6
El mazazo aturdió momentáneamente a Cayetano Brulé. Tras un leve tambaleo, volvió a recuperar la compostura. Pero ya era demasiado tarde, pues alguien lo estrechó por la espalda con la fuerza de un oso polar y le asestó varios golpes en la nuca.
—No te alterís, bigote, que esto es un vulgar atraco— advirtió el muchacho moreno de pelo negro y ojos achinados que ahora tenía delante suyo. Vestía zapatillas blancas y una parka de cuero y en la derecha portaba una navaja convincente.
Cayetano no divisó a nadie más en las escalinatas de la calle Simpson, ni en el puente que conduce a la torre del ascensor. De algunas ventanas emanaban las voces airadas de telenovelas. Trató de liberar un brazo para alcanzar su Tanfoglio 0.32, pero el oso se lo impidió.
—Mira, bigote —continuó el asaltante. Tenía la mirada cruda y vacía de los tipos resueltos—. El que está detrás porta una navajita el doble de la mía. Si te mueves, es probable que intente pasártela por la yugular, porque le dicen el violinista.
Se quedó quieto. Llovía. Los dedos largos y livianos del muchacho dibujaron garabatos en su pecho, debajo de la gabardina, despojándolo de la billetera. El investigador se despidió de parte importante de los dólares que le había adelantado Plácido del Rosal en La Habana y que pensaba cambiar en la agencia Cambios Prat, del puerto.
—¡Puchas que anda bien cubierto el gil este! El ojito tuyo, Mauro —comentó el joven contando el dinero.
Sus dedos resbalaron luego hacia la cintura y cerca del riñón izquierdo del detective tropezaron con el estuche de la pistola. Lo abrió con destreza, como si hubiese sido suyo, y extrajo el arma.
—¡Es hasta malulo el bigote este! —comentó con regocijo, embutiendo el arma en el bolsillo de su pantalón—. ¡Cegatón, guatón y calvito, pero nada de pasmado!
—Que coopere con el reloj —dijo el que se mantenía detrás del investigador—. ¿Qué marca es?
—Una porquería de plástico comprada en el Persa —mintió Cayetano, pues en realidad se trataba de un viejo Ruhla alemán oriental a cuerda, que había adquirido dos años atrás en una relojería de La Habana.
—A ver, muéstralo. —El joven lo examinó con ojo diestro—. Dame esta antigüedad, bigote, es mejor de más que de menos.
Destrabó la correa con dolor en su corazón y lo entregó apesadumbrado.
—La gabardina, Mauro, la gabardina está buena —afirmó ahora el «violinista».
Mauro la revisó de arriba a abajo y comentó:
—Olvídala, con lo usada que está no hay quien la compre ni en la Juan Montedónico. ¡Vámonos!
Echaron a correr escalinatas abajo y en un par de segundos le habían sacado una distancia considerable. Sin embargo, el investigador se envalentonó y salió en su persecución.
—¡Atajen a los cogoteros! ¡Atájenlos! —comenzó a vociferar mientras corría tras los delincuentes y saltaba sobre peldaños desiguales, adoquines resbaladizos y pozas refulgentes. Las casas devolvían su llamado convertido en un eco—. ¡Atajen a los cogoteros! ¡Atájenlos!
Siguió corriendo hasta alcanzar una explanada donde las gradas se interrumpían. Allí se detuvo a otear, pero los asaltantes ya se habían esfumado. A su espalda se alzaba silenciosa y severa la torre amarilla del ascensor. A su derecha divisó el nacimiento de una calle adoquinada y serpenteante. Resopló. Abajo resplandecía Valparaíso. De pronto percibió unos pasos sigilosos, como de zapatillas, que provenían de la callejuela.
Enfiló hacia ella alerta por si los cogoteros se ocultaban en algún recoveco. Pero tuvo tan mala fortuna, que no se percató a tiempo de que la vereda desaparecía abruptamente bajo sus pies para dar paso a un profundo cauce destapado.
Cayó dentro como un saco de papas, azotándose las costillas y los hombros, pero logró aferrarse por milagro a un saliente. Quedó colgando con los pies suspendidos sobre el agua que fluía vertiginosa por el fondo del cauce. A un metro de su nariz yacían sus espejuelos en un charco pringoso.
—Si los tipos vuelven —pensó—, les bastará con pisotearme los dedos y desapareceré para siempre en las cloacas de Valparaíso.
Apretó los dientes y comenzó a elevarse a pulso, tarea ardua, lenta y agobiante. Temblando por el esfuerzo, alcanzó finalmente a cruzar una pierna en la garganta del cauce a modo de palanca. Mientras se reprochaba no haber seguido los consejos del almacenero, que lo había alertado sobre los cogoteros del barrio, una rata bien cebada se deslizó rauda ante su nariz y se sumergió en una poza.
Cayetano descansó en aquella posición por algunos instantes y después apoyó el torso sobre el adoquinado húmedo a la vez que presionaba el pie contra el borde del cauce, que le servía de fundamento. Se irguió sacudiéndose las manos enlodadas y recogió los anteojos aún intactos.
—Esta sí no la cuento dos veces —farfulló con los bigotazos rezumando agua, y reanudó la marcha cerro abajo.
Poco antes de alcanzar el plan de la ciudad, varios perros flacos y de malas pulgas le salieron al paso gruñendo. Consternado, Cayetano Brulé emprendió la fuga por sobre pozas profundas, gradas desiguales y cauces abiertos, sintiendo cada vez más cerca de su fondillo las dentelladas de aquellos feroces animales.