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—¿A quién diablos le habrá dado por estorbar a esta hora en un día de lluvia? —se preguntó tras el timbrazo en la estrecha cocina de puntal alto, donde leía el diario de la mañana mientras disfrutaba su acostumbrada tacita de café dulce y cargado.

Sobre el escurridero se apilaban pailas y cacerolas pringosas y, en el mesón, entre una abollada cafeterita de aluminio y un paquete de azúcar, esperando desde hacía días por la plancha, camisas de rayón, un pantalón de poliéster, varias calcetas zurcidas y dos calzoncillos de pierna larga.

Con el primer Lucky Strike de la jornada pendiendo de una comisura y los ojos sumergidos en las profundidades de sus dioptrías, se irguió, extrañado de que lo importunaran temprano en un día tan frío. Redujo el volumen de la radio, por la que una voz solemne elogiaba los precios que ofrecía un cementerio para la incineración de afiliados, y se arrimó a la ventana a espiar entre los visillos.

—¡Parece un monje franciscano en penitencia! —masculló.

Bajo la lluvia, una silueta de impermeable y capuchón oteaba hacia la casa delante de la reja del jardincito. Un cobrador, pensó desalentado, pero luego hizo memoria y tuvo la certeza de que si bien su mora en el pago de tiendas y servicios era dramática, no era terminal. El monje se mantenía allí inmutable como una estatua, ajeno a la lluvia, presintiendo a alguien en casa.

No, se repitió, no esperaba a nadie aquella invernal mañana de Valparaíso que más invitaba a guardar cama acompañado de un guatero caliente y una buena novela policial —cuando no de una mulata sandunguera—, que a salir a enfrentar el mal tiempo. No, a nadie, ni siquiera a Bernardo Suzuki, su fiel auxiliar, atareado seguramente a esa hora con las goteras de la oficina que alquilaban en el entretecho de un vetusto edificio céntrico. El timbre, esta vez prolongado e insistente, volvió a exasperarlo.

Caminó por el pasadizo de madera, que crujió bajo su cuerpo entrado en carnes, y se dirigió a la mampara. Llevaba una bufanda, quizás demasiado larga y colorida, enrollada cual serpiente al cuello, y una chaleca lila en la que faltaban dos botones. Abrió y se asomó al portalito, donde el viento salobre abofeteó su mofletudo rostro cincuentón y su calva incipiente.

—Buenos días, caballero —gritó el encapuchado desenfundando unos papeles del impermeable. Abajo, a su espalda, se extendían la ciudad y el Pacífico, grises y silenciosos como los barcos de guerra—. ¡Vengo de TNT y traigo carta para don Cayetano Brulé!

—Ese soy yo —barruntó el detective y, recordando con simpatía al alemán pelucón y jovial que dirigía aquella agencia de envíos en la ciudad, atravesó el jardincito esquivando pozas.

Un viento macabro le escarchó los huesos antillanos y el negro bigote a lo Pancho Villa antes de alcanzar la reja. Soltó una imprecación inaudible, mientras el cigarrillo se apagaba en el hueco de su mano. Después de veinte años en Chile, aún nadie acertaba a explicarle en forma convincente la razón por la cual los conquistadores españoles, conociendo el clima cálido y la pródiga vegetación de las Antillas, se habían asentado en esta tierra tan fría y agreste del último confín del mundo. ¡Tienen que haber sido unos pobres diablos como yo!, pensó al tiempo que destrababa el pestillo de la reja, que cedió con un chirrido.

—Su autógrafo, por favor —dijo el mensajero pasándole una lista y un lápiz, al tiempo que lo escrutaba con ojitos incisivos, que bailaban en un rostro aguzado recordándole a un hipnotizador de circo pobre de su infancia habanera.

Aunque el documento era ilegible por efecto del agua, estampó su firma junto a un garabato, en el lugar preciso que le indicó el dedo del encapuchado, y recibió a cambio un sobre verde y húmedo como una hoja de otoño. Su nombre estaba escrito en letra de imprenta, pero sin trazas del remitente.

—Mientras no sea otra cuenta —comentó Cayetano, abrumado por la ausencia de casos que afrontaba desde hacía meses, y arrojó la colilla por entre los barrotes hacia el pasaje Gervasoni.

—¡Ojalá que no! —repuso el mensajero y, aprovechando el embate del viento que hacía arreciar la lluvia, desapareció a buen tranco en dirección a la puerta del funicular.

Cayetano regresó a casa y sorbió de pie el café frío. Ya en la salita de estar, se repanchingó en su sillón de tapiz floreado, bajo el cual dormitaba Esperanza, una perrita blanca sin raza que había recogido de la calle años después de que su esposa lo abandonara, y rasgó el sobre. De su interior extrajo un pasaje aéreo y una hoja de papel que desdobló atenazado por la curiosidad. ¿Quién podía enviarle un pasaje? Se acarició con parsimonia una punta del bigote y recorrió las líneas escritas con letra clara y tinta azul:

«Embárquese en el vuelo a Cuba que indica el pasaje adjunto. Hallará cuarto reservado a su nombre en el hotel Habana Libre de La Habana. Asumo todos los gastos y le garantizo honorarios generosos. Es un asunto de vida o muerte. Confío en su discreción. Plácido».

Boleros en La Habana
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