46

LOS CONTRASTES

Me miro en el espejo de mi nueva casa una y otra vez con más nervios que vista para analizar si voy bien con mi falda turquesa larga y plisada, con abertura en los laterales, y mi camiseta de tirantes blanca anchota y cortita a la cintura. Me pongo y me quito un collar a juego, luego otro; unas sandalias, luego otras. Saber que en un ratito veré a Daniel me pone nerviosa. Porque voy a mirar sus ojos saltones, su pelo revuelto, sus labios enrojecidos; voy a verlo fumar, cogiendo el cigarrillo con su pulgar e índice; reír, hablar. Y nada de eso lo hará con mi mano en la suya o mis labios en sus mejillas. Estaremos contenidos. Fríos. Como los días tras acostarnos por primera vez, hasta que volvimos a hacerlo. Porque a partir de ahí todo fue hacia arriba y al final hemos estado un año y medio enredados en algo que siempre quedó por definir.

La quedada es en el quinto pino, he de decir. No sé cuál es ese sitio que quiere pisar Luis hoy, pero como es el cumpleañero, todos hemos dicho que sí. Y digo todos porque Lidia ha tenido la gran idea de crear un grupo de WhatsApp con la pandilla. Fenomenal. Apenas me hablo con mi ex y a dos de mis amigos hace un mes que no los veo, pero estoy atrapada en un chat demoledor del que pagaría por salir. He de decir que apenas participo. Tampoco lo hace Daniel. A ninguno de los dos nos gustan estas cosas. El caso es que tengo como media hora en metro hasta llegar al sitio, así que como no quiero que me coman los nervios y necesito tener la mente en otra cosa, saco el libro de Yayi y me pongo a leer en el asiento del vagón.

Capítulo XXI. Las cosas pasan cuando tienen que pasar

 

Cuatro días después me levanté pidiéndole a Andrés que llamara al médico: me encontraba mal y ya no podía dejarlo pasar. Isabel seguía en cama, pero, esta vez, fue ella quien se levantó a duras penas y vino a mi habitación a cogerme la mano mientras el médico llegaba.

—Es normal. Los primeros meses se tiene mal cuerpo. Te haré una infusión de jengibre, te calmará.

Negué con la cabeza.

—La haré yo —dije incorporándome—. Tú no deberías moverte de la cama.

—Túmbate, Elena. Deja que sea yo quien te cuide por una vez. Deja que me sienta útil.

—Ya eres útil, Isabel. Eres más útil de lo que jamás entenderás. —Sonreí. Ella también.

—Aun así quiero hacer algo.

No tuve valor para decirle que no. Se la veía contenta, especialmente alegre e incluso más fuerte de lo habitual. Estaba casi como en París. Y un sudor frío me recorrió entera porque conocía muy bien las inesperadas mejoras que preceden a la muerte. Sollocé tapándome la cara con las manos porque no podía con la idea de perderla y que nos dejara. Ella no. Mi cuñada alegre, joven y vivaracha, no.

Tuve que tragarme pronto las lágrimas porque Isabel subió con la infusión que, según ella, calmaba el malestar. Todavía no tenía confirmación de lo que me pasaba, pero ella estaba tan segura que yo casi lo daba por hecho. Me bebí la infusión y volví a recostarme, esperando que el médico apareciera de un momento a otro.

—¿Te encuentras mejor?

—Un poco —asentí. Era cierto.

Escuchamos la puerta abrirse y a Zarza ladrar ante un desconocido. Isabel se irguió e instantes después Andrés apareció por la puerta acompañando al médico. Ambos salieron y el médico me hizo varias preguntas, me palpó la zona, me examinó y… sonrió.

—Sí, Elena. Estás embarazada. Diría que de unos tres meses.

Abrí la boca, casi incrédula por la noticia.

—Pero, entonces, ¿me quedé embarazada en París?

—Es posible que antes.

Me quedé perpleja y solo podía pensar en las cucarachas, la mugre y la poca salubridad en la que se había gestado mi embarazo. Toqué mi vientre y luego negué con la cabeza. Millones de mujeres lo conseguían en el mundo en peores condiciones, no sería para tanto. Aunque, eso sí, recé un Ave María para mis adentros pidiendo que el bebé llegara a puerto y saliera sano.

Andrés entró a la habitación cuando el médico se fue. Isabel, que sabía lo que había, nos dejó intimidad para que pudiera decirle a tu abuelo que estaba encinta. Él me miró sorprendido, ilusionado y emocionado. Sonrió mucho. Y sé que, más allá de la alegría propia por saber que venía un hijo en camino, estaba feliz por verme a mí contenta.

—Es curioso —le dije—, justo cuando estaba siendo feliz tal y como estábamos. Cuando había entendido que la felicidad es una decisión y no una consecuencia de las cosas que nos pasan. Es como una señal, como un colofón.

—Es la vida —dijo él, dándome un beso en la frente—. Y esa es su belleza: lo que nos enseña y nos sorprende. Lo que nos da y lo que nos quita.

—Siento que sea en este momento… —Señalé hacia la puerta, hacia Isabel.

—No. —Negó Andrés con la cabeza—. No hay que lamentar los momentos. Las cosas a veces se solapan y, por una parte, quizá no te dejen disfrutar de la alegría plena pero, por otra, amortiguan el golpe. Es una bendición que estés en estado justo cuando mi hermana… se va.

Se nos llenaron los ojos de lágrimas a los dos y nos dimos un beso. Un beso que dijo muchas cosas sin hablar. Un beso que mostraba alegría y tristeza. Las dos polaridades constantes de todas las vidas.

Tengo un nudo en la garganta. Pobre Isabel, qué poquita suerte tuvo en su vida. O mejor dicho, qué poquito supo enfrentarse a sus problemas. Meneo la cabeza porque yo no quiero ser como ella así que tomo una decisión: voy a enfrentarme a todas las cosas que desde hace años me tienen anclada en un mundo paralelo en el que no hace ni frío ni calor. Ya he empezado a hacerlo, sí; pero lo hacía por Daniel, para recuperarle. Y esa no debe ser mi motivación porque no servirá de nada. Tengo que hacerlo por mí misma, para estar bien yo. Y lo que tenga que pasar con Daniel, pasará igual. Sonrío un poquito y me siento más animada para la cita. Y todo son risas hasta que me doy cuenta de que me he pasado de parada. ¡Me cago en todo lo que se menea!

Bajo corriendo, hago un transbordo y vuelvo a coger otro tren que me lleva de vuelta. ¡Seré despistada! Pero entre los nervios y la lectura se me ha ido por completo la pinza así que cuando llego al dichoso bar en cuestión, es un pelín tarde y todos están ya sentados en una mesa. Qué fenomenal, entrada triunfal. Qué vergüenza. Pero Lidia, ángel Lidia, se cosca de la situación y cuando ve que me encamino hacia la mesa, se levanta para alcanzarme y saludarme. Nos damos dos besos sonriendo, me disculpo por el retraso y uno tras otro, mis amigos se levantan para saludarme y darme dos besos entre felicitaciones a Luis, risas, y me llaman «desaparecida» sin maldad alguna. Y cuando ya he saludado a todos, él se levanta mientras los demás se sientan.

El corazón me bombea rápido y sé que a él también. Lo sé porque tiene las mejillas encendidas y respira acelerado. Sonríe forzado al verme, pero yo sé que está intentando contenerse, como lo estoy intentando yo. Y finalmente nos acercamos el uno al otro mientras nuestros amigos, que son todo discreción, están en la mesa en silencio mirándonos y esperando a ver qué hacemos.

—Hola, Lena. —Sonríe y me da dos besos—. Enhorabuena de nuevo por la novela —susurra, discreto.

—Hola, Dani. —Le devuelvo la misma sonrisa—. Muchas gracias.

Nos miramos un segundo. Un solo segundo. Pero un segundo que sirve para saber que los dos estamos en el mismo punto, que nos estamos diciendo con los ojos lo que dijimos que no diríamos en nuestra conversación telefónica, que nos estamos haciendo el amor, que nos estamos diciendo te quiero. Un segundo que pasa fugaz y tras el cual, nos sentamos con todos en la mesa a compartir brindis como hiciéramos antaño.

Yo me siento entre Luis y Lidia y él entre Darío y Abel. Y ambos estamos el uno frente al otro sin poder dejar de mirarnos y dedicarnos sonrisas falsas que nos hacen más mal que bien. Por fin, nos traen las bebidas y rompemos la tensión abalanzándonos sobre ellas y brindando por el cumpleaños de Luis. Conversación insustancial; risas tontas. Brindamos porque Luis y Lidia anuncian casi con miedo que van a vivir juntos. Tensión en el ambiente. Daniel me mira con pena y yo a él también. Su mirada se desvía y sé que la rabia le hierve por dentro, así que antes de que su cabeza active el modo odio infinito, decido pararlo de la única forma que se me ocurre.

—Brindemos también porque quiero contaros que he escrito una novela. Llevaba tiempo gestándose y por fin la he terminado. La estoy repasando pero, en cuanto termine, la enviaré a varias editoriales bajo seudónimo, para que nada relacionado con mi padre interfiera.

Todos aplauden y me vitorean. Uno por uno se acercan a darme la enhorabuena y dos besos y así rompemos la tensión que estaba creciendo. Cuando le toca el turno a Daniel, me sonríe y me da un beso en la mejilla.

—Gracias por estar a mi lado en todo el proceso —le digo.

—De nada. Es genial que lo hayas contado.

Nos sonreímos con nostalgia y volvemos a sentarnos, pero la tensión y la sensación de estómago encogido no hace sino aumentar.

Conforme el alcohol va corriendo, las conversaciones se vuelven más estúpidas y las risas más sonoras. Estamos relajados como siempre estábamos y Daniel lleva la voz cantante junto con Luis, como es habitual. Es como si nada hubiera cambiado. Nosotras, ellos, los ojos de Daniel emitiendo continuas chispas de alegría y mis ojos siguiéndolos contagiados. Todo es como siempre, pero nada es igual. El bar, la música, la bebida, los brindis absurdos, la conversación banal. Todo se repite. Pero Daniel y yo no nos metemos el uno con el otro entre risas, como siempre hacíamos. Ni nos damos un beso furtivo cuando los demás están a otro rollo. Tampoco trata de tocarme una teta ante mi inminente manotazo ni me susurra al oído canciones que me hacen temblar. No. Daniel sigue en su sitio y yo en el mío, y ambos nos dedicamos miradas furtivas que enseguida apartamos. Estamos cordiales pero contenidos, haciendo un esfuerzo titánico por no gritar que se vayan todos y nos dejen solos en el mundo.

Cuando salimos del bar son casi las diez de la noche y Luis nos dice que un cantautor desconocido toca en un parque cercano, rollo hippie nocturno, y que si no nos molaría ir. Como no tenemos nada mejor que hacer y estamos que lo tiramos, todos decimos que sí y en menos de diez minutos estamos sentados sobre un césped lleno de farolillos, mosquitos, gente sentada y un tío en una silla con una guitarra tocando canciones deprimentes. Aun así se está bien y la noche es cálida y apetecible, así que escuchar música mientras estamos sentados en la hierba y bebemos entre risas tampoco es mal plan. Daniel y yo sonreímos de vez en cuando, y no podemos evitar mirarnos fugazmente, porque el tío desafina hasta morir. Poco a poco, el ambiente se relaja y terminamos en la hierba, medio tirados o sentados repantingados. Lidia y Luis se abrazan. Abel y Darío se cogen de la mano y parlotean con Daniel. Y yo, sentada detrás, me enciendo un cigarrillo intentando no pensar. En un momento Dani mira de reojo hacia atrás, controlando que sigo ahí. Lo hace un par de veces y me hace sonreír con pena. Y al cabo de un rato, cuando cada uno va a lo suyo, Daniel se levanta y se sienta a mi lado, haciéndome sonreír al verlo a mi vera.

—¿Te está gustando? —pregunto.

—Ni ver. —Nos reímos—. ¿Y a ti?

Niego con la cabeza.

—¿Cómo estás? —pregunta.

—Un poco tensa. —Sonrío.

—Sí. —Sonríe bajando la cabeza—. Es raro.

—Pero estoy contenta por verte.

—Y yo. —Me guiña un ojo—. Distanciarnos está siendo una mierda como un templo pero…

—Lo sé —le interrumpo—. Las cosas no podían continuar como lo estaban haciendo. Hubiera ido a más y habríamos terminado odiándonos.

—Sí —dice con pena.

—¿Sabes, Dani? —Me mira expectante—. En el fondo creo que la distancia nos está haciendo bien. Estoy zanjando cosas pendientes y cada pasito que doy me noto mejor, más… yo.

—¿Ya me has olvidado? —dice socarrón. Y yo sé cuánta ansiedad encierra esa broma.

—Claro que no; eso es imposible. —Sonrío—. Te echo de menos cada segundo del día, pero me refiero a que no…, no es tan asfixiante la vida. Algo ha cambiado.

Daniel sonríe mucho y le da a mi hombro un toquecito con el suyo. Yo sonrío ante el gesto y ante la comodidad que siento estando con él, sin discutir, sin sermones. Volando.

—Me alegra oír eso, Lena. Y aunque a veces creo que voy a reventar de lo que te echo de menos, sigo pensando que fue una buena decisión.

—¿Crees que…?

No tengo ni que terminar la pregunta. Daniel me interrumpe antes.

—No lo sé. Son cosas que yo no sé como no las sabes tú. No nos lo planteemos y fluyamos. Nos está yendo bien así, pues sigamos así. Y lo que tenga que pasar, pasará.

—¿Y si lo que tiene que pasar es que conozco a Brad Pitt y me lo trinco? —digo entre risas. Él se ríe también.

—Cariño, a Brad Pitt ya no se le levanta ni con la pastillita azul, créeme. Y tú estás acostumbrada a cantidad, calidad, largura y grosor.

Le doy un manotazo en el hombro que nos hace reír a ambos. Nos miramos unos segundos cargados de complicidad, de magia, de farolillos entre la hierba y canciones tristonas. No sé si serán las luces, el olor a césped recién cortado, la música de fondo o el momento hippie, pero nos quedamos mirando embobados sin decir nada con sendas sonrisas en la boca.

Y, unos minutos después, decido que quiero quedarme con este buen sabor de boca y doy por terminada la noche. Me despido de todos y Daniel se levanta a darme dos besos.

—Me ha gustado verte —le digo.

—Lo sé. A mí también.

—Quizá…, quizá podríamos quedar un día.

—Pues…

—Podemos hacerlo, Dani. Podemos normalizarlo.

Él esboza una sonrisa triste y me da un beso en la mejilla. Yo asiento mientras me encamino al taxi que ya me espera y suspiro para quitarme toda la tensión y la emoción de haber vivido con él otra noche mágica.