23
A la mañana siguiente, muy temprano, Cayetano Brulé se dirigió al downtown de Miami. Por el este se levantaba un sol que pronto desaparecería detrás de gajos de nubes blancas. Se sentía bien, llevaba consigo el número de la tarjeta de Cintio Mancini y abrigaba la esperanza de que Dora Wilson, aquella salerosa dependienta del mesón Hertz del aeropuerto, pudiera ayudarlo.
En una cafetería del Little Havana ordenó cuatro huevos fritos, un guarapo y un tazón de café con leche antes de comenzar a leer El Nuevo Herald, que anunciaba, como solía hacerlo a diario desde hacía más de treinta años, la inminente caída de Fidel Castro. Escuchó música de su tierra, fumó plácidamente un cigarrillo y con una sensación de hartura —que se le hizo más insoportable a medida que aumentaba la reverberación— se dirigió en su automóvil al aeropuerto.
El área de arribo era un hormiguero y avanzó a paso resuelto por el pasillo central, donde ondeaba un aroma a café tostado y pastelería fresca mezclado con el aire de los acondicionadores.
De lejos divisó a Dora, quien platicaba animadamente en el quiosco con sus colegas, todas uniformadas de blusa blanca y falda azul. Se acodó en el mesón, meneó varias veces la cabeza, como suelen hacerlo los guapos cubanos, y la contempló deleitado a través de sus dioptrías.
—¿Qué tal? ¿Te acuerdas de mí?
—¡Cómo no! ¡No hay quien se olvide de tu nombre y tu facha, mi niño!
—Pues bien, vine para hacerte una consultita —repuso inspeccionando su guayabera demasiado estrecha y abultada a la altura de la barriga, sus pantalones café ya brillosos y sus mocasines. Pero se insufló ánimo, sintiéndose bien emperejilado.
—¡Para llevarme a cenar y a bailar basta con que me consultes por teléfono! —bromeó ella, ahora arrimada al mesón.
Es un pimpollo con humor, reconoció Cayetano mientras percibía el beso frío de su guayabera empapada contra la espalda. Le atraían especialmente las mujeres con temperamento, y Dora no solo tenía eso, sino también un cuerpecito fino y proporcionado, de aquellos que prometen vigor inagotable contra viento y marea. Es de las flacas felices, a las que un poco de acné en las mejillas las hace parecer más jóvenes y apetitosas, se dijo posando sus ojos miopes en el nacimiento de los senos menguados que exhibía su escote.
—Es mejor que conversemos con calma tomando un cafecito allá al frente. ¿Te parece?
A los pocos minutos estaban sentados en la barra de una de las cafeterías y ordenaron sendos cafecitos cubanos.
—Dora, ¿desde cuándo vives en Miami?
—¡No digas que eres del FBI! —replicó sonriendo—. Estoy legal aquí, por si acaso. Llegué el ochenta, huía de los sandinistas y, como ves, sigo aquí —soltó un suspiro y con la mirada perdida entre las botellas que colgaban pico abajo, añadió—: No es fácil aquí tampoco la vida.
—Dime, Dorita —dijo Cayetano, interesado en llegar al tema que le inquietaba—. ¿Es posible identificar el país donde fue otorgada una tarjeta de crédito a partir de su código?
—¿Y eso a qué viene?
—Me timaron por ahí.
—¿Tan madurito y todavía bobo?
—Creo que podrías ayudarme. Las empresas que alquilan automóviles trabajan ligadas a los institutos de tarjetas de crédito. ¿No es así?
Ella cruzó una pierna por sobre la otra, desentendiéndose de la falda, con una suerte de duda en la mirada, reflexionando indecisa.
—Pero cuéntame para qué necesitas eso.
—¡Es una historia más larga que la del tabaco! Te juro que la conocerás en cuanto salgamos a bailar. Vamos, chica, no seas malita…
—Creo que es posible —dijo al fin. Los pómulos se le marcaron con fuerza y cargaron su rostro de delicada sensualidad—. ¿Tienes el número de la tarjeta?
—Aquí está.
—Déjame ir a averiguar —anunció con el papelito entre sus dedos atestados de baratijas.
La siguió con la vista mientras se confundía entre los pasajeros. Caminaba ligera y con la cabeza erguida, el pelo negro le caía como una cascada. La vio virar alrededor del mesón y telefonear muy seria, haciendo apuntes. Cayetano encendió un cigarrillo.
—¿Fomentando el cáncer al pulmón entre los pasajeros de este magnífico aeropuerto? —bramó de pronto una voz a su espalda. Giró en el asiento y se encontró con la mirada imperturbable y severa de un policía con trazas de latino—. O apaga el cigarrillo de inmediato o le paso una multa formidable ahora mismo. Elija.
—Disculpa, mi hermano, es la costumbre —respondió y tirando la colilla al suelo la aplastó con la punta del mocasín—. En mi patria se fuma hasta en las maternidades. ¡Te juro que fue el último! Si me multas, solo me queda asilarme.
Sin responder, y escandalizado por la colilla que yacía en el piso, el policía se alejó meneando la cabeza y se detuvo a conversar con unos portamaletas negros.
—La tarjeta fue otorgada a un tal Cintio Mancini en 1990 —dijo Dora Wilson sentándose de pronto a la barra. Exhibió sus muslos asoleados.
Cayetano lanzó un bufido y masculló:
—Eso ya lo sabía.
—Está congelada desde hace dos meses.
—Vaya, eso es algo nuevo.
—Y lo que sí debías saber es lo siguiente, mi cubanito trasplantado —añadió ella con ojos perturbadores—. ¡Fue emitida por American Express y nada menos que en Chile!