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Descubrieron quince bolsas plásticas conteniendo cocaína en polvo en cinco de los primeros cuarenta caballitos de balancín que aserrucharon. La droga estaba disimulada en el cuerpo de los animales, que habían sido ahuecados por el cuello.

—Pasen por el cedazo a todos los pingos y hagan lo mismo con los muebles, por si acaso —ordenó el inspector Zamorano y palmoteo con indisimulado afecto la espalda de Cayetano Brulé.

Estaban en el galpón de la fábrica. Reinaba un ajetreo endemoniado y estruendoso. Mientras un grupo se daba a la tarea de aserruchar las maderas y almacenar los paquetes de polvo blanco sobre una lona extendida en el suelo, otros policías procedían a chequear la documentación de los empleados de la empresa, que mantenían detenidos detrás de una gran sierra eléctrica.

—La clave consiste ahora en establecer dónde prepararon los caballitos —agregó el inspector dirigiendo su mirada entusiasta de Bernardo Suzuki al detective—. Me parece improbable que los obreros hayan estado al tanto del negocio. ¿Quién es el dueño de esto para registrar su casa y detenerlo en el acto?

—No te caigas de espalda —anunció Cayetano—. Es el diputado Cástor Michea.

—¿El diputado Michea? —balbuceó el inspector lívido—. ¿Hablas en serio? ¿Pero tú sabes lo que eso significa?

—Me lo imagino —replicó Cayetano ajustándose el nudo de su corbata de guanaquitos—. La ley pareja no es dura, ¿o haces diferencia entre sospechosos?

—Para, para, cubanito —alegó el inspector elevando sus palmas hasta la altura de los bigotazos de Cayetano—. No te olvides de que estamos en Chile, donde los parlamentarios han sido intachables, y no en una república bananera.

—No hay que dar a nadie cheques en blanco, mi amigo.

Zamorano se aclaró la garganta y escupió malhumorado. Luego extrajo una caja de cigarrillos, y dijo lentamente, como quien extrae una carta maestra de entre la manga:

—Michea goza de inmunidad parlamentaria y su domicilio es inviolable.

—¡Pero, Horacio, no seas pendejo! —alegó el detective asiéndolo por las solapas. El inspector miró con ojos inyectados, sorprendido por el arrebato de repentina violencia—. Estamos ante un caso in fraganti. ¡Tienes que atreverte! ¡Vamos a esa casa!

Los policías hallaron en aquel instante nuevas bolsas de cocaína dentro de los caballitos. Zamorano encendió un cigarrillo y aspiró profundo. Comenzó a pasearse por el galpón como bestia enjaulada.

—No es seguro de que él tenga alguna responsabilidad —dijo al rato mientras mordía un fósforo—. Como dueño puede no tener idea de lo que sucede en su empresa. Tú no eres responsable por lo que puede estar ocurriendo ahora en tu auto.

—Eso es cierto —admitió Cayetano—. Pero en los papeles aparece su hijo Bobby Michea como administrador de la fábrica, y él sí que tiene que dar la cara. Vamos a registrar su casa, que es la misma del diputado.

Zamorano resopló con el fósforo clavado entre los dientes. Lo paseó de una comisura a otra y preguntó:

—¿Ya habías metido entonces tus narices en el asunto sin avisarnos? —se restregó la cara como para liberarse de una tela de araña y arrojó el fósforo al piso—. ¿Crees que estás en tu mierda de isla, cubano? ¡Este es un país serio!

—Déjate de bravuconadas y actúa, entonces —masculló el detective y se acomodó con gesto mecánico los anteojos sobre la nariz—. ¡Vamos, actúa, Zamorano, olvídate de que Michea es diputado! ¡A ver, demuestra que tienes los timbales bien puestos!

—¡Intruso del carajo! Habría que revisar tu permiso de residencia —balbuceó Zamorano y se alejó en dirección a sus hombres, que seguían descuartizando animales.

—¡Y si piensas hacer lo que corresponde —gritó el detective por encima del ruido de sierras y serruchos—, no le anuncies a nadie tus planes! ¡Te pueden datear al fulano!

Cayetano Brulé encendió un Lucky Strike y lo aspiró con fruición, necesitaba sosegarse.

—Jefecito, no se olvide de mí, pues —escuchó decir de pronto a Suzuki.

Le estaba ofreciendo un cigarrillo, cuando reapareció Zamorano. Caminaba con los puños cerrados y el rostro encendido. Le temblaba la barbilla. Dos policías jóvenes lo seguían con sus metralletas.

—Vamos —anunció.

Cayetano, Zamorano y Suzuki se embarcaron en el Lada. La pareja de jóvenes se introdujo en uno de los Fiat y ambos vehículos dejaron atrás las casas de Concón y enfilaron por una recta mal asfaltada.

—¿Pero estás seguro, cubano, de que Michea está detrás de todo esto? —preguntó una vez más el inspector. Suzuki fumaba en silencio en el asiento trasero mientras el vehículo daba feroces barquinazos.

—Por lo menos es el principal accionista de la empresa y yo vi caballitos, aserrín y viruta en su propia casa.

Zamorano se restregó la frente y las mejillas. Dijo:

—A estas alturas de la vida, lo único que no puedo permitirme es meter las patas.

—Tú tranquilo, muchacho, que Cayetano nunca te ha defraudado —insistió tomando una curva cerrada que el Lada atacó tosiendo. El parabrisas se empapó de gotitas y sal. Avanzaban ahora a lo largo de la costa embravecida—. La fábrica es del diputado y los caballitos fueron cargados en su propia casa.

—No te creo nada, cubano.

El vehículo corrió junto al estero de Reñaca, subió por Cladonia, una calle sinuosa y empinada por la que fluía a raudales agua enlodada, y se detuvo ante una mansión verde, construida junto a una curva. Estacionaron a distancia prudente.

—Aquí es —dijo el detective silenciando el motor—. Y ahora, muchacho, ¿vas a tocar el timbre para que te inviten a un tecito o vas a actuar como corresponde?

Boleros en La Habana
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