8

Valparaíso había despertado con una exigua promesa de trazos azules en el cielo, lo que Cayetano Brulé aprovechó para encaminarse a primera hora a su oficina, en el entretecho del antiguo edificio Turri, donde afortunadamente no lo alcanzaban los gases ni los pitazos de los vehículos.

Como saldo de la caída en el cauce, el investigador experimentaba dolor intenso en la columna y las costillas, además le ardía el rostro y tenía magulladuras en manos y codos.

Suzuki lo esperaba con el café recién colado y el diario de la mañana. La Primus entibiaba el ambiente, y la lámpara del escritorio, que compartía con su ayudante, irradiaba una luz tenue y acogedora.

—¡Pero esa Margarita está cada día más osada, jefecito! —exclamó Suzuki.

—¿A qué te refieres? —preguntó el sabueso, inquieto, poniéndose colorado.

—A su pómulo izquierdo, jefecito, está más machucado que membrillo de escolar. ¿Se lo ha visto?

Cayetano se llevó una mano al pómulo, que también le dolía al tacto. Carraspeó varias veces y dijo:

—Todos estos secretos del amor ya los aprenderás cuando alcances mi edad. ¿Hay novedades?

—Bueno, aquí están las cuentas de la luz, agua, teléfono y también las contribuciones, que, por lo demás, están atrasadas —dijo el auxiliar estirando su mano con un fajo de documentos que lanzó sobre el escritorio.

—¿No podrías comenzar la mañana mejor con un buenos días y una tacita de café bien cargado, Suzuki? —reclamó Cayetano Brulé despojándose de su gabardina, que olía a humedad, y la colgó del clavo detrás de la puerta.

—¿No fue usted el que me pidió seriedad?

Volvió a palparse el pómulo. Más adelante le contaría a Suzuki lo del atraco, de lo contrario se burlaría de él y de la pérdida de la nueva pistola italiana, que la había comprado a un contrabandista.

—¿No será que me quieres matar de un síncope? —preguntó el detective—. Mira, esas empresas son todas consorcios, y yo, un simple mortal con deudas.

Se sentó al escritorio a esperar que Suzukito le sirviera café. Todavía le rondaba en la memoria la fachada modesta de la casa de Cintio Mancini. El hombre había vivido hasta hacía un año en el cerro Polanco. Consultó la guía telefónica y halló sólo a dos personas de apellido Mancini, pero a ningún Cintio.

—¿Jefecito, le pasa algo? —le preguntó de pronto Suzuki, sacándolo de sus reflexiones. Vertía el café en la tacita del investigador.

—Ubiqué ayer la casa de Mancini, aquí en Valparaíso, pero no es su paradero actual. Tampoco aparece en la guía.

—Mala la cosa —comentó Suzuki—. A propósito, ayer por la tarde, mientras usted paseaba con doña Margarita, llamaron del taller mecánico. Querían saber si averiguó el paradero del empleado que se fugó con los salarios del mes pasado. Les dije que andaba en eso.

Carajo, refunfuñó Cayetano para sí, había olvidado casi por completo el encargo del dueño del taller. Iba a resultar muy difícil ubicar por ahora al famoso Guatón López, que había huido con dos millones. Seguro andaba de farra por alguna ciudad norteña, gastándose la plata en mujeres y tragos. Reaparecería en cuanto se le acabara el dinero. Lo mejor que podía hacer el dueño del taller era esperar a que volviera.

El café lo reconfortó. Suzuki se sentó al otro lado del escritorio, sobre la silla reservada para clientes, y redondeó su informe matinal:

—A quien sí no pude mentirle es a doña Rufina. Me pidió que le devolviera el anticipo, porque han transcurrido tres meses y usted aún no ha ubicado a su marido, el viejito ese que se escapó para el sur con la empleada doméstica.

—Tiene razón —balbuceó Cayetano atusándose el bigote—. Hay que devolverle esos treinta mil pesos. Margarita ya me contó que la empleada que secuestró a ese contador es satísima, y lo más probable es que todavía lo tenga engatusado en alguna pensión de Osorno o Temuco.

—¿Ah, sí? ¿Conque el viejito todavía le hace a los puntos?

—Es como la esperanza, Suzukito, es lo último que se pierde. Además, ¿qué podía aguardar el contador de doña Rufina? A lo más, que le tejiera un par de calcetas o le preparara sopaipillas pasadas. Llámala y dile que le vamos a devolver la plata, que eso no tiene arreglo.

—¿Se lo digo así?

—Estoy seguro de que en cuanto el contador pierda sus ahorritos, la muchacha lo abandonará. Y como no tiene mucho, va a volver pronto, dile eso, que va a volver dentro de poco.

—¿Y se lo digo así, tan fríamente, jefecito? —preguntó el japonés, orgulloso de su dimensión humana.

—¿Y qué quieres? ¿Que además de la oficina de detectives, que anda al dos y al cuatro, abra un consultorio sentimental?

—A los enamorados siempre hay que contarles mentiras piadosas —replicó extrayendo un cigarrillo de la cajetilla del detective, la que yacía sobre el escritorio.

—Dile entonces que sabemos que su marido la sigue queriendo y que la extraña, que está tratando de zafarse de la ruin que lo engañó y que en cuanto lo logre, volverá.

Boleros en La Habana
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