22

Un gris oscuro, matizado por nubarrones amenazantes, se había emplazado aquella mañana de sábado sobre Valparaíso. El viento jugueteaba por los pasillos de la feria de las pulgas con hojas y papeles.

Cayetano Brulé se abrió camino entre los puestos y el público, y divisó al lustrabotas tuerto donde siempre, al final de las mesas que ofrecían libros, alcuzas, viejas máquinas fotográficas y planchas a carbón. Leía el diario.

—¡Qué tal, Moshe Dayan! —exclamó encaramándose sobre el sillín de los clientes, bajo el desteñido quitasol de la Coca-Cola, que en invierno servía de paraguas—. Hoy quiero buen lustre, la mejor defensa del cuero ante el agua.

El viejo —llevaba un parche negro de pirata sobre su ojo derecho— le entregó La Cuarta con la dosis de desnudas de la mañana, y apuntó con una sonrisa seca:

—Haremos lo imposible, don Cayetano, para dejarle estos mocasines como nuevos —replicó y se dio a la tarea de limpiar y embetunar el calzado.

Tras esquivar la insinuante mirada de una asiática que cruzaba los brazos sobre su pecho desnudo, el detective hojeó las páginas interiores del diario. Solo halló crímenes, denuncias de robos y estafas, entrevistas a jockeys y más fotos de espléndidas mujeres sin ropa.

Lo dobló desanimado y fijó sus ojos en la calva y las grandes orejas separadas del lustrabotas. Aquella cabeza llena de manchas y tan escasa de pelo almacenaba la más completa información sobre los bajos fondos de la ciudad y alrededores.

—¿Se enteró, don Cayetano, de que gracias a la nueva ley que aprobaron los caballeros —apuntó desdeñosamente con la boca hacia el edificio del Congreso—, los bolivianos podrán comprar terrenos en costas chilenas?

—Eso se llama integración, Moshe Dayan.

—No me trate de convencer con palabras hueras, don Cayetano —alegó untando con betún los mocasines—. Muchos parlamentarios deberían estar presos.

—¿Y eso a santo de qué?

Un gramófono echó a volar la voz de Carlos Gardel entonando El día que me quieras y la feria lo escuchó en silencio.

—¿Sabe? —añadió el lustrabotas interrumpiendo su labor—. En esta plaza yo desconfío de todo aquel que por obtener un puestito pague más de lo que va a ganar con él. Es justo, ¿no?

—Así es, Moshe Dayan.

—Me alegra que me dé la razón —exclamó moviendo su único ojo de un punto a otro—. Me alegra, porque muchos de nuestros políticos gastan en sus campañas varias veces el sueldo que perciben durante su período en el Parlamento. ¿Y quién les suple la diferencia o son masoquistas del billete?

—Buena pregunta —repuso Cayetano sonriendo pensativo.

—A todos esos yo los metía presos por mera sospecha —enfatizó el lustrabotas volviendo a embetunar—. Habría que investigar muy bien la carrera por llegar a ese edificio, en que dejan luces encendidas por las noches para que creamos que se desvelan trabajando.

Cayetano aguardó a que se desahogara. Al menos no despotrica hoy contra los países vecinos, pensó. Su aversión por ellos había surgido treinta años atrás, cuando un marinero boliviano, fenómeno escaso mas no inexistente, le había engarriado el ojo derecho en una riña en el Roland Bar del puerto.

—Escúchame, Moshe —dijo al rato Cayetano al tiempo que disfrutaba del cosquilleo en el empeine—. Necesito tu ayuda.

Se quedó inmóvil, con la boca abierta, paseando su ojo por los del detective.

—Usted dirá.

—¿Conoces a un tal Bobby Michea?

El tuerto rumió unos instantes algo que solo podía ser su lengua y se rascó la cabeza. Una arruga grande y profunda le surcó la frente.

—¿Michea? —repitió con extrañeza, colocando el trapito sobre una página de diario calzada por los costados con piedras—. ¿Michea, el diputado del norte?

—El hijo del diputado. ¿Has escuchado de él?

—No —respondió resoplando, y agregó—: ¿Qué edad tiene?

—Unos veinticinco. Es idéntico al padre. Vive en la zona.

—¿Y qué quiere?

—Necesito saber dónde diablos anda metido.

—Si es soltero y mujeriego —respondió Moshe Dayan con el ojo en llamas—, se lo ubico fácil por diez lucas, don Cayetano.

Boleros en La Habana
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