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Nunca había visto a Moshe Dayan tan abatido como aquel atardecer. Se guarecía bajo el alero del teatro Velarde, sentado en las escalinatas junto al lustrín, con su silla para clientes y el quitasol plegados, mientras la lluvia repiqueteaba furiosa contra los techos de los automóviles.
—Cuando llegue a mi mejora, voy a poner al santo contra la pared —comentó el tuerto. Cayetano Brulé se acomodó a su lado, sobre los fríos peldaños marmóreos y le ofreció un Lucky Strike, que recibió con un gruñido—. Las lluvias largas son malas para el gremio. La gente solo vuelve a lustrarse en época de seca.
En un santiamén estuvieron fumando.
—Ya vendrán días mejores —pronosticó Cayetano—. Esto es por la corriente del Niño, los inviernos nunca son tan lluviosos.
—Odio las botas, las sandalias y las zapatillas deportivas que ahora llevan hasta las viejas —dijo Moshe Dayan y se acomodó el parche de pirata que ocultaba la cuenca vacía de su ojo derecho—. Hay cosas que deberían prohibir los políticos —añadió alargando el labio inferior hacia el Congreso, más allá de los árboles—. Yo prohibiría zapatos de gamuza, botas de goma, sandalias, alpargatas y zapatillas deportivas. ¿Sabe cuánto perdemos los lustrabotas por esos inventos?
Una pareja joven sin paraguas buscó refugio bajo el alero. Estaban empapados y nerviosos.
—La libertad tiene que comenzar por las patas, al menos —replicó Cayetano—. Y da gracias de que en este país ya no queda gente sin calzado, que sería mucho peor.
Se miró de reojo los mocasines, orlados por unas hebras blancas de humedad. Seguramente el ojo experto de Moshe Dayan las había registrado. Los zapatos del lustrabotas eran viejos, pero estaban pulidos como bota de militar en día de parada. Echó luego una mirada a las carteleras de las próximas películas. Gozó el cigarrillo sin decir palabra durante largo rato. La pareja se alejó aprovechando que escampaba.
—¿Pudiste averiguar algo sobre el hijo del diputado Michea? —inquirió Cayetano—. Lo necesito con urgencia y está desaparecido.
Entre los labios de Moshe Dayan aparecieron un par de dientes disparejos y manchados. Dijo:
—Dos luquitas más y el dato es suyo.
Extrajo dos billetes de a mil, húmedos como hojas de primavera, que Moshe Dayan guardó entre sus ropas impregnadas de humo y sudor.
—Soy todo oídos.
—Se sabe poco del nene —precisó—. Vive del padre, le hace al trago, a la juerga y de vez en cuando a la droga. Se iba a casar con la hija de un coronel de Ejército, pero ella lo dejó por un tenista argentino.
—Esas son migajas, Moshe. Estás perdiendo imagen ante mí.
—Estudió literatura en la Universidad de Playa Ancha —agregó el lustrabotas amoscado, dando una chupada al cigarrillo—. Por ahí puedes buscar a gente que lo haya conocido.
—Eso también lo sé, Moshe. Me estarías devolviendo unas cinco lucas a menos que me digas dónde anda el Bobby Michea ahora.
—De saberlo, nadie lo sabe —respondió serio. Se pasó una mano por la calva cubierta de pecas y luego hurgó con un dedo en su nariz—. Sí averigüé que anda con la Mitzi, una ex bailarina del topless Submarino Amarillo. La visita de vez en cuando.
—¿Vive con ella?
—Lo han visto en su casa —farfulló. Se rascó debajo de la ropa y luego se examinó las uñas—. Anda por los cuarenta, una colorina de gran delantera, la única mujer de buen cuerpo entre las gordas que bailaban en el Submarino Amarillo.
—¿Y a esa prima bailarina la ubico en el Bolshoi?
El lustrabotas dio una chupadita a su cigarrillo y luego lo contempló entre sus dedos negros. Murmuró taciturno:
—Vive en la calle Cajilla del puerto, tiene una guagua, y por las mañanas va a la misa de ocho a la iglesia La Matriz.