20

Tú me acostumbraste a todas esas cosas

y tú me enseñaste

que son maravillosas; sutil, llegaste a mí

como la tentación,

llenando de inquietud mi corazón.

De Tú me acostumbraste

Frank Domínguez

Plácido del Rosal aguardó a Paloma Matamoros a la salida de su camarín, en el oscuro patiecito de los artistas del Tropicana. Desde hacía días el bolerista actuaba con singular éxito bajo el nombre de Angelito King Cubillas.

—Ya compré en la diplotienda gran parte de lo que me pediste para Senén —anunció mientras ocupaban una mesa en la platea y ordenaban una botella de Havana Club de siete años y masitas de puerco asado con arroz congrí. El espectáculo de aquella noche tibia y perfumada había finalizado y ahora el público bailaba en el escenario al son de la orquesta del cabaret.

—Dame lo antes posible todo lo que ya tengas —respondió Paloma—. Así nos aseguramos de que desaparezca pronto.

—¿Sabes?, he estado pensando una cosa —dijo el cantante mientras las trompetas y los timbales resonaban estremeciendo a las parejas—. A lo mejor deberías pensar en marcharte con la gente de Senén.

—¡Qué va, mi niño! —exclamó ella desconcertada y se aferró a la mano de Plácido—. ¿Subirme yo a una balsa con Sasha? ¡Nos devoran los tiburones si naufragamos! ¿Y a santo de qué viene todo este cambio de planes ahora?

Estaba enardecida. Una gota de sudor le resbalaba por el cuello y se perdía por el canal de sus senos.

—Lo he pensado mucho —explicó Plácido intentando apaciguarla—. Creo que no me será fácil volver con otros documentos y obtener el permiso para casarnos.

—¿Eres realmente paraguayo o eso también es mentira?

—No, no soy paraguayo —admitió el cantante—. Soy chileno.

—¿Y tu gente también te pondrá dificultades para casarnos? ¿Aun con los papeles en regla?

—En cierta forma. Corro el peligro de que me sorprendan y me encarcelen —mintió el cantante para no confesar que huía—. ¿Por qué no te vas entonces con Senén? —insistió—. Yo les conseguiría un motorcito y cuanto necesiten. Después nos encontramos de alguna forma en Miami.

La mulata guardó silencio durante unos instantes. Sus ojos vagaron por el lugar y buscaron finalmente los de Plácido.

—Lo haría si no existiese Sasha —dijo pensativa—, pero aún es muy pequeño. Si naufragamos, morirá, y si nos descubre la Seguridad del Estado, me lo quitarán. ¡No puedo! —sollozó.

Ahora la orquesta interpretaba Hablar contigo, de Carlos Puebla, entonado por un pasable cantante holguinero, mientras las parejas se fundían en furiosos abrazos entre las tinieblas que flotaban sobre las tablas.

—Está bien, Paloma, yo volveré en poco tiempo con mis papeles en regla y nos casaremos —añadió Plácido al rato—. Pero prométeme que si yo no regresara, tú te fugarás a como dé lugar. No olvides, en Miami Beach debes buscar el Waldorf Towers, y si llegas allí, yo lo sabré.

—Y yo quiero ser franca contigo —replicó Paloma, quien olía a pétalos de rosa—, lo único que deseo es irme para el carajo de esta miseria, al igual que todas las bailarinas que trabajan en este cabaret. ¿O por qué crees que tras el show bajamos a acompañar a los turistas? ¿Crees que es para disfrutar sus miradas vacías y sus pieles lechosas? No, muchacho, es para ver si ligamos a uno que quiera casarse con nosotras y sacarnos de la isla.

—Confía en mí —imploró Plácido con una voz tenue. El holguinero interpretaba ahora Antillana, de Oréfiche y Vásquez—. Tengo dinero suficiente para que nos vayamos de Cuba a vivir a otra parte, adonde tú quieras, contigo y tu hijo.

—No me convences —dijo ella cortante.

—Cree en mí —insistió Plácido—, me iré en un par de semanas y volveré con los documentos en regla para casarnos. ¡Ten confianza!

—El gran Yuri Simonov me juró hace más de cinco años que volvería, también lo hicieron tres mexicanos, un español y dos chilenos —repuso Paloma Matamoros vaciando de un golpe su medida doble de ron—. ¿Y dónde están?

El cantante de la orquesta anunció un receso y el público lo dejó irse en medio de aplausos. La música, afrocubana, emergía ahora de una grabación. Eran cerca de las dos de la mañana y empezaba a refrescar.

—Las conservas y las cámaras de neumáticos las llevaré adonde ustedes me digan —anunció Plácido al rato.

—Recuerda que faltan gasolina, bronceadores y sogas —dijo ella—. Cuando tengas todo, me avisas y hacemos el trasiego.

Boleros en La Habana
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