13

Dicen que la distancia es el olvido

pero yo no concibo esa razón

porque yo seguiré siendo el cautivo

de los caprichos de tu corazón.

Supiste esclarecer mis pensamientos,

me diste la verdad que yo soñé,

ahuyentaste de mí los sufrimientos

en la primera noche que te amé.

De La barca

Roberto Cantoral

El lobby del hotel Inglaterra olía a café y perfumes cuando Paloma Matamoros franqueó aquella mañana de verano su entrada. Los policías turísticos no se animaron a impedirle el paso, ya que, encandilados por su belleza, la tomaron por la esposa de un diplomático influyente o de algún jerarca revolucionario.

—Es igualita a Ifigenia Trinidad en sus mejores años —comentó a media voz uno de los uniformados de guardia junto a la entrada del hotel cuando la vio pasar cimbrando sus caderas.

Y decía verdad. Como el policía superaba con holgura el medio siglo de vida, recordaba el rostro y el cuerpo perfectos de la madre de Paloma, aquella hermosísima mulata de ojos verdes, que los barbudos recién llegados de la Sierra Maestra se disputaban como trofeo de guerra al triunfo de la revolución. En aquella época, treinta años atrás, Ifigenia Trinidad había comenzado una maratónica y extenuante carrera por los lechos de los revolucionarios, disfrutando de los privilegios hasta ese momento exclusivos de la oligarquía cubana, ahora refugiada en Miami, y de los placeres que compartía con hombres que se desmoronaban ante ella seducidos por el color tabaco de su cuerpo.

Sin embargo, Ifigenia había terminado lanzándose del último piso del hotel Nacional, donde la mantenía encerrada el ministro del Interior para que ningún otro miembro del gabinete la viera. Tras su muerte reinó en las altas esferas de gobierno un duelo secreto de tres noches. Ministros, comandantes y jerarcas del partido lloraron en silencio su ida. Fue el titular de la Seguridad del Estado quien estableció la causa precisa del suicidio: Ifigenia Trinidad había descubierto que las extenuantes sesiones de amor en los cuartos de los mandamases revolucionarios comenzaban a esculpir huellas indelebles en su rostro, senos y nalgas. Prefirió la muerte a la ignominia de la vejez.

—¡Son idénticas! —pensó el policía recordando las fotos de Ifigenia en Bohemia, Granma,Verde Olivo y Juventud Rebelde, en las que era presentada como innovadora destacada en el campo científico—. ¡Son idénticas! —se repitió destemplado, rascándose la cabeza bajo la gorra, con la camisa desabotonada hasta el nacimiento de su velludo pecho.

Vistiendo una túnica transparente que realzaba su cintura de avispa y sus senos pletóricos, Paloma cruzó a paso rápido el aire frío del hall en que se empinan plantas de tallos gruesos y hojas grandes, y barrió con su mirada la cafetería. Convino en que el cantante debía estar aún en la pensión del paseo Martí.

Plácido del Rosal, quien ensayaba el viejo bolero Palmeras, de Agustín Lara, en su cuarto a oscuras mientras el poeta y la pintora dormían, se hallaba preparado para cualquier eventualidad aquella mañana, menos para la aparición de la mulata. Y cuando se acercó sigiloso a la puerta y la vio a través del ojo mágico, se sintió inundado por una mezcla de amor y odio.

Abrió sin pensar siquiera en que podía tratarse de una celada, y temblando de emoción la estrechó entre sus brazos. Paloma se dejó abrazar, besar y guiar por entre los libros y los lienzos que aún olían a pintura hacia el interior de la casa, hacia la oscuridad de la habitación de Romeo.

El cantante no atinó a encender la bombilla, atareado, como estaba, en recostar a la mujer sobre el lecho y desvestirla. Ella no opuso resistencia, y Plácido se estremeció al sentir en medio de las tinieblas que sus manos la despojaban de las prendas y lograban palpar su piel suave, sus vellos, sus sinuosidades compactas, sus honduras húmedas y bien lubricadas. Se desvistió atolondrado y comenzó a amarla sin más preludios.

Pero los bríos por tanto tiempo acumulados lo traicionaron prematuramente entre los recios muslos de la mulata, y cuando se acomodaba en el lecho dispuesto a encender un Lanceros, seguro de que la modorra también se apoderaría de Paloma, ella resucitó con una vitalidad sorprendente en medio de las tinieblas. Con su lengua áspera, las tibias yemas de los dedos y las puntas erguidas de sus pezones lo acarició tan sabia y excitantemente, que terminó por reanimarlo. Y fue así como Plácido descubrió placeres que no había experimentado ni tan siquiera en sus giras por Centroamérica, placeres prodigados por aquel perfumado cuerpo color del ron añejo. Y mientras el cantante se desgarraba en besos, caricias y contoneos, admitió que en materia de amor carnal solo podía aspirar a convertirse en un modesto aprendiz de la bailarina.

Dos horas más tarde, flotando extasiado en un abúlico sopor que ella estimulaba hurgándole en el cuero cabelludo, se sintió inmensamente feliz porque Paloma Matamoros al fin había sido suya. Encendió entonces la luz y admiró las líneas redondeadas de la mulata, que dormitaba con una dulce sonrisa en los labios, ajena a la lucha que habían librado sus cuerpos. Prendió el Lanceros y siguió con la vista el humo que ascendía hacia la bombilla. Por un instante se preguntó si sería conveniente confesarle que estaba al tanto del plan de los balseros de su cuartería.

—Quiero que nos casemos —murmuró de pronto Paloma Matamoros.

Creyó que sus oídos lo engañaban y esperó a que ella repitiera las palabras.

—Quiero que nos casemos —insistió más alto, mirando hacia el cielo raso, donde ya se desvanecía el humo.

Por toda respuesta, el cantante romántico besó emocionado sus labios.

—¿Me escuchaste? —insistió ella—. ¿No te embullas?

—Desde que te vi quise casarme contigo —reconoció y contempló de soslayo su propio pecho fláccido y sus piernas enclenques, y le regocijó que la mulata de fuego lo aceptara y quisiese como era—. Seremos muy felices, te mostraré el mundo, lo conoceremos gracias al bolero y a los ahorros de que dispongo.

Lo abrazó agradecida y lo montó, intentando que él se pusiera nuevamente en alerta. Era lo que correspondía tras la declaración de amor. Sus ojos verdes refulgieron cargados de satisfacción. Ya a horcajadas preguntó:

—¿Cuándo nos casamos?

—Por mí, nos vamos mañana mismo a Santo Domingo —dijo Plácido del Rosal, recordando que allá podría volver a utilizar su documentación auténtica, cosa ahora imposible, pues había ingresado a Cuba bajo la identidad de empresario paraguayo elaborada por el viejo republicano de Montevideo.

—¡Imposible! —exclamó ella con una mirada fiera.

—¿Por qué?

—¡No me dejan salir de la isla si no estoy casada con un extranjero!

Se le helaron los pies y el miembro. Sin reflejar el desánimo en su rostro, preguntó con voz profunda:

—¿Ni siquiera a Santo Domingo para casarnos? ¡Nos casan en un día! Volveríamos a buscar a tu hijo y nos marcharíamos.

—Imposible —repitió la mulata—. No me dejarían salir. Tenemos que casarnos aquí. Solo podría salir como tu esposa. ¿No sabes lo que es socialismo o eres casado?

—Mis papeles —balbuceó y soltó una estela de humo contra la bombilla germano oriental—.Mis papeles no están en regla.

—De ser así, estamos jodidos y podemos olvidarnos del asunto —advirtió ella e hizo una pausa. Luego se ordenó el cabello elevando los brazos y sus pezones apuntaron al cielo—. Aquí la documentación la examina la Seguridad del Estado.

—Tienes que confiar en mí —tartamudeó Plácido. El humo del cigarro orilló los pechos de la mujer—. Tendrías que esperarme a que vuelva con los papeles verdaderos.

—Algo por el estilo me prometió Yuri y no ha vuelto —recordó ella y se desmontó con la agilidad de un gato del cuerpo del cantante.

—Confía en mí —rogó él, incorporándose en la cama al ver que la mulata se ponía de pie y comenzaba a vestirse con celeridad—. Créeme, yo vuelvo y nos casaremos, y después nos vamos de Cuba.

—¿Crees que soy ingenua? —inquirió con ojos iracundos mientras buscaba su calzón. De un momento a otro echaría a llorar—. ¡Todos, todos los cabrones cuentan lo mismo!

—¡Paloma, te quiero, créeme! No sabes lo que arriesgo por ti —imploró el cantante con voz quebrada, constatando que la misma treta que le permitía evadir a sus perseguidores, le impedía ahora casarse con la mujer amada. De pronto parecía viejo y menguado, como si las innumerables madrugadas ante el micrófono hubiesen esculpido de golpe el paso del tiempo en su rostro.

La mulata terminó de vestirse, se calzó los zapatos y abandonó resuelta la habitación. Plácido del Rosal, en cueros y con el Lanceros en la diestra, salió detrás de ella y tropezó con una tela recién impregnada. La mulata destrababa ya el pestillo para salir al paseo del Prado.

—¡No me dejes! —gritó desesperado antes de que ella cerrase la puerta—. ¡Los vi armando la balsa!

Se volvió como azotada por un látigo. Sus ojos verdes refulgieron amenazantes y preguntó en un susurro:

—¿Me espiabas, cabrón?

—Fue casualidad, te lo juro.

—¿Me seguiste, comemierda? —gritó en la sala de estar, apoyando la espalda contra la puerta.

—¡Créeme, fue casualidad!

—¡Escucha lo que te voy a decir! —agregó la mulata a voz en cuello, gesticulando con ambas manos, sus senos temblaban—. Si te vas de lengua y caen mis hermanos, que son todos santeros, ten la seguridad de que alguien se encargará de hacerte picadillo y de lanzarte después a los tiburones de la bahía.

Y abandonó la casa dando un portazo furibundo.

Boleros en La Habana
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