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Era una mañana de aquellas en que las nubes bajas devuelven los graznidos lastimeros de las gaviotas, los objetos carecen de sombra y el rumor del mar parece lejano.
Con un violento resuello de elefante enfermo, el antiguo camión Ford de la empresa Jones y Cía. se detuvo ante el portón de la fábrica de muebles Kindergarten portando un contenedor oxidado.
Un hombre grueso, de gorra bencinera, abandonó la caseta que se alzaba a un costado del portón, traspuso una puertecilla metálica para peatones y se acercó al vehículo.
—Vamos al galpón, venimos por la carga —anunció el chofer desgañitándose para que el trepidar del Ford no ahogara su mensaje.
Instantes después, dos grúas horquillas comenzaron a introducir cajas de madera en el contenedor, las que iban siendo acomodadas en su interior por una cuadrilla de hombres. Cuarenta minutos más tarde finalizaban la tarea sin percances.
Al rato, el chofer y un obrero de boina negra se encaramaron a la plataforma e ingresaron al contenedor, donde contabilizaron los bultos. Luego saltaron a tierra y ordenaron el cierre de las puertas y su aseguramiento con candados. Poco después el motor del Ford volvió a horadar el silencio matinal.
En ese instante, varios automóviles Fiat Tipo, de color azul, y un destartalado Lada blanco se detuvieron frente al terreno de la fábrica. Del primer vehículo desembarcó espectacularmente un grupo de hombres de terno y corbata, que portaban metralletas y usaban anteojos ahumados.
—¡Todos quietos! —bramó uno de ellos abriendo de un puntapié la puertecilla de la reja que custodiaba el cuidador—. ¡Policía de Investigaciones!
El resto de los agentes se apostó en un santiamén en varios puntos del patio, detuvo a los obreros e imposibilitó el avance del camión.
Mientras tanto, desde el Lada, el detective Cayetano Brulé, su ayudante Bernardo Suzuki y el inspector Zamorano observaban en silencio la operación de la Brigada Antinarcóticos.
—Si no hay cocaína en tus famosos caballitos, cubano, me puedo ir despidiendo de mi pega y tú de Chile —dijo el inspector a su bigotudo vecino sin dejar de mordisquearse la uña del pulgar.