8
DOS CUERPOS
«Y justo cuando vas a decirle / que no tienes amor para darle, / te coge y mece en sus brazos, / dejando que sea el río que conteste / que siempre has sido su amante. / Y quieres viajar con ella, / quieres viajar a ciegas, / y sabes que confiará en ti / porque has tocado su cuerpo perfecto con tu mente».
—¿Estás intentando decirme algo? —respondo con una sonrisa mientras le acaricio el pelo en un gesto involuntario.
Daniel alza la vista de su libro y me muestra su sonrisa canalla que esconde todo lo que sus ojos gritan. Está tumbado sobre el césped en un rincón de El Retiro al que solemos ir a sentarnos y a dejar pasar el tiempo, con su cabeza en mi regazo, mientras lee una antología de poemas y letras de canciones de Leonard Cohen. Yo estoy sentada con las piernas estiradas y cruzadas en los tobillos, apoyada en un árbol que da sombra hacia el otro lado, por lo que el sol casi primaveral acaricia mi cara y mis piernas, leyendo el siguiente capítulo de las memorias de mi abuela.
—Es la letra de «Suzanne». Me gusta decir en voz alta la letra de las canciones que lo merecen; ponen palabras a los silencios de quien las escucha.
—A mí me gusta que lo hagas y me encanta esa canción.
Sonríe y vuelve a su lectura, pero al segundo la interrumpe.
—¿Qué tal el capítulo de hoy? —me pregunta.
—Interesante —digo con una sonrisilla.
—¿Ah, sí?
—Es picantón. —Le saco la lengua—. ¿Quieres que te lo lea?
—¿Me van a entrar ganas de un asalto a mano armada? —me dice con voz socarrona y haciéndome cosquillas en la cadera.
—Eres tonto. —Me río.
—Será un honor. Adelante. —Deja su libro en el césped y se acomoda un poco—. Te escucho.
—Bien. Allá vamos.
Capítulo III. La noche de bodas
La boda se celebró pocas semanas después de la petición oficial, en la primavera de 1950. Entonces no había que hacer grandes preparativos y se gestionaban pronto: tan solo tenía que comprarme un traje de chaqueta negro, como nos casábamos entonces, y preparar un convite para la familia cercana y los vecinos. El banquete consistió en una comida en casa de mis padres, pues mi madre insistió en no hacerla en nuestra futura casa para que así no trabajara de más el primer día de casada. Los días anteriores fueron un poco más ajetreados que de costumbre para las mujeres allegadas, pues fuimos nosotras quienes nos encargamos de realizar todo lo relacionado con la comida. Yo estaba nerviosa. No por el día de la boda en sí, sino por lo que implicaba casarse. En realidad, aunque los cortejos duraran años, llegabas al matrimonio sin apenas conocer a la persona, puesto que no había habido ni un mínimo de intimidad entre nosotros. Había escuchado muchas historias de hombres educados y honrados que, tras casarse, se tornaban groseros y despiadados con sus mujeres y eso me asustaba. Además había una cosa más inmediata que me daba miedo por el desconocimiento: la noche de bodas.
Ya imagino la cara que estarás poniendo, Lena, pero creo que debes saber cómo eran las cosas entonces y cómo rompí algunas barreras. Porque entonces el sexo era un tema absolutamente tabú. De hecho, ni siquiera sabíamos a ciencia cierta cómo se producía el milagro de la vida. Solo lo intuíamos por lo que veíamos en los animales: lo que tenía que entrar y dónde. Las mujeres de generaciones anteriores dormían con un camisón que tenía un agujero bordado en el centro, así que el sexo no solo era tabú fuera del dormitorio: en algunos casos también lo era dentro, por lo que yo no sabía bien qué podía esperar. Sin embargo, alguna de las amigas del pueblo recién casadas se solían apiadar de las novias y nos contaban en secreto algunas cosas de esa noche, para que supiéramos qué ocurría. Así que tras la boda, el convite, el intercambio de regalos y la fiesta, tu abuelo y yo nos fuimos a nuestra casa. La única información con la que contaba para enfrentarme a la pérdida de mi virginidad era que tenía que estar relajada. Me habían relatado que al principio me dolería bastante y que seguro que sangraría, pero que me dejara llevar por él y que todo pasaría pronto. Eso era lo que esperábamos de esa noche: que pasara pronto. Sin embargo, tu abuelo era un hombre de mundo que, por suerte o por desgracia, no era inexperto en las artes amatorias por lo que, esa misma noche, me enseñó que el tabú y el pudor no hacen sino cortar las alas al placer, al amor y a la unión de dos almas.
Cuando llegamos a la habitación, yo estaba muerta de nervios y de miedo. Andrés me miraba sin decir ni una palabra, permitiendo que me habituara a la situación y respetando mi inexperiencia. Su gesto era serio, pero su mirada era tranquilizadora y como imaginaba mi estado, tuvo a bien dejarme intimidad.
—Voy a la cocina un momento —dijo.
Yo asentí y comencé a prepararme. Me desnudé y me puse un camisón que mi madre había bordado para mi ajuar. Era blanco, hasta los pies, holgado, de cuello cerrado y manga larga. Tenía bordados en el pecho, en los hombros y en las muñecas. Era un camisón bonito. Me senté en la cama y esperé un rato, pero Andrés no volvía. Inspiré hondo y me deshice el moño que siempre llevaba. En mi época las mujeres iban con el pelo más bien corto, pero quizá como un acto de rebeldía yo siempre me lo dejé largo. Eso sí, recogido en un moño en la nuca porque el pelo suelto no estaba bien visto. Pero, ya en mi casa, aunque no sentía todavía que fuese mi hogar, me lo solté y me lo peiné despacio. Mi melena cayó ondeando sobre mi pecho y alisé un poco los rizos que quedaban del recogido. Me retiré los mechones de la cara con una horquilla en la coronilla y volví a sentarme a esperar. Por fin, la puerta del dormitorio se abrió y tu abuelo apareció allí, alto, corpulento, con la mirada fija en mi camisón y mis mejillas encendidas, observando cómo mi pecho subía y bajaba por mi respiración acelerada.
Se acercó despacio hacia mí y se sentó a mi lado ante mi atenta mirada. Mis manos se posaban sobre mi regazo, en una quietud forzada. Bajé la mirada esperando que fuera él quien me indicara qué quería que hiciera. Noté sus dedos en mi barbilla, alzándomela hasta que nuestros ojos se encontraron. Nos quedamos mirándonos unos segundos, mis nervios y su templanza, hasta que él me sonrió y yo le sonreí a él. Con sus yemas me acarició la sien, las mejillas, los labios. Mi respiración era casi inaudible cuando sentí sus dedos en mi boca, que se abrió ligeramente, y después bajaron por mi cuello hasta el bordado del camisón. Notaba muchas cosas en mi cuerpo. Cosas que jamás había experimentado y de las que nadie me había hablado. Tenía calor, un cosquilleo me recorría la espalda y en el vientre se me arremolinó una sensación que supuse que era placer, aunque no estaba segura.
—Ahora, voy a besarte los labios —me avisó, quizá para que me tranquilizara un poco.
Yo asentí nerviosa y él se acercó a mi boca. Primero me dio un beso en la mejilla, un beso tierno y lento, como nunca me lo había dado. Después, me dio pequeños besos desde el moflete hasta la comisura. Su bigote me hacía cosquillas y sonreí un poco. Él me sonrió también y acto seguido sus labios besaron los míos. Nos mantuvimos así, sin hacer ningún movimiento, durante unos segundos, labio con labio, estáticos. Yo pensé que así serían todos los besos que nos daríamos: castos, fríos y sin vida, pero de nuevo estaba muy equivocada.
Cuando me relajé un poco, él posó su mano en mi cintura, haciendo que yo diera un respingo asustada. Lejos de soltarme, me agarró más fuerte, atrayéndome hacia él. Tragué saliva ante su atenta mirada y su otra mano se posó en mi nuca, acercando de nuevo mis labios a los suyos.
—Abre un poco la boca.
Lo hice y los labios de Andrés saborearon los míos. Primero el superior, después el inferior. Tuve nuevas sensaciones, más intensas, más candentes; tanto que me hicieron suspirar, momento que él aprovechó para introducir su lengua en mi boca. ¿Qué estaba haciendo? Fruncí el ceño porque no entendía nada. Por un lado me daba mucho asco, pero por otro no quería que parara. Me tenía agarrada por la cintura y la nuca. Mis manos seguían rígidas en mi regazo y abrí mis ojos estupefactos al sentir su lengua dando vueltas sobre la mía. Pero si al principio sentí repulsa, después algo en mi vientre se arremolinó ajeno a mi control y, como poseída por esa sensación desconocida, comencé a mover mi lengua al compás de la suya, sin saber qué estaba haciendo. Andrés no se sorprendió. Creo que sabía que yo reaccionaría así por lo que solo me apretó más fuerte hasta que nuestros pechos se rozaron. Cerré de nuevo los ojos y me rendí a ese beso húmedo, extraño y desconcertante. Y supe que haría todo lo que ese hombre me pidiera.
Cuando terminó el beso, me miró expectante, como analizando mi expresión. No sé qué me pasó en ese momento, pero no pude más que sonreír dejando escapar un suspiro y me toqué los labios con la lengua, repasando el beso que acababan de recibir. Él me sonrió también y entonces yo descrucé mis hieráticas manos y llevé una a su pelo, en un gesto inconsciente. Pasé mis dedos por sus mechones y él cerró los ojos, inspirando fuerte. Cuando cogí confianza, mi otra mano fue hacia su cara y se la acaricié. Una, otra, una, otra, mis manos recorrían temblorosas el rostro de mi marido, como reconociéndolo a tientas. Cuando abrió los ojos, nos miramos de nuevo y sin saber por qué, humedecí mis labios. Él no esperó mucho más y volvimos a fundirnos en un beso largo, lento, lengua a lengua y labio a labio, llevándome muy lejos de ese pueblo.
Paramos de repente. Oímos ruidos abajo. Los chicos del pueblo y de la boda venían a armar jaleo con cazuelas e instrumentos a nuestra ventana, como era costumbre, para molestar a los recién casados. Andrés y yo nos miramos y nos echamos a reír, aún abrazados y con las mejillas pegadas. Lo cierto es que eso alivió mucho mis nervios porque de alguna forma vi que él no iba a hacer nada malo conmigo. Me sentía protegida a su lado y a la vez libre. Eran sensaciones muy raras que no alcanzaba a comprender, pero las notaba.
Cuando los chicos se fueron a seguir su propia fiesta, volvimos a enredar nuestras bocas. En tan solo media hora me había convertido en una adicta a sus labios y no quería que dejara de hacer eso jamás.
—No dejes de besarme así nunca —dije embriagada por el momento y avergonzándome después.
Andrés me miró muy tierno, también satisfecho, y me acarició la cara.
—Llevo demasiado tiempo esperándolo como para dejar de hacerlo algún día.
Sonreímos y nos besamos de nuevo, pero esta vez Andrés hizo un poco de fuerza y me inclinó hasta que caímos en la cama. Me puse nerviosa de nuevo: había llegado el momento. Ahí, medio tumbada, con tu abuelo recostado encima de mi pecho, mi corazón empezó a latir fuerte, pero decidí que si me quedaba quieta sería peor, así que mis manos tocaron de nuevo su pelo, recorrieron su cuello, y volví a reclamarle un beso que él me concedió. Poco a poco, terminamos por tumbarnos en la cama, él encima, yo debajo. Su peso me hacía daño, pero tales eran los nervios que no me atrevía a decir palabra. Imaginaba que me subiría un poco el camisón y, vestidos como estábamos, empezaría todo, pero de nuevo me equivocaba.
Se arrodilló en la cama y se quitó la camisa, quedando su torso velludo al descubierto. Lo miré tragando saliva, pero más aún cuando se puso de pie y se quitó los pantalones, los calzones y se quedó desnudo delante de mí. Por instinto aparté la vista de él, girando la cabeza, pero abriendo mucho los ojos. No había visto nunca a un hombre desnudo y me daba mucha vergüenza. Andrés no dijo nada, pero noté cómo de nuevo se arrodillaba y acariciaba mis tobillos. Siguió por mis espinillas y llegó a mis muslos. Tragué saliva. Yo seguía con mi cabeza girada en el almohadón, incapaz de mirar. Sentí sus manos subiendo mi camisón por mis piernas, rígidas como palos. Él se encargó de abrirlas y elevarme las rodillas, hasta ponerme en posición. Cerré los ojos y respiré trabajosamente pero, lejos de notar ese dolor del que me habían hablado, solo sentí el cuerpo de Andrés tumbándose encima del mío, subiendo con sus manos mi camisón hasta el pecho. Cuando ya no lo pudo subir más, me pidió que lo mirara y que me desabrochara el botón del cuello. En silencio lo hice, el camisón se abrió más y Andrés lo alzó por mi cabeza y mis brazos, quitándomelo. Estábamos desnudos. Y yo estaba muerta de vergüenza. Acercó su boca a la mía y volvió a besarme, pero yo no me relajaba. No pensé que nos desnudaríamos del todo. No pensé que nos veríamos los cuerpos tan pronto. No pensé que el contacto de su piel con la mía me fuera a gustar tanto. Todo era tan contradictorio que no sabía cómo me estaba sintiendo.
—Tranquila —dijo—. No voy a hacerte daño. Nunca te haría daño, mi niña.
Eso me hizo sonreír. Desde que nos conocimos él siempre me llamaba niña para hacerme rabiar y me lo tomé como un guiño cariñoso. Volvió a besarme, pero esta vez lo hizo con fuerza, con más ansia. Me dejé llevar por esa vorágine y le correspondí con la misma pasión. Se movió en mi cuerpo. Se acomodó entre mis piernas. Noté algo duro en mis muslos y supe qué era por intuición. El momento se acercaba y temblé un poco, ante lo cual él me abrazó fuerte con un brazo mientras su mano bajaba despacio por mi pecho, haciéndome jadear. Siguió por mi costado, mi vientre, mis caderas y hundió su mano en mis muslos. Abrí mucho los ojos porque no sabía qué estaba haciendo y ante mi estupefacción, él paró el beso y me susurró:
—Voy a acariciarte… ahí. No temas; no te dolerá.
Asentí y sus dedos me rozaron. Se movían por la zona al principio cautos, haciendo presión después. Yo sentía algo muy intenso, algo que me hacía retorcerme, que me gustaba y que me daba placer. Y él no paraba de besarme por lo que mi cuerpo abandonó mi razón y mi moralidad. Se humedeció tanto que hasta yo lo notaba. Me ardía la cara y la vergüenza. Estaba extasiada y no sabía si eso era normal o no. Nadie me lo había contado. Solo había recibido palabras de ánimo y tranquilidad, pero eso era todo lo contrario al dolor del que me habían avisado. Me gustaba. Me gustaba mucho. Pero él paró y llevó su mano de nuevo a mi cuello, abrazándome.
—¿Te ha gustado eso? —me preguntó, serio. Yo asentí en silencio—. Algún día te lo haré con la boca. —Abrí mis ojos de par en par negando con la cabeza. Él sonrió, asintiendo.
Su cuerpo se balanceó contra el mío y noté algo duro tratando de entrar en mí. Temblé. Andrés me miró y yo a él, como hipnotizada por esa mirada abrumadora. Empujó un poco y gemí de dolor. Paró unos segundos y volvió a empujar, sin dejar de mirarme. Paró y empujó. Paró y empujó.
—Lo estás haciendo muy bien —me susurró entre jadeos.
De pronto, él dio un golpe seco a su cadera y sentí dolor. Como un fuerte pinzamiento en el vientre, como una intrusión, como un pellizco. Cerré los ojos y dejé escapar un suspiro quejumbroso. Andrés empujó un poco más y gimió muy fuerte, mirándome. Acababa de llevarse mi virginidad.
Se quedó parado y dejó que me aclimatara a tenerlo dentro. Me dio un beso en los labios y otro y otro más.
—Ahora ya eres mi mujer —me dijo—. Ahora ya eres mi vida.
Sin saber qué decir tragué saliva y lo miré. Tenía la frente perlada de sudor y los labios tensos así que pasé mis dedos por sus sienes, secándole las gotas que le caían y le di un beso en su boca. Sonrió. Y volvió a moverse. Muy despacio, entraba y salía de mí. Pero ya no era dolor lo que sentía. Era una mezcla entre un leve escozor y algo más visceral, más carnal. Placer. Y entonces no entendí por qué era algo prohibido.
Andrés se movía más rápido y más rápido y yo me dejaba llevar por esa sensación placentera que hasta me hacía gemir, como a él. Nuestro dormitorio era un concierto de gemidos, de jadeos, de besos que se mezclaban con la lámpara encendida y el olor a sudor y a cuerpos desnudos. No sé cuánto tiempo duró, pero no quería que terminara nunca. Sentía placer, sentía algo arremolinándose en mi vientre y cuando el remolino explotó sin saber qué era eso, se produjo la comunión con mi marido, que me miraba como si fuera una deidad. Sus arremetidas se aceleraron. Sus gemidos se entrecortaron. Noté algo cálido en mi interior y su cuerpo rígido cayó sobre el mío. Nos quedamos quietos hasta que nuestros jadeos cesaron y entonces él se elevó en sus codos y me besó de nuevo.
—¿Estás bien? —Asentí—. ¿Te ha… gustado? —Volví a asentir, esta vez sonriendo y acariciándole la cara. Andrés besó mis dedos y sonrió—. A mí también.
Sonreímos y él se retiró de mí, aunque siguió tumbado sobre mi cuerpo. Algo me recorrió los muslos y fruncí el ceño, pero Andrés me despistó al apoyar su codo en el colchón y su cabeza en su mano, mirándome. Sentí vergüenza al dejar mi cuerpo desnudo a su vista y traté de taparme con las manos, pero él me las quitó de mis pechos y los acarició.
—Soy tu marido, Elena. No debes sentir pudor ni vergüenza de tu cuerpo delante de mí.
—Pero —atisbé a decir.
—Lo que pase en nuestra cama solo nos concierne a ti y a mí. Y aquí —señaló a la habitación— solo estaremos tú y yo y, en nuestra casa, somos libres.
No entendí bien sus palabras, pero asentí. Él me dio un beso tranquilizador y se levantó de la cama, estirándose. Yo me incorporé también y me levanté corriendo a ponerme el camisón. Al hacerlo, pude comprobar cómo las sábanas se habían impregnado de sangre y semilla así que las cambié rápido ante su atenta mirada y su sonrisa contenida. Cuando la cama estuvo hecha de nuevo, nos metimos dentro y ante mi sorpresa, él me abrazó.
—Sé que esta noche es extraña para ti —me susurró—. Es una casa nueva y una cama nueva.
—Ahora es mi cama —dije yo—. Y es mi casa. Y en nuestra casa, somos libres. —Sonreí citando sus propias palabras.
Él se rio y yo con él. Volvimos a aliviar la tensión y, sin darnos cuenta, nos fuimos pegando el uno al otro dentro de la cama, hasta besarnos de nuevo. Noté su dureza en mi vientre. Noté sus jadeos. No sabía si estaba volviendo a ocurrir, pero también sentía ese calor en mi cuerpo. Y, como ya no era nuevo ni extraño, le abracé por el cuello y le atraje hacia mí. Se puso sobre mi cuerpo de nuevo y se desnudó otra vez sin apenas moverse. Cuando terminó, me quitó el camisón y se colocó en la misma posición que antes, pero esta vez fui yo quien abrió las piernas para dejarle entrar en mi cuerpo y en mi alma.
Cierro el libro y miro atenta a Daniel, que ha permanecido callado mirando al cielo en todo momento. Ni una interrupción, ni apenas un pestañeo. Sé, porque lo conozco, que ha estado visualizando la historia; tiene una mente muy vívida e imaginativa. Daniel sale de su trance.
—Vaya —dice.
—Lo sé. —Sonrío—. A mí me ha dejado igual. —Me mira—. Que sean mis abuelos se hace raro, ¿sabes?
—Sí, es extraño. Pero supongo que si ella tuvo la valentía de contárselo nada menos que a su hijo, tú has de tener la valentía de leerlo.
—Madre mía…, ¡se lo contó a mi padre! Qué vergüenza. —Me río.
—Nah, quizá ella lo grabó con menos detalles y ha sido tu padre quien lo ha adornado.
—Somos una familia de lo más normal —digo irónica.
Daniel hace algo que no me espero: se incorpora un poco y me da un beso rápido en los labios, para volver a su posición. Me quedo estupefacta. Nunca nos damos besos fuera de la cama ni tenemos muestras de cariño en público. Es extraño. Pero más extraño que su necesidad de darme un beso es que a mí… me ha gustado.