19
—Señor Brulé, ¿cuánto tiempo piensa permanecer?
Era el paquistaní que administraba el hotel. Le formulaba la pregunta desde el otro lado del mesón, exhibiendo una profesional sonrisa de dientes albos y ojos vidriosos, mientras su mano velluda le entregaba la llave del cuarto.
Cayetano reconoció que era una buena pregunta para aquella mañana cálida. Después de la conversación con el padre de Olga Lidia, lo más aconsejable era visitar furtivamente a la parentela de Hialeah y retornar a La Habana a rendirle cuentas a Del Rosal y dar por concluido el caso. Con la muerte de la cubana había desaparecido el único eslabón que podía servirle de guía, por lo que la historia del medio millón de dólares quedaría como un enigma insoluble en su carrera.
Tuvo que reconocer hidalgamente que el dinero no solo le permitiría pagar los alquileres atrasados a la señora Von der Heyde, sino al mismo tiempo sobrevivir holgadamente por unos meses sin la penosa necesidad de restringir su cuota diaria de cigarrillos y cerveza. ¡No le quedaba otra! Tendría que ir a cobrar y volver a Chile con la esperanza de que surgieran nuevos casos.
—Lo pregunto —continuó el recepcionista viendo que Cayetano vacilaba en entregar su respuesta— porque acabo de ver que usted no cuenta con reservación.
Abrió un libro grueso de portadas amarillas y lo consultó.
—Ojalá eso no me signifique tener que abandonar ahora mismo el hotel —opuso el investigador privado.
—De ningún modo, señor —dijo el paquistaní y levantó los ojos ribeteados—. Según veo aquí, usted arribó sin reservación, y tuvo suerte, ya que el hotel suele estar lleno en esta época. ¿No ve? —volvió a consultar el libro—, usted ni siquiera tiene reservación para los próximos días. ¿Quién lo atendió a su llegada?
—Un muchacho que habla castellano.
—Ah, el cubano —comentó el administrador con desdén—. Menos mal que advertí su situación, señor, ¿qué decide entonces?
—Permaneceré dos noches más —repuso Cayetano, contemplando pensativo el ajetreo del Ocean Drive a través de la puerta de vidrio—. Dos días más. Digo, si es posible.
—Absolutamente, señor.
Apuntó con letra cuidadosa el nombre del detective en una de las páginas, hizo una reverencia tan profunda que estuvo a punto de propinarse un feroz frentazo contra el mesón y caminó hacia la mesita del fondo con el libro en la mano.
Cayetano se acarició satisfecho una punta del bigote y salió a la terraza. Tomó asiento bajo un quitasol, en una mesa adosada a la baranda de concreto, y se dedicó a contemplar el paso de las bañistas y el reflejo turquesa de las olas bajo el sol matinal.
—¡Coño, casi se me pasa! —exclamó mientras encendía un cigarrillo—. Ahora Plácido del Rosal sí puede abrigar esperanzas.