36

EL SHOW DEBE TERMINAR

La radio despertador cumple su función y mis ojos se abren al sonido de los buenos días sabaderos del locutor de Radio 3. Suena «Mujer esponja», de Lory Meyers, y me pongo a llorar: Daniel me la suele susurrar al oído porque dice que tiene frases que le recuerdan a mí. Cada jodida línea de esta canción es un dardo para mis sentidos en este momento, así que decido apagar la radio porque hoy me cuesta hasta la vida. Y tragando un nudo en mi garganta, me doy la vuelta en la cama y me tapo con la sábana hasta la frente, aunque me achicharre del calor de junio. Necesito algo físico que ponga distancia entre el mundo y yo.

Hola, Lena. Creo que tenemos mucho de qué hablar. Sé que los dos estamos enfadados, enrabietados y preguntándonos muchas cosas, así que ¿quedamos en media hora en el parque, donde siempre?

Suspiro.

OK

Enviar.


Media hora más tarde me encamino al parque y tardo diez minutos en llegar. Me voy a nuestro rincón a esperar a Daniel. Suspiro nerviosa con el sol tratando de calentar el frío glacial que tengo bajo la piel y echo mano al bolso para sacar el paquete de tabaco y encenderme un cigarrillo. No me da tiempo. Mientras rebusco en ese pozo sin fondo, noto que alguien viene hacia mí y, al levantar la vista, lo veo a contraluz acercándose, serio.

—Hola.

—Hola.

—¿Cómo estás?

—Jodido, Lena.

—Yo también.

Nos quedamos los dos en silencio, mirándonos el uno al otro con los ojos brillantes y no de emoción.

—Empieza tú —le digo.

—Vale. —Asiente y carraspea—. Lena, no sé qué decirte.

—Empezamos bien.

—No escucha: no sé qué más decirte. En serio, creo que tienes un problema de fondo que solo tú puedes solucionar y mientras no lo hagas, ni esto ni nada funcionará.

—Delegas toda la responsabilidad en mí. —Frunzo los labios.

—No es eso. Pero es que yo no sé qué más puedo hacer. ¿Qué necesitas, dime? ¿Qué quieres que haga yo?

—Dejar de exigirme tanto. Y respetar mis tiempos y mi espacio.

—Vale. Yo necesito que cuentes conmigo y no me hagas sentir que estoy al margen de todo.

—Pero eso no es cierto.

—Es lo que proyectas.

—He estado a tu lado en todo, Dani. Te he apoyado en todo.

—Lo sé. Y así lo siento. Pero es que una relación no solo es apoyar al otro, también es apoyarse en el otro. ¿Entiendes? Es como si en esta relación solo estuviera yo. Yo me apoyo en ti. Yo te cuento mis cosas. Yo te insisto para que hagas las tuyas. Yo. Yo… Pero ¿y tú, Lena? ¿Cuándo te has apoyado en mí, cuándo me has contado tus cosas…? ¿No te das cuenta de que eso deja coja a la relación?

—Joder. —Me paso las manos por la cara—. Lo intentaré, ¿vale?

—No me sirve.

—Mierda, Dani.

—Es la verdad, joder. Me has dicho esto muchas veces y siempre volvemos a lo mismo porque el problema de raíz no se soluciona. Y ese problema es tu puta desgana a abrirte al mundo, a dejarte de regodear en la tristeza y volar.

—No es fácil hacer eso con tu madre, tu hermana, tu abuela muertas y un padre más ausente que ellas.

—Ya sé que no es fácil. Pero es el esfuerzo que tienes que hacer para salir adelante porque te juro que, por más que te entiendo y compadezco, ya no puedo con ello.

—Entonces, ¿qué hacemos? —digo con miedo.

—Quizá deberíamos darnos un tiempo. Pensar en lo que estamos haciendo y tratar de calmarnos. Yo, para aprender a tener más paciencia y a respetar mejor tu espacio; y tú, para solucionar tu hermetismo y todas las ausencias. No sé; respirar un poco. Por separado.

—Joder.

Sollozo y él también.

—Es que no sé qué hacer. ¿Qué hacemos, Lena?

—No lo sé. —Lloro—. Solo sé que quiero volver a lo que teníamos.

—Yo también lo quiero. Pero no sé cómo hacerlo si no es dejándolo un tiempo.

Sin decir más nos abrazamos muy fuerte y ambos lloramos sin vergüenza ni pudor.

—Me duele. —Lloro abrazándome fuerte a él.

—A mí también me duele, Lena. Pero creo que si seguimos así acabaremos odiándonos y eso sí que no lo soportaría —dice con un hilo de voz.

—No me puedo creer que esto esté pasando, que hayamos dejado que esto llegue aquí.

—No es culpa tuya. No es culpa de ninguno. Pero necesitamos parar y entender qué está ocurriendo porque si seguimos así terminaremos hasta los huevos el uno del otro. Y yo no quiero eso.

Daniel me abraza fuerte de nuevo, hasta que no tiene sentido alargarlo más y nos separamos, quedando unidos por las manos.

—Iremos hablando, Lena. Pensemos, respiremos y ya hablaremos.

Nos damos un beso tan sencillo que nos entran a los dos más ganas de llorar por lo bonito y a la vez desgarrador que es, pero nos contenemos, y Daniel poco a poco se separa de mí, alejándose hasta desunir nuestras manos y girándose para irse.

Y yo me quedo allí, con mis piernas tambaleándose, desmadejada, sin entender nada y soltando el dique de lágrimas que llevaban años agolpándose incapaces de salir como necesitaban, llorando por Daniel, por nosotros y por mi sentimiento de culpa.