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Cinco minutos antes de las siete de la tarde, Cayetano Brulé cruzó a paso rápido la galería Condell, y preguntó en el mesón del hotel por la habitación de Covarrubias.
En tanto el recepcionista revisaba los registros, el detective se cercioró de no tener sombra. Se había lanzado a la calle una hora antes, dando varios rodeos para despistar a eventuales seguidores y estaba seguro, por los chequeos realizados, de que nadie lo espiaba.
—Pieza 21, cuarto piso, señor —dijo el recepcionista e indicó hacia el ascensor de jaula—. El hotel ocupa las plantas número cuatro, cinco y seis. Es mejor subir por el ascensor.
Cayetano prefirió la escala. Trepó los peldaños alfombrados y alcanzó el cuarto piso sin aire. Se dio un breve respiro en un sillón y luego cruzó un pasillo verde bañado por una luz mortecina que desdibujaba los contornos. En un dos por tres dio con la habitación y pegó su oído a la puerta. No escuchó nada. Golpeó y aguardó expectante. El rumor de la ciudad llegaba apagado hasta allí.
Esperó unos segundos, que le parecieron una eternidad y volvió a golpear, esta vez con vehemencia. El piso rechinó bajo sus pies. Escuchó toses y luego el fluir del agua de un estanque.
—Plácido —susurró y sus labios besaron la madera pintada de blanco. Volvió a tocar.
—Plácido.
Alguien se duchaba. Cayetano posó su mano sobre la manilla de la puerta y la presionó. La hoja cedió y chirrió estremeciéndolo. Adentro reinaban solo oscuridad y silencio.
—Plácido —susurró una vez más al entrar.
Cerró con cautela a su espalda mientras el corazón le palpitaba con furia. Buscó instintivamente suTanfoglio y recordó que se la habían robado en el cerro Polanco. Arrimando el hombro a una pared, avanzó unos pasos, pero su respaldo desapareció sorpresivamente y Cayetano se desplomó con estruendo.
Logró aferrarse a un trozo de tela, que cayó sobre él y lo cubrió. Adoptó la posición fetal anticipándose al ataque, pero nadie se abalanzó sobre él. En el cuarto seguían imperando la calma y la oscuridad. Azorado, se despojó lentamente de la tela, era un impermeable, y se irguió buscando a tientas un interruptor.
No tardó mucho en descubrirlo. Una lámpara iluminó tenuemente el cuarto desde el cielo raso y a dos pasos de él, arrimado a la cama deshecha, vio a un hombre tendido de bruces en medio de un charco de sangre. Una frazada cubría su cabeza.
—¡Plácido, coño! —exclamó con un nudo en la garganta.
Se arrodilló. Había recibido un balazo en la parte posterior del cráneo y otro en la espalda, a la altura del corazón. Descorrió la frazada y volteó el cadáver. El espanto aún se reflejaba en los ojos intensamente azules del Suizo.