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CUANDO LLORAR ES UN ALIVIO

Me despierto más pronto de lo habitual. Aunque, a estas alturas, ya no sé qué es lo habitual y qué no. Hoy es sábado, tengo libre y, para que no me coma la casa y la pena, he decidido que voy a hacer tres cosas que me gustan. Voy a leer un rato; he quedado a comer con Lidia, y después me pasaré toda la tarde escribiendo hasta que me sangren los dedos. Así que con un día un poco bueno en perspectiva, me levanto, me doy una ducha rápida, desayuno con mi padre y, cuando él se va, me quedo en la terraza con un café en la mano para hacer mi primera tarea de hoy.

Capítulo XVI. La libertad de poder llorar

 

Regresamos a casa antes de lo previsto, porque no teníamos el ánimo para nada. Los días después del suceso recorríamos París hasta la tarde, hora en la que volvíamos al piso de Isabel y Marcel, y esperábamos a que ella llegara para cenar juntos. Sin embargo, ese día eran las cuatro de la tarde cuando entramos a casa. Y lo que vimos nos encogió el alma.

Isabel, sentada en una silla, en combinación, fumando un cigarrillo, con una botella de ginebra casi vacía al lado y la radio sonando, miraba hacia ninguna parte cuando cruzamos la puerta. Ni siquiera se giró. Ni siquiera se sorprendió. Nos acercamos a ella y vimos que estaba llorando, pero absorta en un silencio absoluto. No sollozaba. No hacía espavientos. Solo dejaba que las lágrimas rodaran por sus mejillas, sin que nada las interrumpiera.

—Isabel —dije yo con cariño.

No me respondió.

—Isabel, cariño —insistí.

Balbuceó algo inteligible.

—Hermana.

Andrés rebuznaba ira y preocupación al verla tan ida. Yo le cogí la mano y aparté la botella de su alcance. Tenía los ojos enrojecidos y respiraba con mucha dificultad. Su piel cada vez estaba más amarillenta y quisimos llevarla a su habitación para recostarla en la cama. Andrés cargó con ella e Isabel emitió un leve quejido, como una hojita que se quiebra por un dolor que no es físico. A Andrés eso le hizo querer matar a su cuñado.

La acostó en la cama mientras yo preparaba paños fríos y café con sal. También entré en la habitación una palangana que Isabel usaba para lavarse.

—¿Para qué es eso?

—Para que vomite.

—Hay que llamar a un médico —dijo él.

—Sí, pero mientras tiene que vomitar todo lo que ha bebido.

Le puse los paños fríos y le hicimos beber el café con sal como pudimos. Ella lo escupía, se retorcía, la cogíamos, volvíamos a darle el mejunje que, al final, ingirió y, de forma automática, vomitó a borbotones todo el alcohol que había bebido. Y a mí, a pesar de tener un estómago fuerte y más tras haber cuidado a mi madre en sus últimos meses de su vida, el olor nauseabundo del vómito me hizo tener arcadas y terminé también vomitando en la misma palangana.

Un buen rato después Isabel había echado todo lo que podía echar. Se quedó más tranquila, pero tiritando de frío, así que la desnudé, la lavé con un paño caliente como pude y volví a vestirla con uno de mis largos y gruesos camisones de franela, más preparados para el frío que las finas combinaciones imitación de seda que ella usaba. Le puse varias mantas encima y le dije a tu abuelo que ya podía pasar, pues había salido para no ver a su hermana en paños menores. Nos quedamos los dos velándola casi toda la noche, viéndola respirar con dificultad y toser de cuando en cuando. No había ni rastro de Marcel, pero lo preferíamos para no tener que enfrentarnos a los dos a la vez.

Poco antes de que amaneciera Isabel hizo un ruido que nos despertó a Andrés y a mí, que habíamos dormido apoyados en el colchón y sentados en sendas sillas. Ella se estaba despertando, con evidente gesto de dolor, y se llevó las manos a la cabeza en un movimiento instintivo. Respiró hondo pero agitada y, finalmente, abrió los ojos, mirándonos primero a Andrés y después a mí. Bajó la mirada y, por primera vez sobria, lloró desconsoladamente. Un llanto desgarrador que no se había permitido liberar en años. Por primera vez desde que conocía a Isabel, la vi siendo realista consigo misma y con su situación; por primera vez lloraba ante alguien y por primera vez no intentaba solucionar sus problemas disimulando que no existían. Y por primera vez reconoció su autoengaño.

—No puedo ocultármelo más. No puedo. No puedo. Lo sé todo. Todo. —Sollozó más fuerte—. Todo.

Y diciendo eso se liberó tanto que no dejó de llorar el resto del día.

Suspiro. Cierro los ojos. Y me voy a cambiar a mi habitación para irme a comer con la persona que mejor me entiende después de Daniel.

A mediados de junio hace ya un calor digno del infierno, así que me encamino a mi cita con Lidia enfundada en un minivestido blanco de manga corta y un sombrerito rojo que era de Mara. Sí, de Mara. Aún guardo algunas cosas suyas y, cuando tengo fuerzas, las saco, las huelo y me empapo de ellas. Y hoy, primer día desde la ruptura que salgo para algo que no sea trabajar y que voy a hablar con alguien que no sea mi padre, necesito tenerla a mi lado.

—¡Lena! —Lidia me saluda con la mano en alto desde el otro lado de la acera. Acaba de llegar también a la cafetería en la que vamos a comer.

—¡Hola!

Nos damos dos besos y ella me da un cálido abrazo que me hace llorar. Mucho. Así estoy, sí: lo que antes me costaba tanto que al final se quedaba dentro, ahora sale a la mínima de cambio.

—Tranquila —me susurra apretándome y mesándome el pelo.

—Lo siento. —Me sorbo los mocos—. Estoy muy sensible y…

—Es normal.

Paramos el abrazo y me sonríe con complicidad. Sé que ella es amiga de Daniel desde la universidad. Sé que les unen más años y borracheras que conmigo. Pero sé que Lidia es mi amiga y que puedo contar con ella al margen de él. Así que eso me tranquiliza y me da alas. Como el restaurante tiene una terracita fuera decidimos comer ahí. Nos sirven las ensaladas fresquitas y nada más irse el camarero, empezamos a hablar.

—Lidia, antes de nada me gustaría disculparme por tenerte estos días en ascuas y apenas hablar contigo. Supongo que estarás molesta y tienes toda la razón, pero necesitaba encerrarme un poco en mí misma para encarar esto. Es complicado de explicar.

—No pasa nada, es normal. Sí que estaba preocupada, pero son cosas difíciles y cada persona se enfrenta a ellas como puede.

—Gracias. Eres un verdadero sol.

Sonreímos.

—¿Cómo estás?

—Mal —digo sin pensar.

—Lo siento. Es una pena. Él también está fatal.

—Lo sé.

Suspiramos las dos.

—¿Quieres contarme qué pasó?

—Supongo que ya lo sabes.

—No, Lena. Daniel no me ha contado nada. Somos amigos desde hace años, pero nunca hemos tenido ese tipo de amistad tan íntima. Sé que está mal y que la situación se os fue de las manos, pero no sé nada más.

Le hago un resumen porque recordar los detalles es doloroso. Le cuento la discusión en la puerta de aquel bar, la conversación en el parque, la tensión, las lágrimas, la conversación del otro día… Lidia inspira hondo cuando termino y yo exhalo aliviada. Me he quitado un peso de encima porque se lo he contado a alguien. Casi sonrío al entender que este alivio también es porque por fin me he abierto y he dejado salir mi intimidad.

—Estoy segura de que con tiempo, cuando os calméis…

Niego con la cabeza.

—No lo sé. No quiero agarrarme a eso.

—Entiendo.

—Lo quiero, Lidia. Lo quiero con tanta fuerza que me desborda y quizá por eso se nos ha ido de las manos.

—Creo que él siente lo mismo.

—Lo sé. Daniel siempre ha estado ahí incluso cuando no lo necesitaba, que era cuando más me hacía falta. Toda una contradicción, lo sé. Pero es que yo soy una puta contradicción andante —resoplo riendo sin ganas.

—A mí me gusta cómo eres.

—¿Ciclotímica? —digo con ironía.

—No. —Sonríe—. Llena de colores, recuérdalo.

Me da la mano en un acto reflejo y yo se la aprieto muy fuerte. Suspiro.

—¿Qué tal tú? ¿Cómo va todo? —pregunto para cambiar de tema y destensar el ambiente.

—Todo muy bien —carraspea—. No sé si debería decirte esto, pero como supongo que te enterarás tarde o temprano prefiero que lo oigas de mi boca: Luis y yo nos vamos a vivir juntos.

Me sale la sonrisa más falsa que tengo interiorizada. De todas las sonrisas falsas que he aprendido a desarrollar a lo largo de mi vida, y son muchas, esta es de las que duelen. Y no es que no me alegre, ojo, me alegro en el alma por ellos y así lo muestro cuando me río y le doy la enhorabuena. Pero duele. Porque es lo que yo debería haber hecho con Daniel. Lo que le debería haber dicho. Lo que deberíamos estar viviendo. Lo que él no quiso esperar.

—¿Y tú? —me pregunta cuando nos recomponemos de nuestra fingida alegría y hablamos un poco de los detalles de su nuevo hogar—. ¿Te has mudado ya a tu piso?

—No. —Niego con la cabeza—. Te podría dar mil excusas, pero lo cierto es que no he tenido fuerzas ni ganas. Ese piso se ha convertido en el piso de la discordia y le he cogido un poco de manía.

—¡Ay, Lena! Con lo ilusionada que estabas.

—Ya. Pues ya no mucho.

—Pues no lo permitas. —Me coge de la mano—. No dejes que la ilusión por independizarte y por decorar tu casa se esfume porque no lo vayas a hacer con Daniel. Sé feliz tú, luego ya vendrá lo demás.

Sonrío, asintiendo.

—¿Cómo están los demás?

—¡Bien! Pero están preocupados por ti y también por Daniel, porque no ha quedado con nosotros todavía.

—¿Ah, no?

—No. —Se encoge de hombros.

—Bueno, solo han pasado dos semanas. Ya se calmará la cosa.

—Sí, es normal. Vosotros necesitáis tiempo y nosotros supongo que también.

—Pues tiempo y una caña. —Le guiño un ojo y sonreímos.

Terminamos de comer y Lidia se encamina a su trabajo. Hoy es sábado, pero ella tenía que terminar unos temas y su jefe le pidió que echara unas horas el fin de semana. Nos despedimos con otros dos besos, un abrazo y varios «estoy aquí» susurrados. Es tan ángel que la adoptaría para llevarla siempre conmigo, joder. Le prometo llamarla pronto y le doy recuerdos para los demás.

Cuando la dejo en la puerta de su trabajo, en plena Gran Vía, decido dar una vuelta y despejarme un poco. El sol calienta como nunca pero, esta vez, su calor no me molesta. Me hace sentir bien. Cierro los ojos un segundo, parada en un semáforo, tratando de embeberme un poco de la sensación de alivio que tengo: he hablado del tema con una amiga. Sí, es un primer paso, pienso. Un primer paso para abrirme, para salir de mí misma, para mostrar otra cara que no sea solo la sonrisa y la diversión. Sonrío. Porque hoy, por primera vez, una persona que no es Mara, mi abuela o mi padre, me ha visto llorar y sonarme los mocos.