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El aeropuerto internacional José Martí de La Habana está —al igual que todas las mañanas de domingo— atestado de pasajeros extranjeros y de cubanos que concurren a despedirlos en medio de escenas desgarradoras. Policías de civil, que pese a sus guayaberas, safaris y grandes anteojos ahumados no logran pasar inadvertidos, deambulan con ojos vigilantes y oídos atentos por entre los grupos que se forman ante los mesones de las líneas aéreas.

Paloma Matamoros se aferró con desesperación al cuerpo del Suizo y besó varias veces su rostro tenso y preocupado. Las mejillas del hombre quedaron tapizadas con las huellas de un lápiz labial delicadamente rosado.

—¡Si no vuelves, me lanzaré al mar como sea! —balbuceó ella en la oreja de Max. No cesaba de acariciar su rostro apuesto con ambas manos y de restregarse contra su cuerpo fibroso, como si de esa forma pudiera marcharse con él—. Si me abandonas, me lanzo al mar con mi hijo.

El Suizo calzó aquella cintura de avispa con una de sus manazas y la arrimó aún más hacia él, sintiendo que ella se estremecía como un pájaro aterrado. La piel ahora bronceada de Max destacaba con fuerza sus ojos de azul intenso y su cabellera rubia y lacia.

—Espérame, son tan solo dos semanas —atinó a decir, ya que la tristeza ceñía su garganta—. Ya verás que en tres domingos apareceré nuevamente en tu vivienda de La Habana Vieja y nos casaremos y nos marcharemos de Cuba. ¡Créeme!

La mulata necesitaba creerle, pero no lo lograba. Eran demasiados los hombres —desde Yuri Simonov, su primer y único amor— que le habían prometido que retornarían para llevársela muy lejos, mas con el transcurrir del tiempo su existencia se había convertido en una espera irresistible.

A Max le había brindado todo cuanto él deseaba, y le había enseñado a hacer el amor como ni siquiera lo había soñado en toda su vida. Incluso había llegado al extremo de relatarle detalles de su singular experiencia con el cantante de boleros y su contradictoria personalidad. Algo inusual, ya que nunca solía comentar las intimidades de sus clientes. Hasta había llegado a revelarle a Max que Plácido no era peruano, sino chileno, y que vagaba por el mundo con documentos falsos.

Por unos instantes la mulata había sospechado que Max andaba tras las huellas de Plácido y que solo había caído en la cuenta de que el cantante del Tropicana era la persona que buscaba gracias a sus comentarios. Debía existir algún motivo serio para una persecución de ese tipo y para que Plácido viviera asustado y hubiese desaparecido de la isla, pero prefirió dejar de especular sobre asuntos de extranjeros, que de por sí no comprendía, y concentrarse en su vida y en la posibilidad de abandonar para siempre Cuba. Ahora la laceraba que Max, al igual que Yuri o Plácido, emprendiese el vuelo con la promesa en los labios de que volvería.

El tercer llamado de Ladeco interrumpió sus reflexiones y temores. El Suizo le estampó de pronto un último beso —largo, eléctrico y jugoso— en lo más profundo de su boca y fue como si le introdujera un pez en ella. Aquel beso no le despertó las pasiones que le había desatado en la cuartería de La Habana Vieja o la habitación del Habana Libre, sino que la dejó sumida en la más profunda de las soledades de su vida.

—Espérame —alcanzó a pronunciar el Suizo, sonriéndole con su mirada azul, ahora húmeda, antes de desaparecer tras la caseta de Inmigración.

Boleros en La Habana
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