14

CUANDO MENOS TE LO ESPERAS, SUCEDE

Apago el ordenador tras el ritual matutino que no sirve para nada y me enciendo un cigarrillo. Me gustaría salir a la calle y dar un paseo, ir de tiendas, meterme en un cine. Lo que sea con tal de no estar en casa, pero es una de esas tardes de sábado en las que parece que un huracán esté asolando Madrid y hace un viento y un frío inusual que son poco apetecibles. Parece que es día de lectura, mantita y peli, lo cual no me parece nada mal tampoco. De hecho, me dirijo al sillón del salón, que es un orejero rodeado de grandes cristaleras y a su lado hay además una lámpara enorme cuyo haz de luz cae en el ángulo perfecto, me sirvo un café, pongo a Eddie Vedder de fondo y me acurruco con una mantita monísima que era de mi abuela. Pequeños placeres que me hacen sonreír.

Capítulo VII. La angustia por lo que no llega

 

Tras superar la muerte de mi madre, volví a mi vida y a mi rutina normal. Trabajar durante el día, disfrutar de Andrés durante la noche, como un bálsamo contra las penas. Y cada mañana, cuando nos despertábamos, yo rezaba porque esa noche me hubiese quedado embarazada. Era mi única ilusión y a lo que empecé a agarrarme con fuerza, quizá para compensar la pena que dejaba atrás. Pero me aferré tanto a esa esperanza que cada vez me angustiaba más que no se materializara. Porque llevábamos ya dos años casados y empezaba a no ser normal tardar tanto. De hecho, se hizo tan fuerte ese sentimiento en mí que terminé por confesárselo a tu abuelo, casi con miedo a que él me rechazara por no darle hijos. Pero no. Al contrario. Tu abuelo me miró muy tierno y, acariciándome la cara, solo me dijo que no me preocupara de nada, que habían sido dos años duros, que teníamos que ser felices el uno con el otro y que, vinieran hijos o no, nosotros éramos lo más importante. Luego intentó quitarle hierro al asunto y dijo, entre risas y guiños, que quizá era cuestión de practicar más, lo que me hizo reír y olvidarme un poco de mi angustia.

Sin embargo, y a pesar de sus palabras, la preocupación me consumía. Procuraba no hablarle mucho a Andrés del tema, pues no quería que se agobiase, pero a veces no podía evitarlo. Por eso, una mañana en la que me desperté y comprobé que de nuevo menstruaba, lloré y compartí mi pena con él.

Cuando volví a la habitación, se estaba afeitando frente a la pila. Lo miré unos segundos y me pareció el hombre más atractivo que había visto jamás, ni en las películas. Seguía manteniendo su porte y su elegancia francesas y a la vez conservaba ese cuerpo rudo y ancho típico de la alta montaña aragonesa. Y además era honrado, trabajador y tierno. Y un inmejorable amante que mantenía intacta la pasión a pesar de los años. No podía estar más que agradecida a Dios por haberme puesto a semejante hombre delante y por eso me dolía el alma al pensar que no le estaba dando el hijo que se merecía. Me acerqué a él sonriendo con pena. La habitación estaba iluminada, pero todavía no se había ido el olor a noche y cama deshecha. Andrés se afeitaba ajeno a mi presencia hasta que le soplé en el oído, dejándome notar.

—Elena. —Sonrió lleno de espuma.

Le cogí la hoja de afeitar y me coloqué delante de él. Comencé a pasarla por su cuello a contrapelo, rasurándole yo ante su tierna mirada y mojando en el agua la cuchilla después. Andrés me sonreía.

—Soy muy afortunado por tenerte, mi niña —me dijo.

—Serías más afortunado si pudiera darte hijos. —Bajé la cabeza—. Esta vez, tampoco…

—Oye —dijo tierno—. ¿Todavía estamos con eso? Elena, no importa si no vienen. —Me agarró de la cintura—. Nos tenemos el uno al otro y eso es lo importante.

—Lo sé, pero…

—Pero nada. Nos tenemos el uno al otro, eso es lo único que importa, mi niña.

Asentí con pena y él me besó, aún lleno de espuma, tratando de aliviar mi angustia.

Una tarde del recién estrenado año, con el sol ya escondido y acercándose la hora de cenar, me senté en la cadiera a calentarme las manos en el hogar mientras esperaba a que Andrés volviera de jugar su partida semanal de cartas con otros hombres del pueblo. Me abstraje en las llamas crepitantes con Zarza a mis pies y me imaginé qué pasaría si por un casual no podía quedarme embarazada. Me imaginé una vida gris, monótona, sin ilusión por ver a tus hijos crecer y sin la felicidad que dan los niños. Nos vi a Andrés y a mí mayores, solos, desvalidos y sin tener a nadie que se hiciera cargo de nosotros. Nos vi tristes y sin alegría. Las chicas que se casaron cuando yo lo hice ya tenían a sus primeros retoños en sus faldas e incluso algunas ya habían dado a luz a sus segundos vástagos, pero yo seguía sin concebir. ¿Y si Andrés buscaba la paternidad en otro vientre? Entonces el divorcio no era legal, pero sí los hijos bastardos. Al pensarlo se me hizo un nudo en la garganta tan fuerte que tuve que dejar salir unas lágrimas para aliviarlo, aunque traté de recomponerme enseguida porque escuché la puerta abrirse y a Andrés entrar.

—¿Qué te ocurre, Elena? —me preguntó preocupado, dándome un beso en los labios.

—Nada. —Sonreí.

—Mi niña. —Andrés se sentó a mi lado. Olía a vino rancio y a puro e incluso ese olor desagradable me reconfortaba—. Ya llegará, no tienes que impacientarte.

—Pero en unos meses haremos tres años de casados ya y…

—Y cuanto más lo pienses —me interrumpió—, será peor. Estas cosas llevan su tiempo y somos jóvenes. No hay de qué preocuparse. —Me acarició el pelo.

—Supongo que sí. Pero en el pueblo se empieza a comentar.

Él se rio.

—¿A comentar? ¿Qué van a comentar?

—Pues que aún no tenemos hijos, que si algo tendré mal, que no puedo tenerlos…

—Seguro que nadie dice eso.

—Sí lo dicen, me lo ha dicho Pepita esta tarde. Dicen que no puedo darte hijos y que estoy seca por dentro. —Me eché a llorar.

Andrés se rio más y me abrazó fuerte, dejando que mis lágrimas empaparan su camisa.

—Elena, no puedes hacer caso de esas cosas. La gente habla porque no tiene nada mejor que hacer, pero no es cierto.

—Eso no lo sabes.

—Lo sé. Y aunque fuera verdad, a mí no me importa.

—¿Qué quieres decir con que no te importa? —Lo miré con los ojos como platos.

—Yo me casé contigo porque te quiero, Elena. Porque me gusta estar a tu lado y porque te disfruto día y noche. Los hijos son secundarios para mí así que si llegan, serán una bendición, pero si no, estaré feliz mientras tú estés sana y a mi lado.

—Pero yo quiero tener hijos.

—Y yo también, mi niña, pero si no vienen qué vamos a hacer, ¿estar tristes e infelices por algo que no podemos remediar? ¿Vivir preocupados por lo que dicen los demás? La gente dejará de comentar cuando tengan otras cosas de las que hablar.

—¿Y si tú al final lo buscas fuera?

—¡Elena! —gritó sorprendido—. ¿Cómo se te ocurre tal cosa? No insultes a mi integridad, te lo ruego; jamás haría algo así.

—Lo siento —dije agachando la cabeza. Él me levantó la barbilla con dos dedos.

—No tienes que sentirlo, pero no quiero que vuelvas a pensar semejante barbaridad. No soy esa clase de hombre. ¿Entendido? —Asentí, esbozando una sonrisa que él me correspondió con un besito en la frente—. Bien, anda, vamos a cenar.

Al día siguiente era domingo y, como tal, fuimos a misa de doce. Recuerdo que ese día recé con una devoción como nunca había tenido, pidiéndole a la virgen quedarme encinta y dar a luz a un bebé sano. Apreté tan fuerte las manos que mis dedos amarillearon, faltos de sangre. Solo quería un bebé. Un bebé para ilusionarme y ser feliz. Un bebé para completar mi matrimonio y que Andrés no se alejara nunca de mi lado.

Resoplo con fuerza porque me da una rabia enorme que mi abuela cargara con todo el peso de la infertilidad, porque fuera a ella a quien se la señalara con el dedo con las palabras «está seca por dentro». Ni se contemplaba que igual eran ellos los que no tenían buenos soldaditos. Siempre la mujer, haciéndola sentir culpable por algo que es incontrolable y haciéndola sentir menos que otras por no tener hijos. Y encima soportar callada y con la cabeza agachada si tu marido se iba con otra y vivía la paternidad en otros brazos. Que aunque mi abuelo jamás hubiera hecho eso, si mi abuela lo pensó sería porque habría hombres que sí lo hacían. Para vomitar. Me encantaría ir al pasado y susurrarle a mi abuela que somos mujeres, no máquinas cuya única misión es procrear, y que no pasa nada por no tener descendencia, voluntaria o involuntariamente. Que la Naturaleza es caprichosa y que nadie tiene la culpa de no concebir como conejos. Que deje de hacer caso a lo que diga la gente porque al final lo único que buscan es entretenerse hablando de lo que no es habitual. Y que en el futuro tendrá hijos, si no yo no estaría aquí.

Y como estoy llena de rabia por el tema y por lo entrometida que puede llegar a ser la gente, me dejo llevar, voy a mi habitación y enciendo el ordenador, sin pensar. Ni siquiera me lo planteo. Abro un documento nuevo y comienzo a teclear frenética un artículo imaginario sobre el machismo y sobre lo que las mujeres de antaño aguantaban por estar educadas en un sistema patriarcal que les hizo perder su identidad y que todavía colea a día de hoy. Los dedos se me van solos de una palabra a otra, de un párrafo a otro. No pienso en nada, ni en lo que estoy haciendo ni en lo que estoy escribiendo. Solo me dejo llevar porque tengo tantas cosas que decir que no doy abasto. Mi teléfono móvil suena, pero ni siquiera lo miro, ya devolveré la llamada en otro momento. Necesito sacar todo lo que llevo dentro, así que continúo tecleando hasta que, una hora después, pongo un punto y final.

Cuando aprieto la tecla del punto, me quedo mirando la pantalla como si hubiera estado en un estado de trance y hubiera salido en ese momento de mi catatonia. Joder, he escrito un artículo de cinco páginas. ¡He escrito! Sonrío y suspiro, como incrédula. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es que no me he dado cuenta de lo que estaba haciendo, de que estaba escribiendo cuando llevaba años sin hacerlo? Me llevo la mano a la boca y los ojos se me humedecen enseguida. He roto una barrera sin darme cuenta siquiera; dejándome llevar por el calor de mis propios pensamientos, sin más. He escrito un artículo de cinco páginas. Y solo quiero gritar.

—¡Sí! —chillo alzando mis brazos aún sentada en la silla—. ¡Sí, joder, sí!

Me río a carcajadas, no lo puedo evitar. Me llevo las manos a la boca y después al pelo y me acaricio la frente. Estoy nerviosa. No, estoy eufórica. Por primera vez en años he escrito algo por el puro placer de hacerlo, sin miedo al resultado, no por demostrarme que podía, no implorando hacer magia a mis dedos. No. Por simple y puro placer, porque es lo que me sale de dentro, porque así lo he sentido y necesitado. Y esa es la mayor reconciliación que puedes tener contigo misma.

Voy a la cocina y me abro una cerveza. Me enciendo un cigarrillo y releo lo escrito. Conforme leo el texto, voy corrigiendo algunas palabras, comas, fallos, cambio frases, pero en general estoy contenta con el resultado. No. Estoy contenta por haberlo hecho. Termino de corregir y sigo eufórica por haber escrito un artículo. Necesito salir, aunque haga un tiempo de perros. Necesito emborracharme y bailar y reír y echar un polvo. Me levanto a coger mi teléfono para hablar con mis amigos y quedar a tomar algo cuando veo la llamada perdida de antes: es Daniel. Le devuelvo la llamada.

—Ey, muñeca —dice poniendo tono cómico.

—¡Lerdo! ¿Qué tal? Justo estaba pensando en ti.

—¡Ja! Sabía que te tenía loquita perdida.

—No me hagas insultarte de nuevo. —Reímos.

—¿Por qué pensabas en mí?

—Porque me apetecía salir y… verte.

—Pues justo te llamaba para eso.

—¿Ah, sí?

—Sí. Me ha llamado Darío para ir a tomar unas cerves con Luis y Lidia y cuento contigo.

—Entonces, me apunto. —Sonrío.

—Genial. Te paso a buscar en, no sé…, ¿treinta minutos?

—En treinta minutos abajo.

Treinta minutos después, Daniel me está esperando en el portal, sonriéndome.

—Estás muy guapo —le digo.

Lo está. No se ha peinado y su pelo es una maraña de ondas que le da ese aspecto descuidado y natural.

—Tú estás… radiante. —Frunce una sonrisa—. ¿Ha pasado algo?

¿Cómo lo sabe?, me pregunto.

—Pues… bueno. —Me rasco la cabeza.

—¡Oye! —Se acerca a mí y me abraza la cintura. Un gesto que a ninguno de los dos nos pasa desapercibido—. ¡Cuéntamelo!

—No es nada importante. Solo que, bueno, estaba leyendo las memorias de Yayi, me ha entrado la inspiración y he… escrito una especie de artículo. Hacía años que no escribía y, no sé, me ha gustado.

Dani esboza una sonrisa y me da un beso en la nariz.

—Pero ¡eso es genial!

—Sí. —Sonrío yo—. Ha sido… inesperado. Hacía mucho que no sentía esto, que no me emocionaba así delante de un teclado.

Él me mira contenido e inspira hondo.

—Ven.

Me tiende la mano y se sienta en el escalón de mi portal. Yo me río porque parecemos dos adolescentes, pero lo cierto es que termino sentada a su lado. Dani sonríe y me coloca un mechón de pelo tras la oreja.

—Creo que nunca te había visto los ojos tan brillantes como ahora, Lena. Es… Me gusta mucho, mucho verte así.

—Estoy muy contenta, Dani. Es un gran paso para mí.

—Me quedé con ganas de preguntártelo el otro día, ¿por qué hace tanto tiempo que no escribes?

—Pues… —carraspeo—. Bueno, no sé. Mi padre solía leerme y era implacable. Muy implacable. Así que terminé por cogerle un poco de miedo y desgana.

Daniel alza las cejas y yo me pongo un poco roja: nunca había hablado de esto con nadie y me siento un poco incómoda.

—Bueno, él es un profesional e imagino que será incluso más exigente con su propia hija. Pero, de todas formas, que le den a lo que opine tu padre, ¿no? Si escribir te emociona como se te ve en los ojos, escribe y olvídate del resto.

—Supongo. —Sonrío.

—Me encantaría leer ese artículo.

Niego con la cabeza.

—No es nada del otro mundo.

Se acerca a mi oído y pega sus labios. Me da un beso fugaz que me pone la piel de gallina y acto seguido me susurra despacio:

—Ha salido de tus manos, Lena. Eso ya es jodidamente extraordinario.

Sonrío y me retuerzo por el espasmo que me produce su voz pausada y sus palabras susurradas. Lo miro, esos ojos saltones que siempre me hacen sonreír, y le doy un beso inesperado que se demora más de lo que queremos admitir.

Darío, Luis y Lidia están ya sentados en una mesa bebiendo cerveza y comiendo unos nachos con queso fundido. Nos saludamos con dos besos y enseguida nos traen nuestra consumición y más nachos. Serán nuestra cena, así que… Y es que cuando salimos todos, terminamos engorilados a cubatas y no hay quien se acuerde de ingerir nada más. Así, entre cerveza y cerveza, nos vamos calentando y entre risas decidimos irnos a otro sitio.

—Conozco un bar por aquí cerca —dice Luis—, ponen buena bebida y hay música en directo.

—¡Genial! —dice Daniel—. ¡Vamos!

Nos dirigimos al bar en cuestión donde hay un grupo de rock tocando. La gente está de pie frente al escenario bailoteando las canciones que no conoce ni Rita la Cantaora, pero tienen ritmo y suenan bien así que nos quedamos. Dani y Lidia van a pedir algo y los demás cogemos sitio en una mesita al lado del escenario. Llegan con nuestros gin-tonics y, entre risas y comentarios de la música, nos los bebemos como si fueran agua.

—¡Chicos, tengo que contaros una cosa! —dice Luis metiéndose un nacho en la boca—. Llevarle a mi jefe sus trajes a la tintorería ha sido más valorado que mi currículo y ¡me han hecho contrato indefinido! ¡¡Tengo un puto contrato fijo de trabajo!!

Todos aplaudimos, abrazamos y vitoreamos a Luis, que es un Ingeniero de Telecomunicaciones trabajando en una empresa que se dedica a… algo.

—Y, ¿vas a seguir en el mismo puesto? —pregunto.

—Lo que Lena quiere preguntar en realidad es qué coño haces, que todavía no nos ha quedado claro. —Ríe Dani.

—¡Oye! No es eso. —Me río yo y él me hace una cosquilla en la cadera.

—Pero ya que estamos —interrumpe Darío—, sí: qué coño haces en esa empresa, aparte de mirar el Marca por internet.

—Dijo el que finge leer artículos de termodinámica mientras busca en Grindr rabos. —Y Darío le saca el dedo corazón.

—Luis es como Chandler de Friends —interviene Lidia—. Nadie sabe en qué trabaja.

Reímos.

—Qué chistosos estamos —dice Luis con sorna—. Para vuestra información, mi empresa es un carrier conector de llamadas internacionales que gestiona la interconexión, tráfico y calidad de las llamadas de otros carriers internacionales.

—¿¿El qué?? —Reímos todos al unísono.

Y brindamos por los carriers de no sé qué tráfico y no sé cuantos que le han dado trabajo fijo a nuestro amigo.

En menos de treinta minutos, ya estamos pidiendo unos chupitos de vodka y bebiéndonoslos brindando porque el grupo que está tocando nos anima y nos hace dejar la mesa para adentrarnos en la pista a bailotear en las primeras filas. Y a esa ronda le sigue otra para brindar porque Lidia y Luis se marcan un morreo delante de todos y zanjan el asunto de una vez por todas. La siguiente ronda brindamos porque Darío conoció a un chico ayer y se han pasado el día mandándose wasaps tontos. Y la cuarta nos la tomamos, pero insistiéndole que le pida que se venga y así le conocemos todos. El chaval, Abel, hace acto de presencia cuando nos hemos pedido otra copa, y creo que se asusta un poco al ver a cinco borrachos dándolo todo, pero se une a nosotros y nos pilla el punto enseguida. De hecho, copa va, copa viene, vemos cómo se lanza y Darío y él se comen la boca por fin, lo que hace que nos pidamos otro chupito y brindemos por ello.

Estamos en primera fila de nuevo, aunque el local no está lleno, y podemos bailar y movernos a nuestro antojo. Miro a la banda que está tocando y me fijo en el cantante. Tiene esa pinta de canalla de alta gama que se ha saltado la condicional o algo así. Un chungazo de manual. Un chungazo que cuando ve que lo miro, me devuelve la mirada y no deja de atravesarme con ella todo el tiempo. Daniel bailotea conmigo y con Lidia y nos reímos mucho, pero un rato después se siente mareado y se va al baño. Cuando vuelve, nos dice que ha echado la pota y que se va a casa porque se encuentra fatal.

—Joder —balbucea—. Soy un puto viejo.

—Dani —digo yo, viendo borroso—, espera que me voy contigo.

—No seas tonta. —Ríe haciéndome una carantoña—. Te lo estás pasando de puta madre y da gusto verte así.

Niego con la cabeza y él se ríe. Se me acerca y me susurra:

—Además, me parece que al del micro no le importará que te quedes. —Me quedo confusa—. ¡Oye! —Ríe—. No pasa nada, Lena. Quiero que te lo pases bien.

—Pero yo quiero irme contigo —le digo con todo mi pedal.

—Nah —contesta despreocupado y algo parecido a la rabia se mete en mi interior—. Tú pásalo bien, disfruta de la noche y vive. Mañana voy a tu casa y me cuentas.

Sonríe y me da un pequeño beso en los labios, lo que creo que al cantante le ha puesto tan verraco que se le va a abrir la bragueta. Debe pensar que es mi novio y hacer el mal se la pone dura. Dani se va guiñándome un ojo y una parte de mí se siente enfadada por algo que no debería. ¿Me molesta que no muestre celos? ¿Qué me molesta en realidad? Si Dani y yo llevamos un año tonteando de cuando en cuando con otras personas sin que nada nos perturbara, ¿por qué ahora sí?

El cantante de la banda anuncia que le toca el turno a una versión de Howlin’ for you, de The Black Keys, una de mis canciones favoritas. Y me dejo llevar. Sin pensar, contoneo mis caderas y bailo, alzando mis brazos. Me siento como si estuviera en el festival de Woodstock en 1969 colocada de LSD o algo así, con ese rollo hippie psicodélico, y me encontrara oyendo a una de las grandes bandas de rock puro, embebiéndome de ese espíritu trascendental en el que notas la música, la lees, la oyes, la ves y la vives. Madre mía, ¿cuántos vodkas me he bebido? No lo sé, pero cuando abro los ojos, los del cantante me desnudan con la mirada.

—Joder, no te quita los ojos de encima —me dice Lidia—. Aquí huele a que en cuanto termine el concierto, desapareces. —Sonríe.

—Lidia —le digo intentando sincerarme por primera vez—. No…, no sé si…, ya sabes.

—¿Dani? —Asiento—. Creí que teníais una relación más de amigos con derecho a roce.

—Lo sé, pero es raro. Algo ha cambiado, creo.

—¿Qué ha cambiado?

—Bueno, cada vez tenemos más complicidad. Y las últimas veces que…, ya sabes, ha habido una intimidad distinta. —Suspiro porque ni yo misma sé bien qué ha pasado—. Creo que estoy más abierta que antes a la idea de dar un paso, pero no sé si a él le ocurre lo mismo. Porque ahora se ha ido, no ha querido que vaya con él y parecía que le daba igual si me liaba con el cantante. No sé. Todo es raro.

—Ya veo. Querrías que él mostrara más interés en avanzar y así sentirte menos confusa.

—Algo así. Creo que no acabo de lanzarme porque tengo miedo a estropear lo que tenemos y como tampoco lo veo a él con muchas más ganas…, no sé.

Ella me mira con su ojo entrecerrado.

—¿Sabes qué creo? —La miro, expectante—. Creo que os encamináis a un punto de inflexión, Lena. Es lo lógico en este tipo de relaciones. Yo creo que él está muy pillado, como tú, pero teme dar el paso porque te ve dudosa y tú estás dudosa porque él teme dar el paso. Es un bucle un poco tonto, ¿no crees?

—Supongo…

Lidia sonríe tierna.

Luis se une a nosotras y la conversación termina. Y también el concierto. Mis amigos están dándose el lote con sus respectivas parejas así que yo me encamino a la barra y me pido una cerveza. En cuanto me la termine, me marcho a casa y llamo a Dani. Tengo que bebérmela porque quiero ir tan borracha que no me importe llamarle y decirle que algo ha cambiado en mí. Que me gustan sus besos fuera de la cama y cómo me mira cuando me toco el pelo. Que sus ojos me dejan sin respiración cuando me pierdo en ellos y que sus brazos son mi casa. Que me estoy enamorando de él y que quiero que él se esté enamorando de mí también. Que me gustaría dar un paso más. Que no me importaría intentarlo. Que lo quiero. Doy un trago larguísimo para emborracharme totalmente. Cuando lo llame no quiero que nada me detenga, que al día siguiente ni me acuerde de lo que le he dicho. Si la relación ha de acabar, que sea regada de alcohol para no recordarlo. Otro trago y casi tengo ganas de vomitar. Bien, Nicolas Cage estaría orgulloso de mí.

—¿Te tomas otra conmigo, cielo? —me dice una voz que no reconozco.

Me giro y entrecierro los ojos. Es el cantante del grupo. Joder, qué oportuno.

—No, corazón, me iba ya.

—Venga, una pequeña. Me ha gustado verte ahí abajo.

—A mí me ha gustado verte ahí arriba. Buen concierto.

—Gracias. ¿Cómo te llamas?

—Lena.

—Encantado. Yo, Jorge.

Brindamos con nuestros botellines que han aparecido allí como por arte de magia y bebo un trago.

—¿Dónde está tu chico?

—Como si te importara. —Él sonríe y se acerca a mí oído.

—En realidad me la sopla bastante dónde esté el tonto del culo que te deja aquí tirada y pasa olímpicamente de ti.

Salimos a la calle a trompicones, besándonos. El aire frío me da una bofetada y ni siquiera sé qué hago aquí porque no paro de pensar en Dani, en su forma de irse, en su mirada extraña. Quizá él no quiere esta situación, pero tampoco se atreve a andar a mi lado. O quizá no quiere nada y estoy siendo una ilusa. Jorge me susurra algo al oído, pero no le entiendo.

—¿Qué? —digo notando su mano subir hacia mi culo.

—Que me la has puesto durísima todo el puto concierto.

Me aparto de él y doy un paso al frente, negando con la cabeza.

—Lo siento, pero tengo que irme a casa.

Le escucho gritar algo desde la esquina, pero no oigo qué dice. Me da igual. La borrachera hace que mis pies trastabillen al cruzar la calle y un coche tenga que dar un frenazo repentino para no atropellarme. Joder, voy fatal. Un taxi con la lucecita verde se encamina hacia mí y me río entre dientes pensando en el «Ve hacia la luz, pequeña Carol Ann» de Poltergeist. Alzo la mano y en unos segundos el taxi para a mi lado. Me monto y balbuceo el nombre de mi calle mientras saco el móvil para llamar a Daniel y decirle que quiero dar un paso más. Pero el teléfono está apagado, quizá porque la barrera que tenemos no se debería derribar.