3

EL CHICO DEL SOMBRERO

La primera vez que vi a Daniel fue hace poco más de un año en mi primer día de trabajo. Él llegó tarde y lo miré durante un buen rato. Se había puesto un sombrero hacia atrás, dejando entrever su pelo rubio oscuro despeinado, e iba vestido con zapatillas Vans desgastadas. Me fijé en sus azules ojos saltones, su boca pequeña y su nariz grande. No era un chico que definirías como guapo en una primera impresión, pero sí tenía algo que te hacía mirarlo con disimulo. De esas personas que si analizas cada elemento de su cara no tienen nada bonito y, sin embargo, el conjunto te llama la atención por algo que no sabes determinar. Quizá un fuerte atractivo y un magnetismo innato que solo con verlo, ya tienes ganas de sonreír. Y de que se quede donde tú estés.

Cuando terminé de trabajar, él ya se había marchado. Yo me había quedado un ratito más por ser el primer día, pero cuando por fin salí a la calle, Dani estaba sentado en la terracita del bar que hay al lado de la tienda.

—Hasta mañana, chico del sombrero.

Levantó la vista de su libro y me miró con una sonrisa.

—Ey. ¿Qué tal ha ido tu primer día?

—Cansado. Pero muy bien.

—¿Sí? —Asentí con mi cabeza—. Me acabo de pedir una caña antes de irme a casa. ¿Te apuntas?

—Pues…, vale.

Ese fue el primer día que Daniel y yo nos pegamos unas horas juntos, sin parar de reír. Hablamos hasta la madrugada. Me contó que él había estudiado Publicidad y aspiraba a tener su propio estudio de márquetin, pero que mientras se formaba con cursos complementarios, trabajaba en lo que le iba saliendo. Yo le dije que había estudiado Periodismo y que quería trabajar en algo relacionado con la música. No le hablé de mi pasión secreta ni de todo lo que me pesa, pero hablamos tanto que a partir de ese día nos hicimos amigos, además de compañeros de trabajo. De hecho, desde que mi hermana murió, él ha sido la única persona con la que me he abierto un poco. Conforme íbamos haciéndonos más amigos y cogíamos confianza, le hablé de Mara, de mi familia, y le conté que me encantaba escribir hasta que dejé de hacerlo. No es que le haya revelado mis secretos, desde luego, pero sabe más de mí que nadie. Y lo cierto es que eso me da miedo. Descubrirme ante una persona me hace sentir insegura y, por tanto, no le he contado mucho más y tampoco le he hablado de mis emociones profundas. Pero, aun así, es la persona en la que más confío y con la que más a gusto me siento. De hecho, en poco tiempo conocí a sus amigos y amigas y me hice asidua al grupo. Daniel y yo nos convertimos en uña y carne por lo que no fue extraño que una noche en la que habíamos bebido un montón, termináramos liándonos. Ya se sabe: empezamos a bailar, nos rozamos, fuimos a su casa a por la última, una cosa llevó a la otra y… nos pusimos tiernos. Bailábamos el «Perfect», de Ed Sheeran, lentos y pegados. Nos dejamos llevar, supongo. Nos olimos el cuello y nos apretamos más. Hasta que por una inercia que no entendimos, comenzamos a besarnos, a desnudarnos a zarpazos y antes de darnos cuenta, estaba empujando encima de mí hasta correrse. Dentro. A pelo. Tuvimos que correr a por la píldora del día después nada más terminar y ser conscientes de que no nos habíamos acordado de los condones. Eso hizo que no pudiéramos pensar en qué habíamos hecho y qué iba a suceder con nuestra amistad, teniendo en cuenta que ninguno sentía amor por el otro. No ese amor, al menos. Lo que pasó fue que nos vestimos a toda leche para ir a la farmacia de guardia más cercana y durante el trayecto no paramos de discutir.

—Hace falta ser gilipollas, joder, Daniel, ¿cómo te corres dentro?

—Que te crees que me he dado cuenta, coño.

Y entre refunfuños llegamos a la farmacia, me dieron la pastilla, me la tomé y acto seguido le pegué un puñetazo en el hombro, pero con la borrachera que llevaba no atiné y acabé dando una vuelta sobre mí misma con el puño en alto. Eso nos hizo reír a carcajadas de la situación en medio de la calle. Él me agarraba uno de mis hombros con una mano y con la otra me mesaba el pelo, y seguimos caminando hasta llegar de nuevo a su casa y quedarnos dormidos con la ropa puesta, borrachos y más unidos que nunca.

Después de esa noche, vinieron más similares. Cuando llevábamos un tiempo acostándonos, tuvimos una conversación sincera. Daniel me dijo que estar a mi lado le gustaba mucho, que le encantaba hacerlo conmigo porque conectábamos muy bien y que no quería perderme, pero que no estaba enamorado de mí ni quería dejar de vivir su vida. No sabía cómo decírmelo y estaba pasándolo mal. Yo me reí porque sentía lo mismo: nos habíamos enredado en una historia que ambos sabíamos que no era amor, pero ni queríamos pararla ni queríamos perdernos el uno al otro. Así que hicimos una especie de pacto: seríamos amigos y si nos apetecía, nos acostaríamos juntos, pero sin ser excluyentes con otras personas y sin dramas.

Y así un año.

Un año siendo felices, sin necesitar nada más. Él se tira a todas las tías que puede y yo hago lo mismo. Nunca nos hemos puesto celosos. Nunca nos hemos pedido explicaciones. Y si alguna vez él decide sentar la cabeza y conoce a la chica adecuada, yo me alegraré por él, aunque sea consciente de que nuestra relación terminaría. Del mismo modo, él sabe que en mi caso pasaría lo mismo, aunque es más difícil: cuando Mara murió, mis ganas de amar a otra persona murieron con ella. Eso o que nadie ha vuelto a encender esa chispa en mí. Nadie salvo el chico del sombrero cuando me toca, claro.