19

A las nueve de la mañana del día siguiente, Cayetano Brulé ingresó al vetusto edificio del Registro Civil de Valparaíso, situado en las inmediaciones de su oficina, y solicitó a una funcionaria el certificado de inscripción y anotaciones vigentes de la camioneta Luv. Provista del número de la chapa, la mujer buscó en su pantalla durante algunos segundos e imprimió luego una tarjeta con los datos básicos del vehículo.

—¡Suzukito estaba en lo cierto! —exclamó para sí el detective mientras abandonaba el lugar en medio de una nube de personas que le ofrecían fotos para carnet y plastificación de documentos a precios módicos.

En la calle —era el primer día en que los aguaceros habían cedido lugar a un cielo intensamente azul y fresco— releyó con calma el certificado. La Luv, que en la noche anterior había estado a punto de causar un accidente de proporciones, era de propiedad de Roberto Michea Wichmann. Suzuki estaba en lo cierto. Aquel hombre era con toda seguridad el hijo del diputado Cástor Michea. Sumamente satisfecho con la primera pesquisa de la jornada, se encaminó al restaurante Hamburg.

Lo encontró vacío. Recién se iniciaba la actividad en la cocina y las sillas aún descansaban patas arriba sobre las mesas. La luz matinal entraba oblicua a través de la ventana, entibiando el piso del local.

—¡Otra vez tú por acá! —lo saludó Wolfgang desde la gran caja registradora con una huella de inquietud en su frente—. ¿Qué te sucede ahora?

—Ando muy urgido y escaso de tiempo —respondió Cayetano tras ordenar un plato de camarones de río al pilpil acompañados de salsa americana.

—Los camarones bien se comen al pilpil o a la americana —reclamó el alemán con mirada desconfiada—. Esa mescolanza que me pides a horas tan tempranas sin especificar si es desayuno tardío o almuerzo anticipado, no sé cómo se llama y me complica la vida.

—Ponle «camarones a la Cayetano Brulé» —porfió el detective con una sonrisa jovial y encendió un cigarrillo, mientras el dueño del restaurante se perdía en la cocina con un vaivén de marinero viejo—. Lo bueno siempre es resultado de mescolanzas, mi amigo.

—Déjate de filosofía y confiesa el motivo de tu aparición tan temprana —subrayó Wolfgang volviendo al rato con un plato atestado de camarones. Era capaz de reanudar, sin perder el hilo, las conversaciones que minutos atrás había dejado pendientes con su clientela. Se secó las manos en su delantal blanco como la nieve—. ¿Otro lío?

—Necesito saber si conoces a una familia alemana de apellido Wichmann, emparentada con el diputado Cástor Michea.

—¿Wichmann?

—Así es. Una mujer de ese apellido está casada con Michea. ¿Puedes averiguarme algo sobre ella a través de tus contactos con la colonia alemana?

Wolfgang frunció el ceño y apoyó sus palmas sobre el mesón. Escarbaba en su memoria mientras Cayetano recorría con la vista los mascarones de proa y detenía sus ojos miopes en uno que representaba a una exuberante mujer semidesnuda de pechos ubérrimos que parecía tener los ojos clavados en el horizonte. Luego observó brevemente el trazo de calle por donde cacharreaban a la vuelta de la rueda los buses de la mañana y dosificó los camarones con la salsa americana.

—¿Ubicas a algún Wichmann? —preguntó con la boca llena. Estaban frescos y la salsa en su punto.

—¿Crees acaso que tengo una Nixdorf integrada en la cabeza? —repuso Wolfgang—. Déjame pensar al menos un poco. ¿Una cervecita?

—Lo único que necesito ahora es el teléfono y un vaso de agua.

El alemán se alejó refunfuñando algo indescifrable, lo que Cayetano aprovechó para llamar a Margarita de las Flores.

—¿Mi amor? —preguntó al reconocer su tono de voz—. Le habla su «peor es na» para hacerle una consultita. Averigüe, por favor, todo lo que pueda sobre el diputado Cástor Michea, su esposa, de apellido Wichmann, y el hijo de ellos, llamado Roberto. Tengo toda la impresión de que viven en la zona y la certeza de que cuentan con servicio de empleadas domésticas.

Boleros en La Habana
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