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—¿Y está seguro de que todo ocurrió tal como me lo cuenta? —preguntó Cayetano Brulé.

—Puede que haya olvidado uno que otro detalle —precisó el cantante de boleros más tranquilo, entornando los ojos mientras aspiraba profundo el habano. Su lisa cabellera negra, que peinaba cuidadosamente hacia atrás a lo Carlos Gardel, resplandecía bajo el foco del balcón—. Pero fue así como obtuve el dinero.

Conversaban y fumaban en las sillas plásticas del balcón del cuarto del detective, bajo un cielo cuajado de estrellas. Sobre una mesita, en la que el cantante apoyaba sus pies, descansaban una botella de Havana Club añejo, semivacía, una hielera y un plato con trozos de salchichón gallego. Era cerca de medianoche y el hotel, uno de los escasos edificios iluminados de la ciudad en el «período especial en tiempos de paz», navegaba a oscuras envuelto en la fragancia nocturna del trópico. Cada cierto tiempo les alcanzaban bocinazos estridentes y carcajadas lejanas, recordándoles que La Habana se negaba obstinadamente a morir.

Cayetano contempló por un instante la punta de sus mocasines y se rascó una oreja mientras aspiraba el Lucky Strike.

La historia que acababa de oír le parecía inverosímil. Hallar medio millón de dólares en el equipaje. Observó al cantante y se lo imaginó interpretando boleros en bares y restaurantes de ciudades latinoamericanas. Lo vislumbró de terno y corbata, bien acicalado bajo el haz de reflectores, la mirada soñadora, el público escuchándolo atentamente, la orquesta marcando el ritmo sugestivo y sensual del bolero. Le preguntó a quemarropa:

—¿Y qué quiere que yo haga?

El bolerista cerró lentamente sus párpados cansados, desalojó con parsimonia una voluta de humo del Lanceros contra la noche y respondió:

—Que identifique a quien puso el dinero en mi maleta.

—¿Para qué?

—Quiero saber quiénes son los dueños, porque si es una organización humanitaria, les retorno el total —afirmó Plácido—. Si es de maleantes, me quedo con todo. Necesito saber quiénes son.

—Terriblemente difícil y peligroso —apuntó Cayetano pensativo—. Usted dista mucho de ser un ingenuo y sabe que el asunto no es nada más que una terrible equivocación por la que alguien debe estar pagando los platos rotos.

Después de vaciar el vaso de un sorbo, Cayetano lanzó un par de cubitos de hielo en su interior y volvió a escanciar una medida de ron. No lograba entender del todo a Plácido del Rosal y eso era lo primero que necesitaba para aceptar un encargo como detective, entender a su cliente, identificarse con él.

—¿Tiene familiares en Chile?

—No —respondió el cantante frunciendo el entrecejo. Sus manos temblaron e hicieron desplomarse la ceniza del tabaco sobre el pantalón. La sacudió con celeridad—. Soy solo e hijo único de madre soltera. Ella murió hace mucho.

—¿Alguna amiguita más o menos fija?

—Norma Castejón, mesonera del bar Cinzano de Valparaíso —repuso mecánicamente—. Desde que salí de Chile, hace como tres meses, no sé nada de ella.

—¿Está consciente de que los dueños del dinero podrían dar eventualmente con Norma si descubren su relación?

—Lo sé.

—¿Y ella conoce su paradero?

—No, no tiene idea. Nuestra relación estaba moribunda.

—¿Y entonces? —insistió Cayetano—. ¿Qué quiere?

—Solo sabiendo quiénes son los dueños del dinero podré vivir tranquilo —respondió el cantante tras carraspear. Hizo una pausa para alisarse la corbata—. Le repito, estaría dispuesto a devolverlo si se trata de una organización humanitaria. ¿Pero ha escuchado usted que algún asilo haya extraviado últimamente medio millón de dólares?

—Claro que no —replicó el detective con una sonrisa sarcástica. El rumor de la ciudad tendía a disminuir—. Y eso solo puede indicar que los dueños del dinero no son gente santa.

—Ya lo creo. Y si no lo son, hay que denunciarlos.

—¿Desde las sombras, propone usted?

—Se podrá datear a la policía, supongo. Usted sabrá más de esas cosas que yo.

—¿Y por qué no se oculta, mejor, y disfruta el dinero? —inquirió saboreando el ron—. Al fin y al cabo, es un regalo del destino. No son billetes falsos, ¿no?

—No.

—Además, su confesión podría perjudicarlo. Usted no me conoce.

Levantó su mano adornada con un anillo de oro macizo y la dejó caer como aplastando una mosca. Repuso:

—Sé que usted es un detective de poca monta, pero eficiente y digno. Un hombre incapaz de traicionar a su cliente, fuera de que necesita con urgencia algunos billetitos. Mal se sobrevive espiando a mujeres infieles y vigilando multitiendas. ¿O no?

—Soy un detective modesto, pero honrado —admitió Cayetano con un fulgor inusual detrás de sus dioptrías.

—Por eso lo necesito. Usted es la única persona que puede ayudarme.

—Pero, confiéseme, ¿por qué me hizo venir?

Plácido del Rosal extrajo el habano de su boca, escupió una minucia contra las baldosas y, fijando sus ojos penetrantes en los del detective, dijo con voz entrecortada:

—Porque ya intentaron asesinarme, señor Brulé.

Boleros en La Habana
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