12

La vida del cantante pende de un hilo, pensó Cayetano Brulé mientras terminaba aquella primera noche en Miami su cerveza en la terraza del hotel. Desde allí podía contemplar la muchedumbre que se paseaba bronceada y alegre y el río de automóviles bruñidos que fluía pausadamente frente al Atlántico. Estaba convencido de que los dueños del dinero liquidarían a Plácido en cuanto recuperasen su botín.

Había aprovechado la tarde para ordenar sus ideas y apuntes en el aire acondicionado de la cafetería Internacional, de la Flagler Street, donde charló con compatriotas que pronosticaban la caída de Fidel Castro mientras jugaban dominó y bebían guarapo. Hojeó El Nuevo Herald y disfrutó un picadillo con maduros, yuca y malanga, rematado por cascos de guayaba con queso cremoso y un café, y se largó después a la resolana.

Pasadas las once de la noche finalizó la cerveza e ingresó al lobby del Waldorf Towers, dejando atrás un Ocean Drive resplandeciente, donde los restaurantes y cafeterías recién comenzaban a llenarse. En el lobby lo recibieron el embate frío del aire acondicionado y la pálida luz de una lámpara art déco.

—Habitación 42, por favor.

El recepcionista leía un libro sentado a una mesita detrás del mesón. Interrumpió la lectura con modorra y descolgó la llave del tablero.

—¿Cómo te llamas? ¿Nuevo aquí? —preguntó el detective al recibir la llave.

—Lázaro, llevo un mes. —Tenía unos ojos negros incisivos y era cubano, posiblemente marielito o balsero—. ¿Por qué?

—Porque a comienzos de año trabajaba una negra en la recepción y no la he visto.

—¿Una mujer? —repitió frunciendo el ceño—. No, aquí no trabaja ninguna mujer.

—¿Tampoco en el turno del día?

—La única que trabaja en la recepción es la señora Venute.

—¿Es una negra cubana?

El dependiente echó a revolotear una risa sarcástica por el lobby.

—Italiana. Una italiana blanca como la nieve.

—¿Qué hace?

—Es la dueña. Un ogro, aunque su esposo es un encanto —posó el dorso de la mano sobre su frente y quebró la cintura—. La Venute espía permanentemente al personal.

—¿Cuándo puedo hablarle?

—Acaba de irse con su marido a Nueva York, al casamiento de la hija mayor, que es otra insoportable, para no hablar de Renato, el novio, que también trabaja aquí y es un muerto de hambre.

—¿Vuelven pronto? —preguntó Cayetano, sorprendido por la descarga cerrada del recepcionista en contra de los patrones.

—No sé. Se fueron ayer y las bodas italianas son eternas.

—¿Y el administrador?

—¡Rajiv, el paquistaní! —dijo chasqueando la lengua con un gesto de desdén—. Ese se incorporó hace tres semanas, un hipócrita. ¡Solo busca despedirme para contratar a otro de sus compatriotas, que trabajan por la mitad de mi sueldo! ¡Claro, como solo comen arroz con curri!

—¿No hay nadie, entonces, que pueda darme información sobre la cubana?

—Va a ser difícil que se la brinden —agregó el recepcionista y volvió a sentarse detrás del mostrador. Había dado por terminado el diálogo. Ahora hojeaba el libro fingiendo interés—. A Venute le disgustan los husmeadores, igual que a mí.

Tuvo la certeza de que endurecía su actitud solo para ganarse una propina. El estilo de la última frase no era el suyo, no encajaba con su persona, lo había aprendido de películas y novelas policiales. Dejó pasar unos instantes y preguntó:

—¿Desde cuándo estás en Miami?

—Llegué hace un año en balsa —respondió serio—. Salimos doce y sobrevivimos cuatro. —Soltó un suspiro, sacudió la cabeza y añadió—: Pero aquí seguimos, en la lucha, dándole duro.

Se estuvo atusando el bigote durante largo rato, consciente de que las palabras estaban de más. Conocía bastante la silenciosa tragedia de los balseros cubanos y le mortificaba la indiferencia del mundo hacia ellos. Extrajo un billete de veinte dólares y lo deslizó sobre la superficie lisa del mesón.

—Mira, mi hermano, yo también soy cubano —agregó—, y esto es un anticipo por si me consigues señas de la ninfa. Además, chico, ¿de cuándo data la primera anotación en ese libro verde?

Caminó hasta la mesita del fondo, donde yacía el libro que Cayetano había llenado al arribar al hotel y lo abrió en las primeras páginas.

—Comienza con el año —dijo.

—¡Fantástico! ¿Allí se apunta todo el que ingresa?

—Para eso está.

—Mira, mi hermano —agregó Cayetano en tono conspirativo—. Yo me gano la vida con esto y necesito que me lo prestes por un rato. Solo por un rato…

—Si lo sorprenden, me echan a la calle en un dos por tres.

—Si me sorprenden —susurró Cayetano posando su mano sobre el hombro del joven con gesto fraternal—, diré que me lo prestó un paquistaní.

Boleros en La Habana
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