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Dos días más tarde, en una de aquellas mañanas de la Florida estival en que pareciera que al fin refrescará y a mediodía vuelve a reinar el sofocante sol cotidiano, Cayetano Brulé despegó de Miami en un Boeing 767 de Ladeco con destino a Santiago.
Volaba con un dejo dulzón en el paladar tras haber saboreado un Drambuie. Y pese a este desliz en desmedro del ron caribeño, tan digestivo y estimulante para su organismo, su ánimo era el mejor. Además, le excitaba tanto imaginar que Cintio Mancini fuese el hombre clave del enigma del medio millón de dólares como saber que su tarjeta de crédito había sido emitida en Chile.
—¡Parece que logré descubrir la hebra que conduce a la madeja! —exclamó con el vaso entre las manos, reclinada la cabeza contra el respaldo de su asiento en clase turística.
El día anterior, a través de una agencia especializada en el envío de paquetes y giros a Cuba, ubicada en la Flagler Street —y elogiada por Dora Wilson como empresa responsable— había entregado una carta para Plácido del Rosal a nombre de Barbarito Candonga.
En ella le indicaba a su cliente que progresaba en la investigación y que, por lo mismo, carecía de tiempo para viajar a La Habana, pero que podía estar tranquilo, pues había rastreado una pista interesante. Le recordó que no descuidara las medidas de seguridad y que le remitiera a la brevedad posible un nuevo anticipo a Valparaíso. Por último, le reiteró que mantuviera contacto telefónico semanal.
Llamó a la azafata y ordenó un ron a las rocas para sobrellevar las próximas horas de viaje. La mujer lo miró con ojos severos, convencida de que se hallaba ante uno de aquellos pasajeros alcoholizados que no cesan de beber durante los vuelos.
—Solo sonríen en la propaganda y cuando flirtean con los sobrecargos —masculló Cayetano mientras la veía cruzar el pasillo con paso firme y resuelto.
Volvió a sumirse en sus reflexiones mientras al otro lado de la ventanilla —y diez mil metros más abajo— se extendían el mar turquesa y una difusa costa verde, que debía ser la cubana. No lo dejaba en paz la sintomática casualidad de que Plácido del Rosal hubiese terminado por ocupar la habitación que el Waldorf Towers había asignado días antes a Cintio Mancini.
—Aquí está, señor —anunció de pronto la azafata con cara neutral, pasando la bandejita por sobre dos pasajeros que dormitaban, sondeando nerviosa aquel par de ojos pequeños, oscuros y tristes tras las dioptrías—. Espero que ahora se sienta mejor.
Escanció el ron en el vaso con hielo. Lo tranquilizó su aroma a caña. Es claro que Mancini tenía reservación, no así el cantante, pensó tratando de reconstituir el día en que ambos debieron haberse encontrado. Todo indicaba que el primero había desistido de llegar al Waldorf Towers o que no había logrado llegar a él, por lo que la recepción, después de las siete de la tarde, había decidido entregar el cuarto a su cliente.
Todos estos elementos reafirmaban su hipótesis de la confusión. Era probable que Mancini fuese el destinatario del dinero proveniente de algún grupo dedicado a actividades ilícitas y que por su ausencia en el hotel alguien lo hubiese confundido con Plácido del Rosal.
—Si Mancini es efectivamente el hombre clave de todo —se dijo encendiendo un cigarrillo, recordando que la suerte y el olfato lo habían salvado ya en más de una ocasión—, solo me queda lanzarme en su búsqueda.