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Las veintidós plantas del hotel Habana Libre se levantan en lo que fue el exclusivo barrio residencial de El Vedado de la capital cubana. Antes de la revolución lo frecuentaban turistas norteamericanos, tahúres de bigote fino, discretas damiselas color café con leche o caoba, y mañosos de sombrero de ala caída, los que entre las palmeras, los cocoteros y los gigantescos helechos del lobby, solían mordisquear, displicentes, puros del mejor tabaco del mundo. En 1959, Fidel Castro estableció allí su cuartel general. Al tiempo fue nacionalizado, con lo que comenzó su deterioro. Hoy se halla nuevamente en manos privadas, esta vez españolas.
Con su traje de poliéster, una camisa violeta de cuello largo y su corbata lila de guanaquitos verdes, combinación, por cierto, inadecuada para las calurosas tardes habaneras de junio y escandalosamente contrastante con la vestimenta clara, holgada y vaporosa de los huéspedes extranjeros, Cayetano Brulé cruzó el pasillo alfombrado que conducía a su habitación, seguido de un botones negro y parlanchín que cargaba su valija de madera.
—¿Y cómo lo lograste, mi hermano? —preguntó el botones tras cerciorarse de que estaban solos. A pesar de sus sesenta años, desconocía aún el trato que se dispensa al pasajero de un hotel de primera.
—¿Cómo logré qué cosa? —preguntó Cayetano, sorprendido por el tuteo, acostumbrado como estaba al usted frío y distante que se emplea en Chile entre los desconocidos.
—Marcharte, mi hermano, marcharte. Que tú no me engañas. Eres más cubano que el mamey, aunque andes rumbeando en el área dólar.
—Es una historia muy larga —replicó el detective, observando cómo el negro introducía la llave en la cerradura de la puerta—. Una historia que se remonta a la década del cincuenta.
—¿Y tú no tienes alguna chiquita o una medio tiempo extranjera que quiera casarse conmigo, aunque esté rematada de fea, y me saque del socialismo? ¿Tú vives en la Yuma?
Abrió la puerta y entraron a un cuarto fresco y oscuro, con una cama de plaza y media, un barcito y televisor. Pero cuando el negro descorrió de un manotazo los cortinajes, la ciudad emergió a sus pies bajo una luz opalescente que tiñó las paredes, el cielo raso y los muebles, mientras el mar, distante, se confundía en el horizonte con nubes barrigonas.
—No vivo en Estados Unidos —repuso Cayetano—. Vivo en Chile.
—¡Coño! —exclamó el botones depositando la valija sobre el portamaletas. Tenía los ojos colorados, como si hubiese estado bebiendo—. ¡Ese Pinochet es igualito al Caballo, mi hermano! ¡No suelta el poder ni a cañonazos!
No le explicó que desde hacía años no gobernaba Pinochet en Chile, sino un presidente elegido, pues pensó que la aclaración significaría pérdida de tiempo para él y desánimo para el negro, quien probablemente creía que compartir una desgracia hace menos desgraciado al que la sufre. Prefirió sondear el paisaje a través del ventanal. Se encontraba en el decimoctavo piso.
Salió al balcón para estar solo. Vio ceibas, famboyanes y cocoteros, el trazado sinuoso de ciertas calles, los escasos vehículos que transitaban sobre el asfalto reblandecido y la gente convertida en palitos de fósforo. Hacia el este se alzaban las fortalezas de piedra caliza que protegen la entrada a la bahía, zona que en los años cuarenta solía recorrer los domingos por la mañana en compañía de su padre y su abuelo, saboreando un granizado de naranja o un guarapo muy frío. Más allá divisó las colinas sobre las que se hacinaban portales y casas de un piso, semejantes a las de Luyanó, el barrio de su infancia, y, más al este, donde las calles se hacen rectas, reconoció un par de edificios, hoy descascarados por la humedad y el salitre.
Todo funciona como lo anticipó el mensaje, se dijo el detective retornando a la habitación. En cuanto ingresó, el botones se esmeró en explicarle el sistema de regulación del aire acondicionado, así como el control del televisor y del minibar. El vuelo de Ladeco había despegado de Santiago temprano por la mañana, y la habitación en el hotel estaba a su disposición con pensión completa pagada por tres días. Ahora solo le restaba esperar a que Plácido hiciera su aparición.
Eran las siete de la tarde y ya oscurecía. En las Antillas el sol siempre se esconde temprano y casi a la misma hora, se dijo recogiendo con la mirada los últimos reflejos del día. Ordenó por teléfono un mojito y un café, y despidió al botones con una propina en dólares.
—¡Que Dios te lo pague, compatriota, y no te olvides de ponerme al habla con alguna hembrita que ansíe casarse! —insistió el negro ocultando los dólares en sus medias antes de abandonar la habitación—. Yo, a mis años, aún hago gracias —afirmó sonriendo y sacudió insinuante la pelvis contra el aire.
Cayetano se desprendió de sus mocasines y se sintió aliviado, pues el vuelo le había hinchado los pies. Se recostó en la cama con el ánimo de reposar y ordenar sus ideas.
¿Por qué diablos se había dejado llevar a su tierra por una invitación anónima?, se preguntó de pronto cruzando los brazos por detrás de la cabeza mientras clavaba los ojos miopes en el cielo habanero que se iba tornando negro al otro lado de los cristales. ¿Se debía al dinero que requería con urgencia para pagar sus deudas en Valparaíso o a la irresistible atracción que ejercía Cuba sobre su persona, pese a la distancia y los años? Se acarició las puntas del bigote.
Había regresado una vez a la isla, en el marco de una investigación. Entonces, sus sentidos parecieron alertas y captaron, más allá de los olores, los sonidos y los aromas de La Habana, el llamado profundo de su ciudad. Se rascó la calva desalentado y pensó en que algún día, cuando la isla volviese a la normalidad, Yemayá, la diosa de los mares y de todos los santos, lo ayudaría a despedirse de los cerros y del viento de Valparaíso y a establecerse en Luyanó, La Víbora, Marianao o Guanabacoa para vivir con su gente, comentar los resultados del béisbol o jugar al dominó a la sombra de los portales, compartiendo una cerveza helada o un cafecito dulce.
Prendió un Lucky Strike y dejó escapar con un suspiro nostálgico una voluta hacia el cielo raso. Ahora ya no había que darle más vueltas al asunto, estaba en La Habana, aceptando la invitación del misterioso Plácido, dispuesto a ponerse a su servicio y solo le restaba esperar a que apareciese. Aplastó el cigarrillo contra el cenicero del velador, enlazó las manos sobre su barriga y cerró los ojos, sedado por el sol que se ponía.
Lo despertaron unos golpecitos insistentes a la puerta. Encendió la luz y, tras reconocer la habitación, apostó a que debía ser el mozo. Se irguió y abrió con ojos somnolientos.
—¡Buenas noches! —le susurró un hombre moreno y esmirriado, de rasgos filudos, que frisaría los cincuenta años. Se deslizó al interior del cuarto, cerró la hoja y anunció—: Yo soy Plácido del Rosal, la persona que le envió el mensaje.