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EMPEZAR A VIVIR
De: Martín Oliván Sánchez.
Para: Lena Oliván Laborda.
Fecha: 29 de marzo.
Asunto: Re:
Hola, hija:
No puedo llamarte porque justo entro a dar una conferencia. Acabo de leer el artículo que me has mandado y que imagino has escrito tú. Bueno, no lo imagino: lo sé; reconozco tu estilo y tu tono. Tengo que decirte que es un buen tema, pero le falta todavía unas vueltas, Lena. Creo que puede estar mejor si le das un repaso a la estructura, que es demasiado caótica. Está bien escribir desde las tripas, pero después hay que usar la cabeza. Dale una vuelta. O dos.
Te quiere,
Papá
—¿Qué te dice? —me pregunta Daniel acurrucado en mi estómago mientras leo el e-mail desde mi teléfono móvil tras despertarnos.
—Que le dé una vuelta a la estructura y que le falta algo —digo tragando saliva.
—Bueno. Él te da una opinión a lo profesor experimentado, Lena.
—Ya —resoplo—. Y es una suerte, claro. En el fondo sé que lo hace con cariño y que tiene razón, pero un caramelito alguna vez tampoco me vendría mal. Me hace sentir pequeña viendo solo fallos.
Me coge de la mano y entrelaza sus dedos con los míos. Después los suelta y me acaricia la cara.
—No quiero que las exigencias de tu padre te quiten las ganas. Escribir te llena, te ilusiona y te da vida, y lo hagas bien o mal para tu padre, no pararé hasta que te sangren los dedos de tanto darle a la tecla.
Sonrío y lo beso también. Sí, quiero hacerle caso. Al fin y al cabo el solo hecho de haber dado un paso más con él ya es una zancada para mí. Y es que supongo que lo tenemos todo a nuestro alcance para ser felices, pero somos nosotros mismos quienes, a veces, nos empeñamos en apartar la mano día tras día.
—Tengo que irme. —Hace un mohín—. Tengo que pasar por casa antes de ir al curro.
Miro el reloj. Aún puedo holgazanear un ratito más.
—Yo me quedo aquí cinco minutos. —Le guiño un ojo.
Daniel sonríe y me da un beso, levantándose. Yo me acomodo en la cama y apoyando mi cabeza en mi mano observo cómo se va vistiendo, poniéndose su ropa interior, sus pantalones a medio abrochar, su camiseta y su camisa de cuadros por encima, desabrochada. Un intríngulis me sube por el estómago al verlo inclinarse para coger algo del suelo. Me río alto sin querer y él me mira, negando divertido con la cabeza.
—Oye —me dice acercándose y agachándose para darme un beso con su rodilla apoyada en el colchón—, prométeme que cuando dejes de tocarte pensando en mí —pongo los ojos en blanco—, darás una vuelta a lo que hemos hablado sobre escribir.
—Sí, pesado. —Sonrío.
—Te odio, cabezona.
—Dame un beso, anda.
Y el beso que me da me deja temblando aun después de escuchar las puertas del ascensor cerrarse. Joder, Daniel. Vuelvo a mirar el reloj. Sí, me da tiempo.
Capítulo IX. La conversación que cambió mi vida
Una tarde de primeros de enero del año 1954 en la que la nieve nos dio tregua, salí para comprar en la tienda. Hacía un frío helador, aunque de eso estábamos más que acostumbrados, y las calles seguían nevadas hasta casi hacerlas intransitables, pero había que comprar algunas cosas así que no había más remedio que salir y hundir las piernas en la nieve. En la puerta del establecimiento aguardaban varias mujeres a que Paquita abriera. Las conocía a todas porque eran un grupo de cuatro o cinco y tres tenían mi edad. Las otras dos eran más mayores y parloteaban como cotorras sin descanso.
—¡Hombre, Elena! —gritó una—. Cuánto tiempo. Hacía tanto que no te veía que pensaba que estarías encinta y en cama.
Supe por el tono que ese comentario había sido malicioso e intencionado, pero no quise entrar en el juego.
—Hola, Antonia —respondí con una sonrisa—. Con las nevadas y el ajetreo de la Navidad no he podido salir mucho de casa, pero nada más.
—¿No estás esperando, entonces? —dijo otra.
—No, que yo sepa. —Reí.
—Vaya, Elena, pues ya lo siento —dijo Valentina, una de las de mi edad que parecía la más coherente.
—Hija, este año vais para cuatro años de casados, ¿no? Va siendo hora de atinar. —Rio Antonia jocosa, y las demás la siguieron.
La miré tan sorprendida como enmudecida. Tenía un nudo en la garganta y no sabía qué responder. Y cuando lo iba a hacer, me interrumpieron.
—Tú lo que tienes que hacer es subir las piernas después, Elena —dijo otra—. Es infalible.
—Mira a Anita: se casó cuando tú y ya espera el tercero.
—Algún heredero para el campo tendrás que darle a Andrés, si no qué desperdicio de tierra.
Tragué saliva. Me tragué mi propio nudo acumulado en la garganta. Me tragué mi pena. Me tragué lo que me dolían todas y cada una de sus palabras. Me tragué la rabia que me daba que se entrometieran así en la vida de una persona. Me lo tragué todo, bajé la cabeza y me encogí de hombros hasta que la tienda abrió y pude escapar de ahí.
Llegué a casa y exploté, eso sí. Me puse a llorar al pie del hogar con Zarza mirándome compungida, sin saber qué le acontecía a su dueña. Me lamía los pies y gemía al escucharme sollozar y al notar mis lágrimas corriendo por mis mejillas hasta el regazo. Tu abuelo llegó al cabo de un rato y me encontró llorando a moco tendido.
—¿Qué te ocurre? —me preguntó sentándose junto a mí y cogiéndome la mano.
Le conté lo que había pasado con las mujeres de la tienda y lo que me habían dicho. Le hablé de la rabia que había sentido y de lo callada que me quedé, sin saber qué decir ni qué contestar. Le dije que me habría encantado dar una respuesta que les callara la boca a todas y que me dejara bien digna, pero había sido incapaz y eso había aumentado mi enfado y el sentirme tan mal.
—Elena, cariño, no hay respuesta para mujeres así. Son una panda de cotorras que hagas lo que hagas, digas lo que digas, lo criticarán y te hundirán.
—Pero me habría gustado darles donde duele.
—¿Para qué? ¿Para que todavía te digan más? Elena, lo que busca esa gente es que entres al trapo y les contestes, para dar más que hablar. Si lo hubieras hecho, ahora estarían criticándote por ello y volveríamos a lo mismo. No entres en guerras que no merecen la pena ni te pongas a su misma altura. Recuérdalo: tú estás por encima, así que demuéstraselo.
—¿Cómo?
—Ignorándolas. Haciéndoles ver que para ti ni ellas ni sus comentarios son importantes. Que estás a otra cosa, a otro mundo.
—Eso no hará que dejen de hablar.
—¿Y qué más te da? Si no hablan de ti, hablarán de otra. ¿Te crees que no critican a Anita por coneja? Pues lo harán. Son malas, falsas y arpías. Y qué te importa a ti lo que esa gentuza piense.
—Supongo que tienes razón. Pero es duro, Andrés. Tú eres hombre y no tienes que escuchar día a día ese tipo de cosas. Lo odio. Odio este lugar, esta gente, lo odio.
—No digas eso. Este pueblo es tu hogar y nunca debes renegar de tus raíces. Tiene sus cosas malas, pero también tiene sus cosas buenas.
—En Barcelona seguro que la gente no habla así.
—En Barcelona cotillearán de la gente del barrio. ¿O crees que ser entrometido solo pasa en los sitios pequeños? Da igual que vivas en una ciudad grande o en un pueblo, siempre vas a encontrar a gente buena, a gente mala y a gente que se cree lo que no es.
—Bueno.
—Anda, vamos a cenar.
—Está bien.
Nos levantamos y nos pusimos a cenar y a la rutina nocturna.
Unos días después Andrés llegó del campo más tarde de lo habitual, como venía haciendo últimamente. Estaba muy raro desde el episodio de la tienda. Tardaba mucho en volver a casa del campo y lo veía ausentarse con frecuencia. Y eso me inquietaba porque no sabía si es que le habrían ido con cuentos o qué estaría pasando. Ya había anochecido y yo empezaba a estar preocupada porque no sabía nada de él. Esperé un rato más y decidí que si no volvía, iría yo a buscarlo. Pero cuando estaba poniéndome ya el abrigo, la puerta de casa se abrió y tu abuelo entró silbando como si nada.
—¿Por qué has tardado tanto otra vez? —pregunté extrañada y malhumorada.
Él me cogió de la cintura y me dio un beso.
—Porque estaba terminando de gestionar una cosa.
—¿Qué cosa?
—Una que te va a hacer mucha ilusión.
—¿Qué te ocurre? Llevas unos días…
—Quería darte una sorpresa. Mejor dicho, quería hacer una cosa, pero como sabía que me dirías que no, la he organizado ya y así no puedes poner pegas.
—¿Qué es?
—Haz una maleta para los dos. Mañana al amanecer salimos a París. Es mi regalo de Reyes. —Sonrió.
—¿¡Qué!? —dije sorprendida—. ¿Estás riéndote de mí?
—¡Claro que no! —Rio—. Tengo los billetes ya comprados. Iremos a casa de mi hermana, que se ha mudado ahí y está como loca por encontrarse contigo. Además, así conoces mi otra tierra y mi otro país.
—Pero, Andrés —suspiré—. Andrés, no podemos permitírnoslo.
—Sí que podemos. Tenemos el alojamiento gratis. Y los billetes…, bueno, nos ajustaremos el cinturón.
—¿Más? —Me enfadé.
—Más. —Sonrió él.
—¿Y qué pasa con los animales y el campo?
—He hablado con tu padre y tus hermanos. Se encargarán ellos el mes que estamos fuera.
—¿Con mi padre y hermanos? ¿Un mes fuera?
—Sí. Seré sincero: no les ha hecho ninguna gracia. Pero han aceptado y más cuando les he dado un pago anticipado por las molestias y prometido otro a la vuelta.
—¡Andrés, por Dios! ¿Te has vuelto loco?
—Quizá. —Sonrió—. Pero no soporto ver cómo este pueblo te come día a día y cómo el no tener hijos mella tu ánimo. Con las nieves hay poca faena, no pasa nada. Y quiero que veas la ciudad más maravillosa del mundo.
Me dio un beso y me miró expectante. Chasqueé la lengua. Me agarró de la cintura y me atrajo hacia sí. Y yo enrosqué mis brazos en su cuello.
—Estás como un cencerro.
—Por ti y por verte feliz.
—Esto sí dará que hablar a Antonia.
Nos echamos a reír y nos besamos con ganas. Y aunque la gente hablara, yo estaba más que orgullosa de que mi marido hiciera esas cosas para hacerme sonreír y para que viera mundo. El marido de Antonia seguro que no hacía eso. Me reí para mis adentros.
—¿De qué te ríes?
—De nada. Anda, voy a hacer esa maleta, loco más que loco.
Y así, entre risas, caricias y discusiones sobre qué llevar y qué no, dejé la maleta preparada. Por primera vez en mi vida cruzaría la frontera e iría a un país extranjero. A mis veintiséis años recién cumplidos iba a descubrir otra cultura, otro universo, otra forma de vida. A mis veintiséis años iba a ir a París en un viaje que, sin saberlo, lo cambiaría todo.
Sonrío en la ducha mientras pongo «Uptown Funky», de Mark Ronson & Bruno Mars, y pienso en lo que mi abuelo hizo por mi abuela y su felicidad. Ese tirar de su mano para que la desidia no se la comiera. Ese hacer que se ilusionase con otras cosas. Qué jodida eres, Yayi, pienso. Qué bien sabías lo que tus memorias harían conmigo. Porque a pesar de la mala sensación que sigo arrastrando por el e-mail de mi padre, no dejo de pensar en ese teclado que me llama a gritos, así que lo que él opine no debe seguir afectándome tanto. Él es un profesional y también es mi padre y por eso siempre buscará el fallo milimétrico así que debo poner una distancia emocional en eso. Sonrío. Sí, intentaré seguir escribiendo, aunque me dé miedo.