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Cerca de las tres de la tarde, y tras solicitarle por teléfono a Elvio Azócar, el empleado de Impuestos Internos, datos sobre la situación de Kindergarten, Cayetano Brulé se dirigió en su cacharro a la fábrica. Aún le resultaba inexplicable que el hijo del diputado Cástor Michea hubiese estado la noche anterior descargando material en aquel lugar.
En la oficina solo se encontraba nuevamente el encargado de ventas. Del galpón provenían chirridos de sierras y martilleo.
—Aquí estoy otra vez —dijo Cayetano tratando de caer simpático—. Vine a conversar sobre precios.
—Mayores rebajas son imposibles —advirtió Tamayo después de devolverle el saludo.
Andaba de mal humor. Llevaba una chaqueta de cuero sobre su delantal percudido y el pelo grasiento. Sus manos, tan moradas como sus labios, delataban el rigor del frío y entumían aún más a Cayetano Brulé. Le obsequió un Lucky Strike y se pusieron a fumar. De la cara del flaco, un verdadero gajo de limón con dos pequeñas incrustaciones negras, se esfumó el aire avinagrado.
—¿Seguro que no hay más rebaja? —preguntó el detective—. ¿No tiene posibilidad de maniobra? ¿Mueblecitos de segunda, quizás?
—Difícil, difícil —comentó el dependiente meneando la cabeza. Tenía el cuello lleno de espinillas y la barba mal afeitada, y ahora fumaba con fruición delante del letrero que prohibía fumar—. Pero sígame, veamos lo que queda en bodega.
Pasaron al galpón a través de un pasillo estrecho y se hallaron bajo un techo de zinc, donde trabajaba una decena de personas. Cruzaron en diagonal sobre la virutilla humedecida, fanquearon una sierra y un torno en funcionamiento, y alcanzaron un rincón donde se apilaban muebles infantiles y caballitos.
—¿Y esos? ¿No son de segunda?
Tamayo se rascó entre las piernas. Luego acarició pensativo el cigarrillo, y preguntó lo mismo a un trabajador.
—La cantinela de siempre —dijo este con las manos enfundadas en los bolsillos traseros del pantalón—. Fallas de terminación. Cabezas quebradas, colas despegadas…
—Me refiero a las mesas con las sillitas —aclaró el flaco.
—Están reservadas, pero hay que repasarlas. Saldrán para el Alto Las Condes, de Santiago, en cuanto las repasemos.
—Pobres caballitos —comentó Cayetano examinando uno con detención. Su hechura y colorido evocaban a los caballitos de carruseles antiguos. Sus patas traseras estaban sueltas y tras enseñárselas al flaco, inspeccionó otro animal, uno con riendas y espuelas talladas y pintadas en tonos dorados. Advirtió que tenía el cuello desencajado.
—¡Sabiendo que el mercado europeo es tan exigente, esta gente no se ocupa de hacer bien las cosas! —exclamó el flaco.
—¿La partida salió entonces esta mañana con menos caballitos de lo planeado? —inquirió el detective.
—Eso es lo que me extraña —repuso el jefe de ventas con el ceño fruncido. Dio una intensa chupada al cigarrillo y miró en derredor—. Me extraña, porque en mis registros aparecía un embarque completo.
—Bueno, eso lo pueden paliar con el próximo embarque —opinó Cayetano—. ¿Cuándo sale el próximo?
—Este viernes, nuevamente para Hamburgo. Los alemanes se están volviendo locos con nuestros productos.
—Y dígame, ¿qué hacen con los muebles y los caballitos fallados? ¿Los arreglan y los envían al extranjero?
—Se reparan y se venden en el mercado nacional, que es menos exigente —repuso Tamayo dispuesto a volver a la oficina.