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El Jefe recibió el llamado a las ocho de la mañana en su habitación del hotel Oceanic mientras leía El Mercurio y Mariana, la ejecutiva de un banco porteño, se duchaba en el baño contiguo. Desde la cama podía contemplar las olas del Pacífico rompiendo contra las rocas que servían de fundamento al edificio, y al fondo, recortado contra el horizonte, la bahía de Valparaíso y sus barcos. Era una mañana despejada de invierno.
—Sabemos que el hombre se hospedó durante algunos días en dos hoteles de Mendoza —informó la voz del Suizo al otro lado del teléfono—. Lo hizo bajo el nombre de Raúl Toro, vale decir, con el carnet que le vendió el cuidador de autos.
—Interesante —murmuró estudiando el cielo raso. Un zancudo se había posado en él—. ¿Ya lo tienes?
—Jefe, escúcheme —balbuceó—. Ya no se encuentra en la ciudad.
—¡Cómo es posible! —gritó—. ¡Te volvió a burlar! ¡Debí haberle entregado el caso desde un comienzo al Indio! —¡Jefe, por favor, escúcheme! —su voz sonó vacilante—. El Indio no sirve para esto, espero que no se le haya ocurrido involucrarlo. Es demasiado violento…
—Lo será, lo será, pero a él no le sucede esto. ¡Pareces un niño de teta!
—Jefe, aquí se necesita tacto. El Indio, como ex militar, solo sabe manejar una cosa. Nunca va a lograr que Plácido cante.
—¿No me aseguraste acaso que te iban a datear si cruzaba la frontera? —preguntó barriendo con la vista las crestas espumosas de las olas invernales.
—La verdad es que dejó el país con otra identidad y nuestros amigos solo disponían de su nombre real —aclaró el Suizo—. Cuando la semana pasada avisamos que andaba con la identidad del cuidador de autos, ya había cruzado la frontera.
—Es más astuto de lo que pensé —masculló en el momento en que Mariana regresaba a la habitación en su bata rosada y el cabello envuelto en una toalla. El zancudo revoloteó espantado por el vapor que ascendía del baño—. Es un tipo ruin y astuto.
—Sabe lo que hace —reconoció el Suizo—. Pero tenemos completamente registrado su paso por los hoteles de Mendoza, donde permaneció durante más de una semana.
—¿Y ahora? ¿Dónde está ahora?
Mariana se sentó frente al espejo y comenzó a maquillarse. Los rayos de sol caían sobre su cuello largo y la suave curvatura de sus hombros.
—En Montevideo, Jefe. En Mendoza ordenó que le reservaran vuelo a Montevideo. Viajó al Uruguay.
—Y allí se nos perdió su huella, ¿eh? —reclamó crispado. Mariana interrumpió su maquillaje brevemente y lo escrutó seria a través del espejo—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Seguirlo, Jefe —afirmó el Suizo con aplomo—. Lo voy a seguir. Y ahora sí sé dónde encontrarlo.