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A Virgilio Castilla lo despertó la presión de un filo muy frío contra su garganta. Abrió los ojos y, en la oscuridad, más allá del mosquitero, vislumbró la silueta de un hombre hincado junto a él, que portaba una navaja. A su derecha roncaba Leticia, rendida tras una jornada de interminables colas para conseguir pan, chícharos y arroz.

—¿Dónde está el cantante? —susurró el hombre posando una palma de hierro sobre los labios de Virgilio. Su voz se confundía con el sonido de las aspas del ventilador chino.

El poeta creyó que aquella palma lo asfixiaría. En la oscuridad y sin sus espejuelos, apenas alcanzaba a divisar los contornos imprecisos de una cabeza pequeña perfilándose contra la tenue claridad que se filtraba por la ventana.

—¿Dónde está el cantante? —insistió el hombre.

La navaja le hincaba ahora en la yugular. Era un punto fatal. Lo conocía de su época de guerrillero, de cuando integraba la columna rebelde del comandante Camilo Cienfuegos y sorprendía y neutralizaba así a los casquitos batistianos. Ahora el metal se le incrustaba en la piel. ¿Qué podía decir? Plácido se había marchado repentinamente, tras cancelar todos sus gastos y dejar en un platillo quinientos dólares, diez Lanceros y una acuarela Pelikan. Los habanos alcanzarían para veinte días de sobremesa, los dólares para comprar arroz y pollo en el mercado negro durante cuatro meses, y los colores para que su mujer pudiese pintar toda una vida.

—Se fue. Se marchó hace tres días —musitó Virgilio Castilla y cerró los ojos.

La navaja intensificó la presión.

—¿Adónde?

Se dijo que no era la Seguridad del Estado cubana. No era su estilo. Los policías acostumbraban a actuar a plena luz del día, sin importarles testigos, haciendo ostentación de la impunidad. ¿Pero por qué el cantante romántico le había ocultado algo tan delicado como el hecho de que era perseguido?

—No sé —murmuró el poeta. Su cuerpo comenzaba a bañarse en sudor, como si fuese mediodía—. Desapareció así nomás.

—¿Adónde fue?

Su mujer hablaba en sueños. Posiblemente despertaría al día siguiente empapada en su sangre ya fría.

—Desapareció simplemente —dijo tratando de descorrer el mosquitero—. Hace tres días.

—¡Quieto, mi amigo, quieto!

—Se lo juro, hace tres días y no sé adónde fue.

El hombre guardó silencio por unos instantes. Afuera cruzó tronando una caravana de camiones. El Ejército nuevamente, pensó el poeta. Se prepara desde hace treinta años para la invasión anunciada por el máximo líder, que jamás tendrá lugar. El futuro de nuestra isla no es ser invadida, sino quedar deshabitada.

—¿Cómo llegó a tu casa?

—Por recomendación de un taxista.

—¡Dame sus señas!

—Sinecio Candonga —respondió. No pudo reprimir un temblor de sus miembros.

—¿Dónde puedo hallarlo? —insistió la voz—. Piénsalo bien. Si mientes, volveré y a conversar directamente con tu mujer.

—Era el dueño del De Soto que tengo parqueado afuera —dijo el poeta de corrido—.No lo encontrará, huyó en balsa.

Volvió a sumirse en el silencio de la noche tropical, sin soltar el cuello del poeta.

—¿El cantante dejó algo aquí? ¿Una maleta, un bolso?

—Nada. Revise su pieza y se convencerá.

—¿Te pagó?

—Más de lo que debía.

—Ni se te ocurra moverte, que vuelvo en el acto —amenazó al rato en un susurro. Virgilio Castilla sintió que el hombre retiraba la navaja de su pescuezo y se deslizaba como un felino fuera de la habitación. Amanecía.

Boleros en La Habana
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