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LA PRIMERA NOCHE Y EL PRIMER PASO

Entrar en mi piso tras la decisión de mudarme fue lo más parecido al Big Bang que pueda imaginar. Explosivo y caótico. Y a pesar de que estos días he estado yendo y viniendo, trayendo cosas y haciéndolo un poco más mío, sigo cruzando la puerta de entrada con una sensación incómoda. Respiro hondo al cerrar la puerta y cierro los ojos, tratando de visualizar este piso como lo que es: mi casa. Así que me encamino al dormitorio para dejar la última caja que me faltaba por traer: la que marca que hoy me mudo definitivamente y que voy a vivir independiente. La primera noche que voy a pasar aquí. La primera de mi nueva vida, aunque de momento sea un desastre.

Me pongo a hacer la cena, nada elaborado. Una ensalada, unos dados de pollo… Con una cerveza, como sentada en el sofá mirando el móvil sin estar atenta. Termino la ensalada y pienso que voy a leer un poco, para que así Yayi esté conmigo hoy aquí. Sonrío con pena: no quiero que terminen sus memorias y a la vez sí quiero. Será como un alivio y como decir un adiós definitivo. Y me doy cuenta de que el libro de Yayi llegó a mi vida cuando esta estaba patas arriba, con Daniel y yo sin definir lo que teníamos por no reconocer lo que había, sin querer escribir, sin querer intimar más con Lidia, sin querer independizarme… Después, cuando todo comenzó a encajar, las dejé un poco de lado porque estaba a otras cosas y me dispersé. Sin embargo, ellas me estaban esperando, silenciosas, a que yo volviera a necesitarlas. Y sí, las volví a necesitar cuando todo se desmoronó de nuevo. Y allí estaba ella: mi abuela; siempre allí para mí. Siempre esperando a que la necesite. Siempre respetando mis tiempos. Como Lidia. Como Daniel. Y ya va llegando la hora de corresponder.

Capítulo XVIII. Donde perteneces

 

Quince días después de nuestra llegada a París habíamos visto la ciudad más maravillosa del mundo, me había quitado convencionalismos de encima y había descubierto que yo también tenía identidad. Había conocido a mis cuñados, les había admirado y después había descubierto sus enormes miserias. En quince días había visto más cosas de la vida y del ser humano que en mis veintiséis años.

Marcel no volvió a aparecer por el piso los días siguientes, aunque al menos llamó a un médico para que le dieran cita a Isabel y que mirara su abultado vientre y su creciente fatiga. Andrés ya no solo estaba enfadado con él: también lo estaba con Isabel, quien había vuelto a su habitual estilo de vida. Parloteaba sin cesar, siempre cantarina y alegre, disimulando la enorme depresión y el alcoholismo que arrastraba desde su boda con dieciocho años. Una niña. Una niña enfrentándose sola a la humillación y el abandono. Una víctima de la vida y de sí misma, por ser incapaz de ver la realidad y de tomar sus propias decisiones. ¿Sabes, Lena? En ese momento entendí que en la vida hay que ser consecuente y no engañarse nunca: si no te gusta lo que ves, échalo de tu vida. Sea lo que sea y sea quien sea.

Pero a pesar de la vuelta a la rutina, al menos dábamos un paso importante: por fin había llegado el día de la cita con el médico. Andrés y yo estábamos nerviosos, pero Isabel solo mostraba malestar por acudir a la consulta y resignación por hacerlo obligada. Su exagerado autoengaño pasaba también por obviar que algo le estaba ocurriendo y que tenía que ver con la ingesta masiva de alcohol prolongada durante tantos años. Cuando llegamos al médico, vimos que era un hombre mayor con cara de pocos amigos y de no andarse con rodeos. Examinó a Isabel mientras nosotros nos quedamos fuera.

Andrés y yo esperamos mucho. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos ahí sentados, pero se hizo interminable. Yo solo tenía en mi cabeza su tos, su piel amarillenta, sus arañitas enrojecidas en la cara y su abultado vientre. Y sabía qué solía indicar eso.

Cuando por fin salió el médico, era de noche y estábamos extenuados. Nos levantamos enseguida y Andrés le pidió que no se anduviera con rodeos. Y sin rodeos se anduvo.

Para cuando llegamos a casa en completo silencio, solo interrumpido por nuestros sollozos, ayudamos a Isabel a acostarse en la cama. Estaba más agotada que nosotros, así que pronto se quedó dormida. Andrés y yo nos sentamos un rato en el salón. Tu abuelo sollozó y yo lo abracé, tratando de calmarlo y de calmarme yo. Estuvimos así varios minutos y entonces, de pronto, la puerta se abrió y nos sacó de nuestra pena. Marcel entraba como una exhalación a casa con un ojo morado y la nariz ensangrentada. Nos miró con el ceño fruncido, pero no dijo nada. Le daba igual que estuviéramos ahí de pie llorando. Se encaminó a su dormitorio sin mediar palabra, pero antes Andrés lo paró.

—Marcel.

—No tengo ganas. Me voy a la cama —dijo en francés.

—Ha ocurrido algo que deberías saber.

—¿El qué?

—Isabel. La hemos llevado al médico y ha dicho que tiene el hígado destrozado y que la cirrosis está tan avanzada que no hay vuelta atrás. En unos meses se habrá comido su diminuto cuerpo. —Se emocionó, poniéndose el puño en la boca.

Sí, el médico había dictaminado que Isabel se moría y que era cuestión de pocos meses. No se podía hacer nada ya. Ninguno de los dos habíamos pensado que podría estar tan avanzada la enfermedad y que sería tan fulminante, pero el estar diez años malcomiendo, bebiendo más de lo que el cuerpo podía asimilar y viviendo entre mugre y cucarachas, había hecho que el cuerpo de Isabel se consumiera en silencio. Y no había vuelta atrás.

Marcel se nos quedó mirando, como incrédulo y en estado de shock. Lo vi derramar una lágrima y negar con la cabeza, pero no dijo nada más. Se encaminó a su dormitorio y cerró la puerta. A la mañana siguiente ya no estarían ni él ni sus cosas.

Andrés y yo no pudimos dormir en toda la noche. Nos emocionábamos, nos abrazábamos, recordábamos cuando nos dijeron la enfermedad de mi madre, y ahora pensábamos qué decisión tomar. No dábamos crédito. Que alguien tan joven fuera a morir… ¿Cómo podía ser tan cínica la vida? ¿Cómo podía darle a una persona inocente como Isabel un compañero como Marcel con el que no había podido lidiar y cómo la vida podía castigarla así por no haber sabido enfrentarse a la situación? Él era el mentiroso, vago y cobarde. Ella, la humillada, la trabajadora y la honrada. Él estaba sano. Ella se moría. La vida es cruel y sin sentido, Lena. Pero eso ya lo sabes.

Por la mañana nos levantamos para descubrir a Isabel en su pose habitual: combinación, cigarrillo y vaso de ginebra. Andrés casi revienta las paredes cuando la vio.

—¡Isabel! ¿Estás bebiendo?

Ella lo miró con la calma que da el no tener nada que perder y, sin espavientos ni disimulos, le respondió:

—Ya nada me va a curar, Andrés. Deja al menos que mis últimos días sean menos dolorosos.

—Isabel. —Lloré yo.

—Marcel se ha marchado mientras dormía. Se ha llevado sus cosas así que no creo que vuelva jamás —dijo con una tranquilidad que espeluznaba.

—¡¿Qué?! Hijo de puta, voy a buscarlo. Por aquí sí que no paso, por aquí sí que no.

—No, Andrés —le dijo ella en esa nueva versión de sí misma—, él ha decidido abandonarme en el peor de los momentos, así que no hay que buscarle. No quiero pasar mis últimos días junto a alguien que no quiere estar conmigo.

Tu abuelo y yo nos miramos incrédulos, más por la calma enérgica que desprendía Isabel y su forma tan madura de encarar la enfermedad que por esta en sí. Y es que, a veces, quien crees que es más débil resulta ser el más fuerte y viceversa.

—Isabel, Elena y yo hemos pensado que sería bueno que los tres volviéramos a Canfranc. El aire de la montaña, la tranquilidad y la salubridad te irán bien. Aquí solo hay putrefacción y poco que comer. Nosotros no tenemos mucho dinero para seguir manteniéndonos los tres aquí y no creo que fuera suficiente, aunque encontrara un trabajo.

—Soy francesa, Andrés. Quiero morir en mi país.

Y escucharla hablar de su propia muerte nos puso a ambos la piel de gallina.

—Aquí estás rodeada de cucarachas, de mugre y de aire viciado. Allí estaremos todos mucho mejor: respirarás bien, comerás platos en condiciones. Anda, Isabel, ven con nosotros. Seguro que el aire puro te sienta bien y te cura antes —traté de convencerla.

Ella sonrió.

—No voy a curarme, Elena. Lo que me dijeron ayer es algo que sé desde hace tiempo. —Nosotros abrimos los ojos de par en par—. No es que me lo dijera ningún doctor, pero conozco casos similares y sabía que… Por eso me negaba a ir al médico: sabía lo que me iba a decir. Pero vosotros fuisteis tan insistentes…

Andrés se desplomó en una silla. Yo no atinaba a hablar. Jamás hubiera pensado que Isabel fuera tan autodestructiva como para abandonarse a sí misma y dejar también lo que le quedaba de familia por no encarar sus propios problemas. Tu abuelo empezó a resoplar y yo solo pude abrazarla muy fuerte.

—Es hora de volver, Isabel —sentenció firme tu abuelo—. Los tres vamos a ir a Canfranc. No naciste allí, pero tus padres sí así que, quieras o no quieras, hay momentos en la vida en los que tienes que volver al sitio al que perteneces.

Cierro el libro frunciendo los labios. Más o menos sabía la historia de Isabel, pero no sabía que ella hubiera sido tan consciente de todo. Releo la última frase una y otra vez «volver al sitio al que perteneces».

Y a las doce de la noche, con un nudo en la garganta, me levanto del sofá, me calzo, cojo las llaves de mi nueva casa y decido que ya va siendo hora de volver al sitio al que pertenezco.