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Duermen en mi jardín las blancas azucenas,
los nardos y las rosas;
y mi alma, muy triste y pesarosa,
a las flores quiere ocultar su amargo dolor.
Yo no quiero que las flores sepan
los tormentos que me da la vida;
si supieran lo que estoy sufriendo,
de pena morirían también.
De Silencio
Rafael Hernández
Cuando Plácido del Rosal vio por primera vez el escenario bajo las estrellas del Tropicana, supo de inmediato que estaba en el cabaret más hermoso del mundo y que jamás hallaría sosiego en su vida si no lograba cantar allí sus apasionados boleros. Veintiún violinistas negros vestidos de punta en blanco bailaban en las tablas al ritmo de un compás lánguido y sensual, exhibiendo sus dientes albos mientras interpretaban María la O.
Solo cuando el mozo vestido de traje y pajarita emergió para consultar la orden, Plácido se percató de que Sinecio Candonga, el hombre que le servía de chofer al volante del destartalado De Soto, seguía de pie junto a la mesa.
—Toma asiento y pide lo que quieras, que ignoro el milagro que nos transportó a la era de tu automóvil —dijo el cantante.
Ordenaron daiquiris y un par de antojitos para aguardar la cena. Pese a que el show se iniciaba recién dentro de una hora, el Tropicana estaba ya colmado de turistas. Ocuparon aquella mesa de la primera fila que se ubica justo frente a la escalinata central del escenario, y se prepararon para admirar de muy cerca las tentaciones de la carne.
—Al término del show, la Conga de Jaruco se tira arrollando por esas gradas —comentó Sinecio enfervorizado. Lucía una impecable guayabera celeste—. Y lo mejor son las mulatonas que bajan en cueros meneando el culo y sacudiendo las tetas.
—Más pareciera que te la pasas en el Tropicana que al mando del De Soto —dijo Plácido del Rosal, volteando su rostro, en el que ya tomaba forma el bigote canoso sugerido por Cayetano Brulé, para dirigir una mirada furtiva a las mesas a su espalda. En la atmósfera eléctrica olió perfumes y escuchó idiomas desconocidos. Los daiquiris y entremeses —mariquitas, boniato frito, fufú y croquetas— arribaron con prontitud.
—Vengo a menudo —admitió Sinecio, lanzándose en picada a la comida y el trago—. Pero siempre gracias a extranjeros. A los cubanos nos está vedado entrar aquí, a menos que paguemos en dólares, empresa más difícil y riesgosa que conseguir doblones.
Plácido del Rosal evocó sus actuaciones en los modestos escenarios centroamericanos y experimentó envidia. Allá solía cantar en teatros estrechos y sombríos, pasados a naftalina, y en las plazas públicas, donde lo escuchaban los miembros de las juntas de vecinos y las empleadas domésticas, además de indios analfabetos, campesinos sin tierra y soldados rufianescos. Pero nunca había logrado presentarse en algo parecido al Tropicana.
Se juró que un día no muy lejano, parapetándose detrás de su bigote cano, el pelo teñido de blanco y un buen nombre artístico, cantaría en aquel cabaret. Sería la culminación de su carrera. Algo posible, puesto que era de suponer que los cubanos aceptarían dichosos diversificar el espectáculo con algún bolerista extranjero que cobrara poco. Y su emoción se acrecentaba al imaginar que en la década del cincuenta, sobre esas mismas tablas, habían actuado figuras de la talla de Beny Moré, Bola de Nieve, Eddie Gormie, Leo Marini, Los Panchos, Los Duendes, Los Tres Ases, Lucho Gatica, Nat King Cole y el intérprete a quien más admiraba y que imitaba, el fabuloso Bienvenido Granda.
—No me largo de esta isla sin haber cantado aquí — masculló.
—¿Qué dice? —preguntó Sinecio Candonga.
—Nada —repuso elevando su vaso frío, como si brindara—. Cosas del bolero.
A las diez en punto una cascada de luces y humo de a colores, el sonido estridente de metales y bongós, y la aparición bajo los reflectores huidizos de un ejército de esculturales mujeres semidesnudas inició el espectáculo.
—Es como degustar varios buenos vinos a la vez —lamentó el cantante al ver aquellas piernas firmes, las caderas generosas y los talles de avispa sacudiéndose al ritmo embriagador de la música tropical.
Y en el instante en que admiraba los pechos turgentes de las bailarinas que se contoneaban a escasa distancia de él, una gran jaula dorada comenzó a descender lentamente desde el cielo sobre el escenario. Los reflectores, estimulados por el fragor de tambores y metales, se posaron sobre una bellísima mulata que bailaba dentro, ataviada solo con un traje exiguo, zapatos plateados de tacón de aguja y una toca alta de la que pendían papagayos, bananos y faroles de papel maché.
—Es Paloma Matamoros —comentó Sinecio Candonga muy bajo, pero su voz bastó para horadar el estruendo de la orquesta y hacer detonar el aplauso frenético del público.
En medio de aquel estallido de aprobación, la puerta de la jaula fue abriéndose lentamente hasta que Paloma Matamoros la traspuso seguida de una nueva descarga, ahora solo de timbales. Sonreía y bailaba sensualmente rompiendo el velo de la noche húmeda, tibia y perfumada.
Plácido del Rosal suspiró azorado y se dijo que aquellas caderas cimbreantes, el ombligo duro, los muslos recios y los senos pletóricos de Paloma Matamoros eran mucho más de lo que había ansiado en sus febriles noches solitarias en casa del poeta.
—Si no existiera —balbuceó—, habría que inventarla.