yo solo quería ir a la tienda que había frente a la casa que compró para poder, al menos, verlo. Pocas veces coincidí con él, pero cuando lo hacíamos, no dejábamos de mirarnos. Yo, tímida. Él, contenido.

Una mañana me mandaron a la tienda a comprar varias cosas, pero cuando llegué, estaba cerrada. Me extrañé porque Paquita no solía cerrar nunca y, cuando me iba a dar la vuelta, una voz grave me paró en seco.

—Ha dicho que volvería en un rato. Yo también estoy esperando.

Miré a Andrés, sentado en el extremo de un banco junto a la fachada, y creo que no tuve ni el pudor de cerrar mi boca abierta. Me impresionaba y sobrecogía tanto como me atraía. Ay, Lena, cuánto soñaba con tu abuelo en secreto y qué poco reconocía que me gustaba. Él se daba cuenta de mi rubor, pero no tomaba ventaja de ello. Solo se limitaba a mirarme, imperturbable. Entonces no lo entendía, ni se me pasaba por la cabeza semejante cosa, pero hoy sé que lo que hacía era desearme. En silencio. Entre el más absoluto de los respetos.

Paro de leer un segundo porque la última frase me ha dejado noqueada. ¿Mi abuela hablando del deseo de su futuro marido? De mi abuelo, al que no conocí, por cierto. Es raruno, eh. Una se imagina que en aquellos años el cortejo y la atracción eran algo casi platónico y lo que deja entrever mi abuela es que para mi abuelo no era platónico precisamente. Aunque claro, un chico que se había criado en la liberal Francia; que había empezado a estudiar en la universidad la carrera de Filosofía, aunque la Segunda Guerra mundial truncara sus estudios; y que habría estado con varias mujeres dado su atractivo físico y su soltura, no creo que mirara a una chica de dieciocho años, guapa y lozana, con ganas de escribirle un mero poema. Sacudo la cabeza porque los deseos de mis abuelos no son algo que me apetezca conocer pero intuyo que me los voy a tragar con patatas.

Por si acaso, hago un alto y me levanto a hacerme un café. Mientras la cafetera hierve, cojo el móvil y veo que tengo una llamada perdida de mi padre así que no dudo en devolvérsela.

—¡Hola, Lena!

—Hola, papá. ¿Cómo estás?

—Muy bien. Estamos en Buenos Aires. Todo está yendo como esperábamos.

—¡Qué bien!

—¿Tú cómo estás?

—Muy bien también. Leyendo.

—Sí. Quería preguntarte por eso. ¿Cómo vas? ¿Te gusta?

—Claro. Mucho. Estoy leyendo el segundo capítulo.

—Genial. Ve poco a poco, de verdad. Yayi quería que leyeras cada línea con profundidad.

—De acuerdo.

—Bien. Hija, tengo que dejarte: es muy tarde aquí y mañana madrugo.

—¡Oh! Lo siento. No había caído en la diferencia horaria.

—No pasa nada.

—Bueno. Hablamos entonces.

—Hablamos.

Suspiro. Me sirvo una taza de café acompañada de una sensación de desapego que me inquieta. Así que meneo la cabeza y continúo leyendo.

Como ninguno de los dos decía nada y a mí el silencio era algo que no me gustaba, decidí romperlo de la forma más descarada que me salió, sin pensar.

—Tú no me das miedo.

Me vino así, sin más. Él me miró unos segundos, sorprendido, pero acto seguido se echó a reír muy fuerte. Sus carcajadas eran contagiosas y empecé a reírme yo también, sin saber bien de qué.

—¿Por qué habría de darte miedo, niña?

—No soy una niña —espeté altiva—. Tengo dieciocho años.

—Entiendo —dijo él tocándose la barbilla—. Y tus dieciocho años sin salir del pueblo te han hecho conocer mucho mundo.

No entendí la frase, para mi vergüenza, aunque intuí que se estaba riendo de mí. Así que, por si acaso, me enfurruñé como un mono mientras él se carcajeaba aún más y yo me daba la vuelta para marcharme.

—Eres un grosero —dije antes de girarme.

—Como tú digas, niña.

Aún le escuché reírse desde la lejanía, así que llegué a casa todavía más enfadada de lo que me había ido. Me había herido en el orgullo y no se lo perdonaría nunca. O eso creía.

Durante los meses siguientes todo marchó más o menos igual: me encontraba con Andrés cada vez con más frecuencia, sin yo saber que él propiciaba esas coincidencias a sabiendas. Apenas hablábamos cuando nos veíamos y nos limitábamos a mirarnos; él, con seriedad y yo, con timidez. Alguna vez intercambiábamos palabras corteses y poco más, pero algo en mi interior hervía con la sensación de que la cosa no iba a quedar ahí. Y no me equivoqué.

Una tarde mi padre y Andrés coincidieron en la plaza principal y se pararon a hablar un rato. Hablaron de los viejos tiempos, de los padres de Andrés y del aprecio que se les tenía en el pueblo, de su marcha y su regreso y del manejo de los campos. Congeniaron bien. Y cuando se despidieron, mi padre le invitó a cenar a casa esa misma noche. Si mi padre lo hizo con idea o no nunca lo supe, pero a los padres pocas veces se les engaña y mi enmudecimiento delante de Andrés era algo que no había pasado desapercibido a los míos. Andrés les gustaba, lo veían un hombre trabajador, honrado y sano, por lo que intuyo que esa cena tenía un doble propósito: acoger gustosos el regreso de «El Francés» y propiciar un acercamiento con su hija.

Y lo hubo. Ya lo creo que lo hubo. A partir de esa cena, Andrés comenzó a acercarse cada vez más a mí con cualquier excusa. Venía a casa a menudo, se adentraba en nuestro corral cuando sabía que estaba yo; me pedía que le remendara la ropa porque él no sabía; alguna vez añadía una ración más a mis guisos y luego mandaba a mi hermano pequeño para que se la llevara a su casa… Todo eso propició que, mes a mes, tu abuelo y yo nos fuéramos aproximando y su férrea apariencia mostrara a un hombre tierno y educado que me decía piropos, me cogía de la mano o me daba un beso muy casto cuando no nos veía nadie, que era casi nunca porque siempre íbamos acompañados de alguno de mis hermanos pequeños o de alguien que hiciera de carabina. Era lo que se llamaba el cortejo. Y tu abuelo me estuvo cortejando durante cuatro largos años.

Al cabo de ese tiempo yo ya estaba preocupada porque la petición de mano no llegaba y ya tenía veintidós años. Hubo días que pensé que Andrés estaba decepcionado conmigo y eso me entristecía. Suponía que él estaba acostumbrado a otro tipo de mujer que yo no era y sentía rabia por ser de pueblo e inculta. Qué equivocada estaba. Lo único que tu abuelo hacía era seguir unas costumbres que él no entendía del todo, pero que respetaba por mí y por mi familia. Así que tras cuatro años de noviazgo, una tarde de 1950, mientras dábamos un paseo y a mí se me notaba preocupada porque Andrés no había abierto la boca en todo el rato, me sorprendió preguntándome si quería casarme con él. Casi no pude ni articular el sí de la emoción, pero no hizo falta: nos entendimos con la mirada. Suspiramos los dos emocionados y esa misma noche se presentó en mi casa para pedirle a mi padre mi mano. Cuando mi padre se mostró entusiasmado, yo lloré conmovida. Dejaría la servidumbre, me casaría con un hombre apuesto y tendríamos muchos hijos a los que cuidar. Lo que yo no imaginaba es que tu abuelo me enseñaría que la vida es mucho, mucho más que eso.