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Dio con la casa de Elvio Azócar a fuerza de preguntar. Se erguía modesta, como queriendo pasar inadvertida, frente a la salida del ascensor del Espíritu Santo, del cerro Bellavista, donde lo abofeteó el olor a fritanga de alguna cocina. Eran las ocho de la tarde y de los techos de calamina goteaba la lluvia.
El funcionario de Impuestos Internos lo recibió en la puerta de su vivienda con cara somnolienta. Vestía chaleca abotonada, pantalones de salida de cancha y pantuflas de lana. En la mano llevaba el diario de la tarde.
—Tengo todo —informó haciéndolo pasar a un living pequeño, que se comunicaba con un comedor minúsculo. Lanzó La Estrella contra el sofá en que se repatingó el detective, y desapareció por un pasillo orlado con cuadritos de paisajes sureños.
Regresó al rato portando un maletín plástico, del cual desenvainó un legajo de hojas corcheteadas, que colocó sobre las rodillas de Cayetano.
—Aquí está —puntualizó y aprovechó de cruzar una pierna y de escrutar la reacción del detective—. La fábrica de juguetes Kindergarten y el hotel El Bergantín del Caribe pertenecen a la Sociedad Gran Bergantín, que a su vez es de propiedad del diputado Cástor Michea.
—Eso es interesantísimo —exclamó Cayetano acariciándose el bigote. Ahora entendía la presencia nocturna de Bobby Michea en la fábrica de muebles y juguetes.
—Verás —continuó Azócar—, las sociedades fueron creadas hace cuatro años. El diputado controla el ochenta por ciento de todo. Su hijo, Bobby, tiene el diecisiete por ciento, y el resto, un miserable tres por ciento, pertenece a Cintio Mancini.
—¿Un palo blanco? —preguntó el detective.
Azócar alargó los labios como para hacer un puchero y escondió las manos en su chaleca. Se encogió de hombros y dijo:
—Puede ser.
Los ojos miopes de Cayetano revisaron los documentos a la rápida.
—Pero el gerente y representante legal era Mancini, el hombre que murió en la carretera —exclamó—. ¿Por qué el socio mayoritario no maneja la empresa?
—Es usual —aseveró el funcionario cruzando sus manos sobre la barriga, ademán que intentaba demostrar calma y conocimiento de causa—. Seguramente el diputado no quiere aparecer en el manejo de sus empresas.
El detective encendió un cigarrillo y ofreció otro al dueño de casa, que lo aceptó gustoso.
—Y dime—preguntó inflando un carrillo con la lengua—, ¿quién administra las empresas desde la muerte de Mancini?
Azócar soltó un bufido, eructó y luego dijo:
—Según los documentos, a Bobby Michea le corresponde hacerlo en caso de que Mancini estuviese impedido. ¿Una cervecita?
—Buena idea.
Volvió minutos después de la cocina, que estaba separada del living solo por una delgada pared de tabiquería, a través de la cual se colaba el rumor de un refrigerador.
Sobre la bandeja traía dos vasos altos y una botella de a litro de Becker.
—Lo que me llama la atención es lo mal que va Kindergarten —comentó el investigador dibujando en círculos con su mano derecha mientras Azócar servía la cerveza—. Y lo bien que marcha el hotel.
—Así es. Una mano lava la otra —replicó el funcionario sentándose y lanzando un bostezo que dejó al descubierto unos dientes con base metálica—. Kindergarten registra pérdidas, pero El Bergantín del Caribe es una mina de oro con ochenta por ciento de ocupación anual. ¡Una locura!