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HACIA UN FINAL

Llevo como media hora mirando la pantalla del ordenador sin teclear una sola letra. Me he puesto el despertador a las ocho, para empezar temprano, y a las diez ya no sé qué escribir. Los ruidos de la calle, los olores de junio y Mahler en su vinilo no me inspiran una mierda hoy. Estoy en un punto en el que no sé bien por dónde tirar, aunque tengo la historia montada en la cabeza. Eso significa que no sé cómo hacer encajar las escenas y las piezas sueltas. Al final todo es como un puzle que tiene que cuadrar de forma milimétrica para que quede perfecto y, ahora mismo, a mí me faltan piezas. O me sobran, a saber. Llevo más de una hora escribiendo y borrando, copiando y pegando, apuntando esquemas y deshaciéndolos. Y solo he podido quedarme mirando la pantalla implorando que pase un milagro y vuelva a teclear al ritmo que debería. Estoy por llamar a mi padre para pedirle consejo, pero me niego en rotundo: paso de que me sermonee y quiero hacerlo sola. Tengo que hacerlo sola.

Eso sí, como no quiero agobiarme con el atasco, me tumbo en la cama y hago lo único que me apetece hacer en este momento y que quiero terminar pronto. Quizá porque necesito un punto y aparte. Quizá porque necesito decir adiós a muchas cosas. Quizá porque es hora de un final. Y sé que para eso tengo que hacer una cosa que me duele en el alma y que no me apetece nada: mudarme a mi casa. Lo pienso mientras me fumo un cigarrillo antes de coger a Yayi y decido que, aunque no tenga ganas, he de levantarme, como hacía ella, y seguir mi vida. Recogeré mis cosas en cajas y… me iré. A mi casa.

Capítulo XVII. Toda la verdad tras la risa

 

—Siento lo de anoche —dijo Isabel recostada en su cama con la cara compungida por la vergüenza y el dolor—. Se me fue de las manos y…

—Isabel, esto no puede seguir así —sentenció Andrés contundente—. Tiene que terminar. Tienes que dejar a ese malnacido.

—No puedo. —Sollozó—. Es mi marido y lo quiero.

—¿Que lo quieres? —espetó Andrés—. ¿Cómo puedes querer a un crápula que te engaña, que te miente diciendo que trabaja en un sitio en el que ya no lo hace, que se pega el día vagueando de aquí para allá, se come tu comida y que está contigo porque así tiene un sitio donde dormir? Isabel, tú no lo quieres. No te quieres a ti misma, que no es lo mismo.

Ella se echó a llorar y yo le palmeé la espalda tratando de consolarla.

—Isabel —dije yo en un tono más suave—, tu hermano tiene razón. Un hombre así no es digno del amor ni del respeto. A un hombre que te hace sufrir, no lo puedes amar. Solo provoca que lo esperes. Y eso no vale de nada porque quien te hace esperar ya te demuestra que no quiere estar a tu lado. No defiendas una causa perdida. Eres joven, eres preciosa, tienes un trabajo y aquí te puedes divorciar —dije bajando la cabeza temiendo pasarme de indiscreta.

—Pero yo no quiero el divorcio. Marcel me quiere, lo sé. Solo que…

—Solo que nada, Isabel —gruñó Andrés—. Deja de defenderlo. No rompas lanzas en su favor.

Nos quedamos los tres callados varios minutos. Isabel sollozando, Andrés de brazos cruzados mirándola y yo acariciando su espalda. Cuando ella se tranquilizó, yo intenté que se explicara y sacara todo lo que llevaba dentro.

—¿Desde cuándo se comporta así, Isabel?

Ella me miró como preguntándose si debía responder, pero finalmente lo hizo.

—Desde nuestra luna de miel.

—¡¿Cómo?! —gritó Andrés—. Vuestra luna de miel fue aquí, en París, mientras yo estudiaba. ¡Estuve con vosotros!

—Lo sé, pero no estuvimos los tres juntos todo el tiempo. Y hubo una noche en la que él… desapareció. Cuando volvió, lo hizo lleno de carmín de varios colores por el cuello y negando con rotundidad que hubiese pasado algo. Discutimos mucho esa noche, mucho. No nos hablamos durante dos días. Después, habíamos quedado contigo y disimulamos ante ti que no había ocurrido nada. Creí que habría sido algo esporádico y que no se repetiría, pero las ausencias se sucedieron y con el tiempo fueron aumentando. —Sollozó e hizo una pausa para calmarse un poco—. Pasaron de ser un par de veces al año a ser cada dos o tres meses. Después ocurrían cada mes y luego ya cada semana. Al principio él me decía que no volvería a hacerlo, que era un inmaduro y que solo me quería a mí. Reconocía que le gustaba hacerlo, que era parte de él, pero que solo yo era su mujer y ocupaba su corazón. Y así ha sido desde que nos casamos. Es curioso porque otros matrimonios nos decían que éramos la envidia de todos —rio amarga—, y es porque me convertí en una especialista en disimular, en las excusas, en vivir una especie de doble vida. De puertas para afuera somos un matrimonio feliz y vivaracho al que le gusta ir de fiesta y reírse de todo. Pero de puertas para adentro él no me toca desde… Ni siquiera lo recuerdo.

—Dios mío, Isabel —dije con lágrimas en los ojos. Andrés me miró extrañado al verme sollozar, algo tan impropio de mí.

—¿Por qué no me contaste nada? —preguntó tu abuelo.

—Porque no podías hacer nada y yo tampoco quería verlo. Pensé que era normal y que mientras volviera a casa, todo saldría bien. Lo que no imaginé es que la cosa iría a más y que al final solo vendría para cenar un plato caliente de vez en cuando y, después, se volvería a ir.

—Pero hasta el otro día, él dormía aquí.

—Sí, para disimular. En cuanto le dije que veníais no tuve ni que pedirle hacer vida normal: sabía que si mi hermano se enteraba de su actitud, tendría problemas. Y Marcel es un hombre que huye como una rata de cualquier conflicto.

—Cobarde —bramó Andrés.

—Sí. Mucho. —Se secó las lágrimas que no paraban de salir—. Y supongo que yo también lo soy porque he preferido agarrarme a la idea de que él en realidad me quiere a mí y de que cuando madure todo cambiará en lugar de aceptar que siempre será así.

—Él nunca te ha querido ni lo hará, Isabel —espetó Andrés—. No seas tan ilusa, joder.

Ella sollozó de nuevo y yo miré a Andrés desaprobando su forma de encarar el problema. No hacía falta ser cruel con ella.

—Isabel —carraspeé—, ¿desde cuándo bebes tanto?

—Desde que volvimos de la luna de miel, hace diez años. —Y esta vez lo dijo solemne—. Él me ofrecía beber, entre risas, y yo descubrí pronto que sobrellevar la situación con alcohol era más fácil que no hacerlo. Y así empecé un poco y otro y otro y ahora, bueno, lo necesito.

—Tienes un problema y creo que te está haciendo enfermar. Hay que llamar a un médico.

—No tengo dinero para eso.

—Nosotros nos haremos cargo. —Sonreí yo.

Ella negó con la cabeza.

—Isabel, prométeme que dejarás a Marcel —le dijo Andrés.

—No…, no puedo. No sé. Puede. Estoy muy cansada y necesito dormir.

Decidimos dejarla descansar tranquila y que lidiara contra sus propios demonios en soledad. Mientras yo me tumbaba en el colchón un rato porque estaba agotada, Andrés fue a la panadería a avisar de que Isabel estaba enferma y que tardaría al menos un día en reponerse. La dueña le dijo que ya venía notando desde hacía meses la desmejora de su empleada y que también le había preguntado varias veces si estaba enferma, algo que ella negaba entre risas.

—No me puedo creer que no me contara nada —susurró malhumorado cuando volvió y me dijo lo que había pasado en la panadería.

—Ni siquiera podía contárselo a ella misma, Andrés; no te tortures.

Se pegó casi toda la mañana fumando frente a la única ventana del piso, de pie, de brazos cruzados. Lidiaba con su sentimiento de culpa por no haber visto lo que había y con la rabia contra su cuñado, por ser un crápula. Y hablando del Rey de Roma…

Amour —canturreó Marcel al llegar a casa.

Lo que no esperaba era encontrarnos allí a los dos. O a los tres… Porque cuando nos vio se quedó petrificado y sin saber qué hacer. Pensó que estaríamos recorriendo París a esas horas, él creía que no habría ogros en la costa. Y quizá, como Isabel trabajaba a esas horas, también había pensado que tampoco habría esposas en la costa.

No le dio tiempo a saludarnos. En menos de dos segundos, Andrés le estaba agarrando de la camisa con sus dos manos, levantándole del suelo e increpándole en un francés que hasta yo entendí el tipo de persona era, soltando insultos y juramentos por doquier. Marcel gritaba. Andrés gritaba. Yo intentaba calmarles. E Isabel salió de la cama.

Los tres la miramos, porque ella era la que tenía el poder para terminar con todo aquello. Creo que Andrés y yo tuvimos esperanzas de que le echara de casa o algo así. De que abriera los ojos y le pidiera el divorcio. De que tuviera un poco de dignidad y le dejara marchar. Pero solo dijo:

—Andrés, por favor, no agarres así a tu cuñado. Es tu familia y a la familia no se le echa nada en cara.

Y esas palabras nos dejaron con una sensación amarga y denigrante solo superada con el beso que ambos se dieron cuando Andrés le bajó.