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Aquel atardecer frío y lluvioso el bueno de Bernardo Suzuki aguardaba a Cayetano Brulé a la salida del aeropuerto de Pudahuel, de Santiago de Chile.

—¡Viene más tostado, gordo y pelado, jefecito! Mucha salsa y mulata en La Habana, ¿eh? —le preguntó, arrebujado y feliz en su verde parka sintética, en cuanto lo vio salir con la maleta de madera del edificio.

—De salsa y mulatas, nada, mi hermano, que lo que traigo es mucho trabajo y poco huiro —replicó el investigador examinando preocupado su maleta, que ahora mostraba una estría adicional por una de sus caras. Si no le clavaba de inmediato un par de tachuelas, tendría que despedirse de ella.

Corrieron bajo la densa cortina de agua y buscaron refugio en el Lada. Olía a tabaco, en los asientos asomaban los resortes y las gomas de las ventanillas rezumaban agua. Cayetano intentó el arranque, pero el motor se negó a obedecer y los cristales se empañaron rápidamente.

—Va a tener que empujar usted, jefecito, que este ruso no se va a mover ni a cañonazos —advirtió Suzuki intentando un tono grave y convincente—. Al menos así entrará en calor.

—Mejor te bajas tú que llevas parka y botas, mira que yo solo vengo con esta guayabera que me costó una friolera en los famosos Duty Free Shop, y mis fieles mocasines muestran varios hoyos en su suela.

—Entonces, lo mejor que puede hacer es botarlos, jefecito, botarlos y decirme dónde los botará.

—¡Qué va, mi hermano! Es muy difícil separarse así como así de quince años de biografía personal. Además, con suela nueva y una buena lustrada del Moshe Dayan quedan nuevecitos.

El motor del vehículo pareció compadecerse al fin de sus pasajeros y accedió a andar. Poco después se encontraron en la ruta 68, que conduce a Valparaíso, fumando inmersos en una humareda que podía cortarse con tijeras y olía a bencina. Por los campos se arrastraban nubes amenazantes en dirección a la cordillera.

—Este clima explica por qué aquí no hay sandungueo ni interminables pláticas a la sombra de portales —comentó Cayetano.

—Por algo somos los ingleses de América, pues, jefecito.

—Más que eso, Suzukito, ustedes son los chilenos de América —repuso el detective, que detestaba la frase de su ayudante—. Y si son los ingleses, habría que establecer quiénes son entonces los chilenos del continente, cosa por cierto harto difícil, porque, que yo sepa, nadie más desea serlo.

—No se ponga tan tropical, jefecito.

—Pero ustedes no son los únicos —agregó serio—, los costarricenses se consideran los suizos, los cubanos los israelíes y los argentinos los italianos de América Latina. ¿Habrá alguien en este continentazo que acabo de cruzar en avión que se conforme con ser lo que el destino le deparó?

Una claridad grisácea que comenzaba a perfilarse entre las crestas de los cerros costeros les insufló la esperanza de que pronto amainaría. Ahora les inquietaba el deficiente funcionamiento del limpiaparabrisas izquierdo, único que operaba, por lo demás.

—¿Y la casa, Suzukito? ¿Todavía en pie?

—Sí, aunque su perrita está en estado interesante, no sabemos de quién. Algún perro acróbata que saltó la reja.

—Espero que Margarita no haya sufrido un percance similar.

—¿Conoce a algún acróbata, jefecito?

—¿Pero dime, qué pasa con la casa, chino irrespetuoso?

—Aún de pie, jefecito, aunque se llueve por todos lados.

Cuando avizoraban el pueblo de Curacaví, el Lada comenzó a toser y a dar corcoveos. Luego se detuvo.

—¡Se le mojaron las bujías! —apostó Suzuki.

—Si es que tiene. Ahora hay que esperar a que escampe —pronosticó el investigador con el cigarrillo colgando de los labios—. No podemos ni bajarnos. ¡Nos agarraremos de seguro una pulmonía!

El destartalado vehículo quedó detenido a un costado de la carretera, bajo un aguacero que parecía arrojado con cubos.

—Nada que hacer —exclamó Suzuki y pasó un paño amarillo por el parabrisas—. El sistema eléctrico debe haberse mojado.

—Bueno —reaccionó Cayetano restándole importancia a la falla del motor—, me estabas contando de la casa.

—Cierto —admitió Suzuki—. Al jardincito le vinieron de perilla las lluvias, no así al techo, que se llueve hace días.

—Me lo imaginaba. ¿Le avisaste a don Walter para que lo hiciera reparar? Eso corresponde al propietario de la casa, tiene que dejarme el techo en orden.

—Olvídese, jefecito. Don Walter huyó con su señora, como todos los inviernos, a República Dominicana, y no volverá hasta septiembre. No quiere parar las chalupas en el mes de los gatos.

—Poco me importa la suerte que corra ese chupasangre —alegó el investigador—. ¿Y tú no trataste al menos de arreglar mis goteras?

—Puse bacinicas y cacerolas bajo cada una. Bien no se ve, pero suena romántico y no se moja el piso. Por cierto, me debe una bacinica de madame Eloise. ¡No se imagina lo que me costó convencerla para que me la prestara! Ahora tiene que cruzar el patio cuando le vienen las ganas en la noche.

Un bus pasó a gran velocidad rociando a través de la ranura de la ventana el rostro de Cayetano.

—¡Buses de porquería! —vociferó Suzuki impotente, observando de reojo cómo su jefe intentaba enjugarse el lodo de su bigote.

—El día que tenga dinero —repuso Cayetano tras arrojar la colilla empapada a la carretera— te voy a regalar estas latas y me voy a comprar un Chevrolet 1959, que es el mejor carro que se ha construido en el mundo.

Boleros en La Habana
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