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Quiéreme mucho, dulce amor mío,

que amante siempre te adoraré,

yo, con mis besos y mis caricias,

tus sufrimientos acallaré.

Cuando se quiere de veras,

como te quiero yo a ti,

es imposible, mi cielo,

tan separados vivir…

De Quiéreme mucho

Gonzalo Roig

Paquito Portuondo, el director artístico del Tropicana, era un mulato despierto, ágil y buen mozo, bailarín de tomo y lomo, y con sus sesenta años, todavía un galán que asediaba a mujeres desde que se levantaba. Hijo mayor de un percusionista frustrado, había aprendido a dominar la trompeta y los bongós, lo que más tarde le permitió integrarse a la orquesta del cabaret.

—El trabajo es tuyo —le dijo a Plácido del Rosal aquel lunes por la noche, único día de asueto del cabaret, tras escuchar su primer bolero acompañado de la orquesta—. Quedas contratado por tu voz y no por el Chivas Regal, harto bueno por cierto, que me entregó esta mañana el poeta en tu nombre —aclaró y le anunció que se preparara para actuar en la noche siguiente.

Los cuarenta integrantes de la orquesta y las cincuenta bailarinas del cuerpo de ballet, que escucharon en silencio las palabras de Paquito desde el fondo del escenario, estallaron en aplausos. Plácido estrechó emocionado la mano del director, consciente de que iniciaba una nueva era en su vida artística. El Tropicana había despedido al cantante mexicano de boleros, un farsante insoportable que creía ser el inigualable Leo Marini.

Lentamente los ojos de Plácido del Rosal recorrieron el grupo de baile, sin divisar a Paloma Matamoros. Ignoraba que la mulata no requería tanto ensayo. Bastaba con que mantuviera muy duras sus piernas y alzado el fondillo para que su participación estuviese garantizada en el show. Abajo, entre las sillas de la platea, vio al poeta, que sonreía satisfecho fumando un Lanceros y bebiendo un mojito.

—Ya eres del Tropicana —insistió Paquito Portuondo antes de bajar del escenario.

Y Plácido del Rosal, en un intento por demostrar su versatilidad y calidad interpretativa, decidió obsequiar con otro bolero a quienes asistían al ensayo.

Quiéreme mucho, de Gonzalo Roig, por favor, maestro — pidió al director de la orquesta elevando una mano, sonriendo alborozado ante el micrófono.

Y de pronto las trompetas, el bongó y el piano, un piano delicado, que voló como una guirnalda sonora, inundaron vibrantes el espacio cálido del Tropicana y se fundieron con la luz de las estrellas y la humedad que ascendía de la tierra con el fresco olor a yerbabuena. Entonces la voz arrulladora y nasal de Plácido del Rosal, tan parecida en sus matices y resonancias a la del grandioso Bienvenido Granda, esperó a que los instrumentos callaran por completo e hizo una entrada perfecta, redonda, que avanzó respaldada por los metales y el piano, mezclando infexiones desgarradoras, combinando sentimientos de incertidumbre, de nostalgias y desamores, evocando recuerdos íntimos que erizaron la piel de músicos y bailarinas.

Fue ese el momento en que Paloma Matamoros apareció entre las mesas, por detrás de aquella que ocupaban Virgilio Castilla y Paquito Portuondo. Emergió justo en el momento en que Plácido del Rosal repetía «cuando se quiere de veras, como te quiero yo a ti, es imposible, mi cielo, tan separados vivir». Y sus miradas —la verde de Paloma y la oscura del cantante— se cruzaron el tiempo suficiente como para que Plácido se percatara con un estremecimiento de que estaba enamorado. Inmersa en la música, Paloma se deslizó por entre las sombras de los famboyanes y tomó asiento en la última fila, muy lejos del escenario. Escuchaba pensativa.

Tras finalizar la interpretación y agradecer los aplausos de sus colegas, Plácido volvió a escudriñar el cabaret en busca de la mujer. Pero ella se había esfumado. Lo embargó una dolorosa sensación de soledad y frustración, que solo pudo paliar imaginando que aquel bolero había calado muy hondo en el corazón de la mulata.

Lo que Plácido jamás podría imaginar era que el bolero había suscitado viejos y febriles recuerdos en el alma romántica de Paloma. Sí, al ingresar a la platea vacía del Tropicana y escuchar las trompetas impetuosas, el golpe certero del bongó y el ritmo enrevesado del piano que ejecutaba magistralmente Tico Saumell, ella vislumbró al fantasma de Yuri Simonov, su primer y único amor, paseando despreocupadamente por el escenario, vistiendo el mismo uniforme verde de presillas rojas con que lo había conocido. El cigarrillo de tabaco barato pendía de sus labios y un mechón de pelo rubio caía sobre su frente alba y sus ojos azules evocaban el cielo alto de las mañanas de agosto.

Y el bolero la hizo recordar su última noche con Yuri Simonov, cuando tuvo el presentimiento de que aquel encuentro jamás se repetiría y que por ello debía dejar una huella portentosa en su vida. Fue así como bajo el rumoroso follaje del bosque de La Habana se atrevió a ofrecerle su virginidad. Se despojó entonces de las bragas y se acomodó con delicadeza sobre el oficial ruso, que yacía de espaldas en la hierba fragante con los ojos muy abiertos y encendidos, y percibió que algo comenzaba a escaldarle lentamente las carnes. Pero el dolor tardó solo unos instantes y fue más bien como un latigazo que al restallar ordenó a su cuerpo cabalgar a ritmo placentero y fugaz por la noche estrellada.

Entre el follaje ascendía entonces nítido el bolero Quiéreme mucho, interpretado por Leo Marini, la misma canción que acababa de entonar Plácido del Rosal acompañado de la orquesta Tropicana. Y al rato, cuando Leo Marini sollozaba «quiéreme mucho, amor mío, que amante siempre te adoraré, yo, con mis besos y mis caricias, tus sufrimientos acallaré», justo en el instante en que creía horadar la noche montada sobre un meteorito, y su piel empezaba a lubricarse y perfumarse y una vertiente tibia como el mar Caribe inundaba sus entrañas, escuchó el desgarrador grito de placer de Yuri Simonov confundido con el trepidar de los metales y timbales, grito potente y salvaje, presagio de que Sasha había sido concebido.

Nunca más vio al soldado, pero ni ella ni su pequeño hijo, simiente y testimonio de ese amor, abandonaron la esperanza de que algún día se reunirían con él bajo el cielo de La Habana.

Ignorando todo esto, y víctima, por lo tanto, de las apariencias, Plácido del Rosal bajó satisfecho las escalinatas del escenario. Había logrado hacer realidad su anhelo de incorporarse al elenco del Tropicana. El cabaret brillaría muy alto por sobre los escenarios de Valparaíso, Puerto Barrios, Escuintla, Puerto Limón o San Pedro Sula. Y con ese sentimiento de felicidad avanzó entre las mesas vacías y se unió al poeta y a Paquito Portuondo, no sin antes barrer una vez más la platea con la vista.

—¿Vieron a Paloma? —balbuceó el cantante.

—¿Paloma? —inquirió el director artístico secándose los labios con el dorso de su mano oscura—. Ahora mismito la vi salir con un tipo hacia la parada de los turistaxis.

Boleros en La Habana
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