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SALIENDO DE LA CAMA…

Mi padre se ha marchado antes de que me levantara. Tenía pensado desayunar con él para charlar un poco, pero parece que me he dormido. Miro el reloj: son las ocho y media. Ñeh.

Me doy una ducha rápida, dejo que mi pelo se seque al aire y desayuno mientras echo un vistazo al último capítulo que tengo escrito. Estoy llevando buen ritmo a pesar de los trompicones y calculo que me queda un poco más de la mitad de lo que quiero hacer. No está nada mal. No sé en qué quedará, pero desde luego me calma, me alivia y me devuelve las fuerzas. Supongo que adentrarte en otras vidas hace que te olvides un poco de la tuya y que cuando la retomas lo haces con mejor perspectiva. Así que, puestos a adentrarme en otras vidas, de hoy no pasa que lea de nuevo las memorias de Yayi. Y, de hecho, nada más sentarme en el vagón de metro para ir al trabajo, saco el libro de mi abuela y lo abro con emoción.

Capítulo XIV. Las sorpresas de la noche parisina

 

Cuando llegamos a casa tras nuestra visita a Notre Dame y otra vuelta por las calles alrededor de nuestro hospedaje, yo estaba menos dolorida de lo que me desperté por la mañana. Supongo que hacer ejercicio cuando tienes agujetas es, como siempre dicen, lo que las cura, así que me sentía ligera. Estaba a punto de comenzar a hacer la cena —Isabel me había dicho que en Francia se cenaba antes que en España— cuando ella y Marcel entraron por la puerta riéndose a carcajada limpia.

—¿Qué haces? —me preguntó Isabel viendo el cuchillo que llevaba en la mano dispuesta a pelar patatas—. ¿Vas a matar ya a mi hermano? —Rio—. Desde luego, yo te ayudo, es un cascarrabias petulante, ¿se dice así? ¡Petulante! —Se rio más fuerte y Marcel con ella.

Se tambalearon mientras entraban a la habitación e Isabel se reía tontamente por cada palabra que cualquiera pronunciaba. Fruncí el ceño. Parecía que ambos iban bebidos, sobre todo Isabel, y eso que venían de trabajar. Andrés también la miró con desaprobación, pero omitimos hacer juicios de valor.

—¡Deja eso! —Rio Isabel quitándome el cuchillo de las manos.

—Iba a hacer la cena —respondí.

—¡Ah, no! ¿No os lo había dicho? ¡Hoy vamos a salir!

—¿A salir? —pregunté extrañada.

—Sí, a una fiesta.

—Bueno, pero nosotros no vamos a esa fiesta y tenemos que cenar —dije yo con una sonrisa.

—¡Claro que venís! ¡Vamos todos!

—Isabel… —comenzó a decir tu abuelo.

—Venga, sí —rogó como una niña pequeña—. ¡Es en uno de los sitios de moda! Es el cumpleaños de un amigo nuestro y vamos a celebrarlo. Solo serán unas rondas y nada más —dijo haciendo el gesto del dinero con sus dedos y cara de resignación—, pero lo pasaremos bien, bailaremos, reiremos y beberemos un poco.

—Pero mañana trabajáis —dije yo.

—Bueno, ¿y qué? Tendremos resaca pero se pasa. —Se encogió de hombros—. Anda —dijo melosa—, no seáis tontos; vamos, estamos un ratito y volvemos. No tenéis nada mejor que hacer y así conocéis la noche parisina. Qué más os da.

Yo miré a tu abuelo y él me miró a mí. Nos encogimos de hombros los dos, y él me hizo unas señas para que decidiera yo. Y aunque estaba cansada y no conocía a nadie, algo dentro de mí me dijo que tampoco perdíamos nada.

—Bueno, un ratito, si te hace ilusión…

—¡¡Claro que sí!! —Aplaudió Isabel—. ¡Me hace mucha ilusión! Venga, vamos a vestirnos.

—¿A vestirnos?

—¡No querrás ir desnuda! —Rio y yo me sonrojé.

—Pensaba ir así. —Miré de arriba abajo mi vestido, con el que llevaba todo el día.

—¿Así? —dijo casi histérica—. ¡No puedes ir así, pareces una monja! Anda, ven, yo te dejaré un vestido.

—Pero…

—Nada de peros. —Me agarró de la mano, tirando de ella, y nos encaminamos a su dormitorio.

Isabel me trató como si fuera una muñeca. Se volvió literalmente loca conmigo. Me vistió en su habitación, me sentó después en su cama, me maquilló y me peinó. No me dejó mirarme en ningún espejo mientras lo hacía, así que solo podía cruzar los dedos para no parecer una descarada. Aunque tratándose de Isabel, no podía tenerlas todas conmigo. Mientras el pelo cogía forma con los rulos, ella se arregló ante mi atenta mirada. Y cuando estuvo lista, hasta a mí me dejó impresionada con la belleza y la elegancia que tenía a pesar de todo. Se puso un vestido rojo como no había visto en la vida, de tirantes y escote cruzado en V. Por su escote se insinuaban sus pechos y la cintura era tan ceñida que tuvo que ponerse un corsé para hacerla de avispa. El faldón caía ancho en forma de campana hasta la rodilla, un típico vestido de los años cincuenta que imitaba el tafetán sin serlo. Para adornarlo, se puso un collar plateado bastante grande y pendientes a juego. Se pintó los labios de un rojo que jamás había visto, se dejó su cabello ondulado y se subió a unos zapatos de tacón negros tan altos que casi superaba a Marcel. Me quedé con la boca abierta incapaz de decir nada porque por mucho que llamara la atención, por mucho que en Canfranc se la hubiera criticado, estaba tan despampanante, exuberante y preciosa que no podía más que admirarla.

—Estás guapísima, Isabel.

—Lo sé. —Me guiñó un ojo—. Levántate, ya hemos terminado contigo.

Me quitó los rulos y me mesó el pelo, cogiéndomelo después en un recogido que, según me dijo, estaba de moda en París. Me dejó unos zapatos negros de mi número, que era el mismo que el suyo, con un tacón tan alto como los de ella y entonces yo negué con la cabeza.

—Yo no sé andar con esto, lo siento —dije avergonzada.

—Claro que sí. Todas las mujeres sabemos. Solo tienes que ir muy recta, poner un pie delante del otro y apoyar siempre con el talón primero. —Sonrió.

Dentro de aquellos zapatos me encontraba alta, desgarbada y sin forma. Yo no era delgada como Isabel, tenía más bien una figura recia, pero aun así cuando me dejó mirarme en un espejo, casi me desmayé porque no me reconocí. Parecía una actriz de Hollywood. Parecía Elisabeth Taylor.

Isabel me había dejado un vestido que jamás se había puesto porque le quedaba grande. Era de una tela similar a la suya pero negro, de tirantes, con el escote cuadrado y una pequeña abertura en el centro, que hacía que mis pechos se insinuaran. Sobre el faldón, un bordado en forma de rosa desde la cintura hasta el dobladillo, dándole color. Llevaba pendientes plateados y mis zapatos llevaban abierta la punta, pero, según me dijo Isabel, con las medias que llevaba no pasaría frío. Las medias que llevaba… estaban sujetas a mis piernas y mis caderas por un liguero. Jamás había llevado algo así y me sentía incómoda por todas partes, pero también me sentía… bonita. Y mujer.

Cuando salimos de la habitación y Andrés me vio, se le cayó el cinturón que llevaba en la mano y que estaba a punto de ponerse en su traje de novio.

—Hola —le dije sonriendo y un poco ruborizada.

—Hola. —Sonrió—. Estás… Creo que no he visto nunca nada tan bonito como tú.

Sonreímos los dos y me tendió su brazo.

—Espero que me sigas viendo bonita cuando vuelva a mi ropa cotidiana. —Me encogí de hombros.

Andrés me cogió de la barbilla y me obligó a mirarlo.

—Eres lo más bonito que hay en el mundo, Elena. Da igual con qué ropa vayas o que no la lleves, tú tienes la belleza implícita.

Di gracias a Dios por disfrutar de un marido como Andrés y una cuñada como Isabel que nos llevaba a fiestas parisinas llenas de vestidos de falso tafetán.

Llegamos al local de moda que nos había dicho Isabel treinta minutos después. Solo entrar, y ya me maravillé como una tonta porque nunca había visto nada igual. No era muy grande, pero era un sitio con mucho encanto, de los que hoy llamaríais vintage, aunque en aquel momento era lo más moderno de París. Las sillas eran de mimbre con un toque modernista, las lámparas eran de araña y las mesas se adornaban con velitas y flores. Los camareros servían ataviados con pajaritas y las cigarreras con preciosos vestidos de seda. Nunca había visto algo así. Una espesa capa de humo de cigarrillos y puros sobrevolaba las cabezas de distintas personas que bebían y reían ajenas a nuestra presencia. Los hombres iban con traje, las mujeres con vestidos, pero no se notaba un ambiente glamuroso. Al contrario, se veía que era gente que apenas tenía qué comer, pero aparentaba tenerlo para pasar un rato de ocio y olvidarse de la miseria. Los vestidos de ellas eran de telas malas e imitaciones, algunos incluso con agujeros o rotos. Los trajes de ellos estaban ajados, descoloridos o con piezas desparejadas. No, no era el París de los felices años veinte. Ni el París de las actrices glamurosas. Era el París real, el París destrozado tras la Segunda Guerra Mundial que, nueve años después, todavía luchaba por recomponer su identidad y su economía.

Aun así yo nunca había visto nada igual en mi vida; no podía parar de estar con la boca abierta. Andrés me besaba la cara en público y eso me hacía sonreír y sonrojarme porque todavía no me acostumbraba a las muestras de afecto más allá de la intimidad. Pero ¡era París! Así que…

Nos sentamos en una mesa en la que había un grupo de unas diez personas, aunque solo cuatro se conocían entre ellas. El resto éramos allegados de los amigos del cumpleañero, que iba ya tan borracho que ni podía ponerse en pie. Como yo apenas hablaba francés y no entendía casi nada, estuve un poco más apartada, aunque tu abuelo trataba de traducirme y no se despegó de mi lado. Isabel, en cambio, estaba eufórica y desatada hablando con todos y riendo escandalosa. Me hacía reír a mí también. El camarero se acercó y antes de que pudiera pedir un vasito de vino, el del cumpleaños pidió botellas de champán y whisky, sin opción a más. Bueno, por un sorbito de champán francés tampoco pasaría nada.

Poco a poco fui viendo todo borroso. Mi cabeza daba vueltas y tenía un calor sofocante que hizo que me quitara el abrigo. Dejé mi vestido a plena vista y muchos ojos no paraban de mirar con disimulo mi escote y mis voluptuosos pechos. Y lejos de sentirme incómoda, le quité toda la importancia del mundo cuando Andrés me susurró un: «Me siento orgulloso de estar casado con la más guapa» que me hizo reír y querer beber más champán. Y es que, como no me enteraba de la conversación y estaba algo nerviosa, bebí para relajarme un poco y sin pretenderlo…, me emborraché. ¡Ay, Lena, flor, qué mal ejemplo! Pero lo cierto es que por primera vez en mi vida me sentí eufórica, contenta, con muchas ganas de reír y de bailar. De hecho, viéndome tan alegre, Andrés me sacó a la pista y danzamos como cuando en Canfranc había verbena para las fiestas patronales y nosotros éramos unos asiduos bailarines. Nos encantaba. Me acordé de nuestra casa y de las veces que bailábamos en la cocina con la radio puesta. Me acordé de las risas, de las vueltas y los besos entre medias. Me sentí feliz ante la risa incontenible de mi marido que estaba disfrutando tanto o más que yo por verme desinhibida y contenta. Lo abracé por el cuello y le di un beso en los labios motu proprio, en medio de la pista de baile llena de gente.

—¿Lo pasas bien, eh? —me dijo socarrón.

—Nunca lo había pasado mejor —balbuceé.

—Eso me gusta. Me gusta verte reír.

Sonreímos y un torrente de energía nos separó para cogerme y darme vueltas y más vueltas. Era Isabel, que quería bailar conmigo una canción de swing alegre, movida y rápida. Las dos bailamos muertas de risa, ajenas a las miradas de los demás. Andrés se encendió un puro junto a uno de nuestros compañeros de mesa. La gente estaba cada vez más borracha y supe después que algunos consumieron algo más que alcohol, aunque por aquel entonces yo apenas había oído hablar de las drogas. Yo tenía bastante con mi achispamiento y con mirar a Andrés y sus ojillos brillantes de verme disfrutar. Sí, lo estaba haciendo. Como nunca. Por primera vez en mi vida me sentía pletórica y no entendía por qué había estado tan triste por no tener hijos si estaba viva y eso me permitía todas las oportunidades de este mundo.

Isabel sacó su pitillera plateada y me ofreció un cigarrillo con sonrisa pícara. Yo me encogí de hombros y como iba bebida y estaba en París, dije que sí. Andrés se aguantaba la risa y él mismo nos dio fuego a las dos, aunque yo tosí como una descosida con la primera calada. Mi marido y mi cuñada se reían sin parar, y yo me uní a ellos porque me sentía una adolescente que intentaba transgredir las normas. Eso sí, pasadas las primeras caladas, le cogí el tranquillo y acabé fumándome mi primer cigarrillo. Y después el segundo. Y el tercero. Y así fumar de vez en cuando se convirtió en un vicio placentero que jamás me ha abandonado, aunque solo lo supiera tu abuelo y yo te riñera cada vez que te encendías uno.

Tras el baile volvimos a la mesa, cansados de tanto ejercicio. Tenía la frente llena de sudor, y el ambiente se cargaba con olores corporales que mezclados con el champán me empezaron a dar arcadas. La cabeza me daba vueltas. Y esos olores me recordaron al cuchitril donde dormía, sus cucarachas, su váter lleno de suciedad, y las arcadas dieron paso a las náuseas.

—Andrés —dije—, me encuentro muy mal.

—Vámonos.

Me cogió de la cintura y me ayudó a caminar para salir fuera. Isabel nos siguió preocupada.

—¿Qué ocurre? ¿Nos vamos?

—Elena se encuentra mal. Nos vamos a casa.

—Oh. Lo siento.

—No pasa nada. ¿Vienes con nosotros?

—Pues… —Isabel miró alrededor.

—¿Dónde está Marcel? —preguntó Andrés.

Isabel bajó la cabeza en un gesto que no me pasó desapercibido.

—No lo sé.

Andrés la miró frunciendo mucho el ceño y negando con la cabeza. Yo me encontraba tan mal que no me paré a pensar qué estaba pasando.

—Vámonos, Isabel —le dijo—. Descansaremos en casa.

Ella asintió y, recogiendo su abrigo, se vino con nosotros.

Nada más pisar la calle, me encontré mejor. Lejos de los olores nauseabundos y de los cantos y gritos de la gente, mis sentidos volvieron a su sitio y parecía que mi estómago también. Caminar un poco me sentó bien, pero Andrés propuso coger un taxi.

—Mejor andamos —dijo Isabel—. Así nos despejamos y no gastamos dinero.

—No. Hace mucho frío y estamos lejos.

—Se nos hará corto, ya veréis. A Elena le sentará bien el paseo.

Andrés quiso refutar de nuevo, pero yo le di un toquecito en el brazo con disimulo para que se callara y aceptara. Empezaba a comprender por qué Isabel quería retrasar la vuelta a casa y rezaba para que no fuera lo que estaba pensando.

Cuarenta y cinco minutos después llegábamos a nuestra calle muertos de frío, cansancio y hambre. Entre unas cosas y otras no habíamos cenado así que yo me encontraba desfallecida. Todavía me duraba el achispamiento, pero con el paseo de vuelta a casa se me había bajado bastante y ya solo estaba cansada. Eso sí, lo había pasado tan bien que me daba igual encontrarme mal. Me había soltado, me había emborrachado, había fumado y bailado entre besos. Me sentía tan liberada y tan feliz que deseé no irme de París jamás o, al menos, que la noche no terminara a nunca.

Pero lo hizo. Terminó. Y lo hizo con un jarro de agua helada cuando, al llegar al portal, vimos en la puerta a un hombre que se comía a besos a dos prostitutas mientras las toqueteaba sin parar. Yo me quedé atónita y sin poder creer lo que veía; Isabel contuvo un sollozo, bajó la cabeza y abrió la puerta con su llave, haciendo como si no estuvieran allí; y Andrés no se contuvo y pegó un puñetazo al hombre que metía las manos bajo los vestidos de sus acompañantes. Era Marcel. Isabel, mientras tanto, había subido ya a casa.

¡Joder, Marcel! ¡Qué valiente hijo de puta! Y, joder, mi tía abuela, que hizo la callada por respuesta. ¿Lo sabría de antes? Qué intriga. Sonrío. Jodida Yayi, cómo me tienes en vilo y sin saber si Isabel se había resignado a su vida o no. Y eso me hace pensar. Pensar en mí y en la vida que llevo con ausencia total de emoción plena, de ilusión por las cosas, de motivación y de amor. Quizá como Isabel. Tendré que seguir leyendo para saber, pero a veces te metes en una rueda sin darte cuenta y después ya no sabes cómo salir. Pero yo quiero salir. Quiero vivir mi vida. Quiero ilusionarme y quiero disfrutar de las cosas. Quiero dejar de sentirme tan sola y de pensar que es el tiempo quien me hará olvidar todas mis emociones. Y para eso tengo que quitarme lastres, como dice Daniel. Y el primer lastre que he de quitarme es mi casa y todas las cosas malas que me hace sentir, aunque me pese. Sonrío. Y me bajo en la siguiente parada para coger otro tren.