11

—¡Está más muerto que una piedra pómez! —musitó Cayetano tras ponerse de pie.

Con el dorso de la mano el detective rozó las tazas, aún tibias, y hurgó en los bolsillos del cadáver. Halló nada más que una billetera sin documentos y con cinco flamantes billetes de diez mil pesos.

—A este también le dieron agua con un silenciador — comentó mientras husmeaba por las habitaciones contiguas.

Estaba tenso y al borde de la desesperación. La mafia había secuestrado al cantante y seguramente lo conducía al escondrijo del dinero. Si Plácido del Rosal lo revelaba, estaba condenado a muerte.

En el dormitorio de la casa, estrecho y maloliente, detectó indicios de un registro: la puerta del clóset, llena de maletas y diarios viejos, permanecía abierta. Intruseó en las maletas, estaban repletas de diarios amarillentos y azumagados.

—Vaciaron una valija de periódicos para llevársela — concluyó con calma.

Volvió al pasillo y se encaminó a la cocina. Allí las huellas de barro eran más claras. Encontró una mampara que conducía a un patio apenas iluminado por un farol callejero.

Salió a un estrecho patio fangoso, encerrado por latas de zinc, en cuyo fondo se levantaba un gallinero. Avanzó hacia él entre los charcos y traspuso su puerta a la luz de un fósforo. Estaba deshabitado. A un costado halló una excavación de regular tamaño y dos palas.

—¡Lo que desenterraron, se lo acaban de llevar en la valija! —masculló volviendo a la cocina.

Una vez fuera de la vivienda, entornó la puerta tras de sí y contempló la calle Simpson. Escudriñó los alrededores, convencido de que los asesinos andaban aún cerca. De pronto escuchó ruido de pasos. Provenían de lo alto. Miró hacia la torre del ascensor. No vio a nadie. Picado por la curiosidad, se decidió a subir hasta el puente metálico que conduce desde la ladera del cerro a la torre. Abajo la ciudad era solo un rumor luminoso.

Mientras caminaba por el puente, atento a los ruidos de la noche, escuchó que el carro del ascensor llegaba al nivel del puente, su estación más elevada. Escuchó con claridad que alguien abría su puerta y volvía a cerrarla para emprender el descenso.

—¡Por tu madre! —exclamó eufórico—. ¡Son ellos! ¡Acaban de entrar al ascensor!

Echó a correr en dirección al cerro, con los patios secos y los techos despeinados bajo sus pies. Tenía que alcanzar el segundo nivel del ascensor antes que el carro. Dejó el puente y voló crispado sobre peldaños y adoquines, y llegó jadeando al nivel intermedio de la torre, la que a partir de allí se hunde en las entrañas del cerro.

—¡Maldición, acaba de pasar! —exclamó Cayetano.

A través de los intersticios de la pared pudo ver el resplandor del vagón sumergiéndose con ruido de goznes y chirridos en las tenebrosas y gorgoteantes entrañas del cerro. Ya carecía de sentido perseguir al carro, jamás le daría alcance.

Pulsó el botón de llamada insistentemente. Su única alternativa consistía en lograr que el carro subiera y volviese a bajar de inmediato con él. Así tendría al menos la posibilidad de perseguir a los asesinos antes de que abandonaran el túnel. Percibió un rechinar de fierros, era el ascensor que subía.

Un hombrecillo de chaqueta gruesa y gorrito de lana con dos estrellas doradas emergió abriendo la portezuela.

—Tranquilo, que esto no tiene acelerador como los autos — advirtió—. Trabajo desde hace veinte años aquí y lo único que he aprendido es a tener paciencia.

Comenzaron a descender por el frío húmedo. A través de los vidrios, Cayetano contempló los resplandores de la roca desnuda por la que fluían vertientes.

—Caballero —dijo el detective mientras el carro traqueteaba—, ¿sus anteriores pasajeros no llevaban maleta?

—Acabo de bajar a uno que llevaba maleta —aclaró con aire de importancia—. ¿Lo conoce?

En cuanto el hombrecito deslizó la puerta, Cayetano se alejó corriendo por el estrecho y largo túnel, iluminado tenuemente por ampolletas que colgaban en hilera. A unos cien metros de distancia distinguió una silueta inclinada sobre un bulto, por lo que apuró el tranco, y el eco devolvió sus pisadas. Y mientras devoró el trecho sin aliento, sus ojos distinguieron a un hombre de sombrero y abrigo, que registró un cuerpo tendido.

Boleros en La Habana
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