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Soy el cantante del amor
y cuando canto una canción
en ella pongo el corazón
para aliviar el cruel dolor
de aquel que siente una pasión
y no la expresa por temor.
De El cantante del amor
Mariano Mercerón
El cantante de boleros retornó a su patria una madrugada de abril después de haber actuado durante tres meses en bares y cafetines de Escuintla, Puerto Barrios, San Pedro Sula, Tegucigalpa, Jinotepegue, San Salvador y Ciudad de Guatemala.
La nave inició el descenso en los instantes en que el sol hacía reverberar los escarpados de los Andes y los riachuelos lanzaban sus primeros destellos de diamante desde el fondo de las quebradas. De pronto un agudo sonido de turbinas rasgó el aire cordillerano y minutos más tarde la máquina aterrizaba con estruendo en la pista del terminal aéreo de Santiago de Chile.
Emocionado, el cantante desabrochó su cinturón de seguridad, se cercioró de que la chaqueta estuviese abotonada correctamente, el nudo de la corbata descansara en su lugar y abandonó la butaca. Tras cumplir los trámites de inmigración, retiró su valija, la colocó sobre un carro y se alegró al notar que no la inspeccionarían.
—Debe ser porque me reconocen —se felicitó el cantante romántico mientras dejaba atrás a los engominados empleados de aduanas que revisaban maletas, bolsos y carteras.
Probablemente alguno de ellos había escuchado sus interpretaciones en los bares de Valparaíso o visto su retrato en las páginas de espectáculos, pues él —la revelación porteña, la voz que arrulla, el declamador de la ternura— ocupaba, sin lugar a dudas, un puesto destacado entre los numerosos cantantes románticos del país. Y si bien era cierto que aún no grababa su primer casete, circunstancia por cierto inquietante para un bolerista de cincuenta años, no se desalentaba, pues creía que a los estudios de sonido no siempre llegan los mejores, sino los más serviles, aquellos que dócilmente se ponen al servicio de los empresarios discográficos aceptando contratos leoninos y condiciones indignas. No, no necesitaba disimular su voz con el trucaje técnico de los estudios modernos, las tablas eran lo único confiable.
Sintió alivio al dejar la aduana no porque tuviese algo que ocultar —se consideraba un hombre honesto y de trabajo, incapaz de violar la ley—, sino porque le resultaba denigrante exhibir sus prendas íntimas a un extraño.
Pero no deseaba que se malinterpretasen sus sugerencias. Nada más lejos de él que aquellos artistas que tras actuar por breve tiempo fuera de las fronteras retornaban al país con acento extranjero, criticando lo propio y adulando lo foráneo. No, se dijo el cantante, de sus actuaciones en Centroamérica y sus tres noches fugaces en Miami Beach volvía a la patria tan modesto y sencillo como había partido.
Desembocó en un patio techado repleto de una muchedumbre que en el fresco de la madrugada esperaba a los suyos. Decepcionado y solitario, el cantante abordó un viejo taxi sucio que lo condujo hasta la ruta 68, donde tomaría el bus hacia el puerto. En cuanto llegara, visitaría los diarios para informarles sobre su exitosa gira musical. En la maleta traía fotos y recortes de diarios guatemaltecos, nicaragüenses y salvadoreños, que solían impactar positivamente a sus entrevistadores.
Estaba seguro de que la culpable de que nadie hubiese ido a esperarlo al aeropuerto era Norma Castejón. La dependienta del bar Cinzano y amante ocasional era la única persona que estaba al tanto de su fecha de retorno. Al parecer su amor despechado —durante su estada en Centroamérica jamás alcanzó a enviarle una tarjeta, demasiado atareado, como estaba, con las mujeres, el canto y el alcohol— la había llevado a ocultar su regreso al país. De lo contrario, se consoló el cantante ciñéndose la corbata, experimentando a través de su traje la brisa fresca de aquella zona yerma y desolada, muchos habrían venido a esperarme.
Volvía a su ciudad natal con solo mil dólares en el bolsillo, pero con una sarta de nostalgias, amistades y amoríos tejidos sobre el fondo cálido que brindaban la jungla, el altiplano y la costa, los cielos prístinos y las amplias avenidas flanqueadas por cocoteros. En sus labios aún portaba el dejo ligeramente ácido de las estremecedoras mujeres centroamericanas y en su memoria continuaba resonando el eco estridente de trompetas, claves, timbales y piano anunciando la entrada de su áspera voz nasal y viril, tan similar a la del fabuloso y admirado Bienvenido Granda, tan distinto al tono melifluo con que muchos cantan el bolero en el mundo andino.
Se apeó del taxi y, bajo el titubeante sol de la mañana, permaneció largo rato junto al trazo recto de la carretera. Admitió que en lo económico la estada había resultado un fracaso, porque los locales escogidos para sus actuaciones eran estrechos y poco frecuentados, y porque los centroamericanos, aparte de ser pobres, preferían el ritmo alegre, comercial y sin complicaciones bautizado por Óscar de León como «salsa», y las rancheras, difundidas desde hace decenios por las radioemisoras mexicanas.
Subió a un bus vacío, y mientras cruzaba cabeceando frente a colinas secas, viñedos cuadriculados y pueblos de calles desiertas, se dijo que debía volver cuanto antes a cantar en lugares como el Cinzano, el Valparaíso Eterno o el J. Cruz, y se juró que reanudaría trámites para que algún empresario de la farándula lo invitara nuevamente a Centroamérica para poder cubrir así las deudas que lo consumían.
Arribó a su modesta casa del cerro Monjas a mediodía, cuando el sol rajaba las piedras y los perros dormitaban a pata suelta en los portales. En su patio se habían secado los geranios y las margaritas, pero aún resistía la vieja begonia, roja como los copihues de Temuco. Se derrumbó extenuado sobre el sofá de mimbre del comedorcito, deshizo el nudo de su corbata y se fue hundiendo gradualmente en el sopor del mediodía.
Despertó con el ulular furioso del viento de la tarde arremetiendo contra los techos de zinc. Sólo tras vaciar la petaca de ron que cargaba en el bolsillo trasero, recuperó energías para abrir la valija. Entre sus recortes periodísticos, la ropa veraniega y las tenidas de actuación descubrió un enorme portatrajes de plástico que no le pertenecía. Descorrió el cierre.
—¡Santo Dios! —exclamó estupefacto Plácido del Rosal, aunque hacía cuarenta años que había dejado de creer en el Altísimo—. ¡Santo Dios! —repitió sin poder dar crédito a sus ojos.
En el interior del portatrajes se apretujaban incontables fajos de billetes de a cien dólares.