44
PARÍS, 1928
La primera semana de julio me trae muchos finales. En el momento de mi vida en el que siento que todo es caos, que nada encaja y que todo está desperdigado, empiezo a sentir un poco de calma. Porque el punto y final de mi novela, otro de los cabos sueltos de mi vida, es preciso, meditado, trabajado y costoso. Sí, costoso. Meses de esfuerzo, para ser exactos. Meses en los que mi vida ha sido un ir y venir de emociones que no siempre he sabido gestionar. Pero, al menos, un cabo ha quedado atado, anclado por el aprendizaje. Ahora sé que puedo hacerlo. Ahora he soltado amarras. Por primera vez en mi vida me he quitado lastres y he disfrutado de una de las cosas que más me ilusiona sin temer decepcionar a alguien, a pesar de las inmensas dudas y miedos que he tenido durante todo el proceso. Y lo he hecho yo sola. Sin mi padre, sin Daniel, sin mi abuela y sin Mara. Sola. Feliz.
Esas son las dos últimas palabras que escribo: «Sola. Feliz». Como yo ahora, que estoy con una sonrisa de oreja a oreja en la cara y lágrimas de emoción en los ojos. Como una madre que acaba de dar a luz a su retoño y siente tal cúmulo de emociones que no sabe cómo abordarlas, así que solo puede sollozarlas. Y, por primera vez en mi vida, necesito contarlo. Necesito gritarlo. Necesito que alguien lo oiga. Que él lo oiga.
Me enciendo un cigarrillo. Doy una larga calada. Le sigue un sorbo de café y una furtiva mirada hacia la noche que se entrevé por la ventana. Es tarde sí, pero sé que en el fondo él lo está esperando. Está esperando que yo me deje de palabras y comience a dar pasos. Y este es uno de ellos.
Acabo de terminar mi novela. He puesto FIN a mi libro, titulado París, 1928. Es un drama ambientado en ese París de los locos años veinte y va sobre un poeta bohemio cuya musa es una mujer, casada con un borracho putero, que tiene un amante y con la que además el poeta mantendrá una sórdida relación que lo llevará al abismo del hastío, la soledad, el asesinato e incluso la muerte. Meses de trabajo han concluido hace cinco minutos. Y yo… he necesitado contártelo. Una necesidad que me quemaba el pecho.
Enviar.
Calada.
Sonrío. Sé que él lo está haciendo. Aunque no responda. Sé que él está feliz porque voy cerrando ciclos.
Pero también lo necesito a él. A mi padre. Como esos perritos faltos de cariño que se arriman todo lo que pueden a la fuente que no les da lo que necesitan. Y no, no quiero su beneplácito o que me riegue los oídos; solo deseo su complicidad. Que me comprenda cuando siento que todos los poros de mi piel están abiertos al desasosiego de las tres letras más agridulces para un autor: Fin. Así que como esta noche estoy en casa de mi padre porque he venido a cenar con él y se me ha hecho tarde para volver a la mía, me encamino al estudio donde trabaja sin descanso otra vez. Llamo con los nudillos a la puerta y la abro despacito. Lo encuentro tecleando como un loco y parando cuando me escucha susurrar un «papá» desde la puerta.
—Lena, ¿va todo bien?
Sonrío.
—Sí. Solo quería decirte, necesitaba contarte, que acabo de terminar mi novela.
—¡Lena! ¡Enhorabuena! ¡Pasa, por Dios!
Se levanta de su silla y me da un abrazo fuerte y cálido que me pilla por sorpresa. Yo me agarro a él y los dos sonreímos.
—Esto hay que celebrarlo, espera.
Mi padre se encamina a un armario y, tras abrirlo, saca una botella de vino. La abre y mientras deja respirar al vino, me pregunta por los detalles. Quiere saber si estoy contenta, que le cuente cómo me siento y además me dice que entiende perfectamente mis emociones en este momento.
—Déjame leerlo, quiero ayudarte a mejorarlo.
Niego con la cabeza.
—Cuando lo haya repasado y revisado, papá. Eres muy exigente y sé que eso es bueno, pero también me hace sentir insegura —le digo, valiente.
Mi padre alza sus dos cejas, sorprendido.
—¿Insegura?
—Sí. —Alzo la cabeza y lo miro con firmeza—. Es un halago que me des consejos y los sigo al pie de la letra, pero hacen que me tambalee un poco y que sienta que no valgo para darle vida a lo que más me gusta hacer.
—Te exijo porque sé que puedes hacerlo, Lena. Si no creyera en ti, si no viera que tienes talento y que vales para escribir, no me molestaría en corregirte.
—Eres muy duro. —Sonrío intentando camuflar todo lo que me producen sus críticas. Él inspira.
—Sé que a veces me he pasado —dice. Y yo sé que se refiere al episodio de las tijeras—. Y que no he sido justo. Tienes un talento increíble, Lena. Bien encauzado podría llevarte lejos, pero no quería ponértelo fácil para que no sintieras que ser «hija de» te quitaba mérito.
Brindamos con uno de los mejores vinos del país, que mi padre guarda para ocasiones especiales, por mi novela, la realización de mis ilusiones y mi necesidad de compartirlas para asentarlas y disfrutarlas.
Media botella después, paramos de reírnos de absurdeces y decido irme a la cama. Mañana me toca madrugar y ya es muy tarde. Mi padre se queda trabajando un ratito más y nos despedimos felices y con la sensación de estar más unidos. Y como no quiero que esta comunión termine y necesito seguir compartiendo con lo que más quiero el fin de mi novela, decido contárselo a mi abuela en voz alta antes de ponerme a leer.
Capítulo XIX. Lo que la estación deja atrás
El viaje de vuelta a Canfranc a principios de febrero fue triste y silencioso. Ninguno de los tres articulamos palabra alguna durante las largas horas de trayecto. Isabel, porque sabía que iba a pasar sus últimos meses de vida. Andrés, porque iba a perder a su hermana y se sentía culpable por no haber podido evitar su declive. Yo, porque no quería que algo así pasara y porque… no quería volver. París me había traído tantas cosas buenas y malas que algo de mí se quedó allí. Me había traído la libertad, la cultura, la ilusión y la reafirmación de mí misma, pero también la enfermedad, el engaño, la complejidad del ser humano y la podredumbre. París fue muchas cosas y todas me las llevé de vuelta conmigo, pero ¿cómo sería la vida en Canfranc ahora? ¿Cómo sería volver a llevar el pelo recogido, a fumar a escondidas, a ponerme vestidos cerrados, a no hablar de política, a no poder respirar? ¿Cómo llevaría los rumores de nuestra vuelta con Isabel y de mi no descendencia? Sonreí. Porque eso era precisamente lo que había aprendido: a estar un paso por delante de todas las cosas superfluas de este mundo.
Llegamos al mediodía a la estación. La estuve observando largo rato mientras esperábamos a firmar los papeleos necesarios. Jamás veré una maravilla igual, salvo las parisinas. Jamás habrá en este país un monumento similar a la Estación Internacional de Canfranc. En aquella época separaba a España y Francia. La modernidad y la libertad a un solo paso del cautiverio y la dictadura. Ambos países hermanados por un mismo edificio grande, magnánimo, largo y soberbio. Un edificio que fue el ejemplo del modernismo de principios del siglo XX, de enorme opulencia y gran actividad comercial en su época, con un encanto especial y una magia que se palpa incluso hoy, con la estación ya cerrada. De ahí salí por primera vez al extranjero. Y allí regresé cuando todo se vino abajo. Ahí llegó tu abuelo cuando necesitó volver a sus raíces. Y allí permanecerá nuestra alma. Entre las dos tierras. Siempre.
Cuando arreglamos todos los papeles, salimos de la estación camino a nuestro hogar. Recorrer las calles de Canfranc fue una mezcla muy extraña para mí. Era como volver a reconocer un lugar que parecía como si llevara años sin pisar. Toda una vida, pensé. Porque ahora que regresaba tras enfrentarme a tantas cosas, sentía que ni yo era la misma persona que se fue, ni sería jamás la que querrían que fuera. Dirás que una nueva Elena emergió tras ese mes en París, pero no es cierto. Era la de siempre, solo que ya no tenía miedo de ser quien era. Y con esta nueva valentía para encarar todo lo que estaba por venir, abrí la puerta de mi casa y dejé a la Elena retraída y a París atrás.
Suspiro con una sensación de paz. Es como si todo estuviera encajando. Como si mi abuela me estuviera hablando y me dijera que hay que cerrar puertas para abrir otras, aunque lo que haya dentro de ambas sea doloroso. Todo lo que venga en la vida se puede afrontar. No vamos a descubrir nada nuevo.
Me fumo un cigarro tumbada en la cama, mirando al techo, saboreando la satisfacción que me da estar en calma tras haber terminado mi novela y tras la vuelta de París de mi abuela. París. Canfranc. Me gustaría volver. Cuando era niña, íbamos a menudo, pero la enfermedad de mi hermana y la mala relación entre mi padre y mi tía Amparo hicieron que dejáramos de visitar el pueblo. Volveré, sí. Cuando esté preparada para decir adiós. Cuando todo termine. Volveré y la lloraré como se merece. Sonrío. Un pitido me sobresalta.
Llevo un buen rato mirando al techo, fumándome un cigarro y sonriendo. Apuesto a que tú estás igual, como en la canción El roce de tu cuerpo, de Platero y tú. Y sí, esta noche también «creo que muero si no siento el roce de tu cuerpo junto a mí», pero a pesar de todo, estoy… feliz. Es contradictorio, pero lo estoy. Porque has terminado la novela y porque has necesitado contármelo. Es un paso. Uno de los pasos que para nosotros supone París, 1928. Enhorabuena, Lena.
La sonrisa que me sale no me cabe en el pecho.