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—¡Ahora tenemos que volar a Valparaíso! —gritó Cayetano Brulé y salió a toda carrera de la biblioteca, seguido por Zamorano—. ¡Que nos aguarde gente en la plaza Echaurren. ¡Haz lo que te digo!
El inspector ordenó a sus hombres permanecer en la vivienda y coordinó por celular para que seis agentes los esperaran en la plaza del puerto. La infructuosa irrupción en la casa del diputado, la inexistencia de huellas que la justificaran y la desaparición de Bobby Michea parecían haber minado su fortaleza.
—Yo sabía, a los caribeños no hay que creerles ni las mentiras —comentó el inspector tras dar un portazo furibundo en el Lada y sentarse junto a Cayetano. En el asiento trasero, Suzuki se acomodó sin dejar de refunfuñar por no haber disfrutado un trago.
Salieron de Viña del Mar dando sacudidas y patinazos, y entraron a Valparaíso salpicando agua y barro a peatones y vendedores ambulantes que reaccionaban con insultos de grueso calibre. Veinte minutos más tarde, tras cruzar calles de edificios antiguos, timbiriches y mendigos, arribaron a la plaza Echaurren. Los vehículos de Investigaciones allí apostados comenzaron a seguirlos de inmediato. El detective maniobró sobre el empedrado irregular, pasó frente a bares de mala muerte y prostíbulos, y detuvo el Lada ante una panadería. Desde allí se apreciaban las líneas tranquilas de la histórica iglesia La Matriz y un retazo de mar grisáceo.
—Bobby Michea está en esa casa —afirmó resuelto el detective indicando hacia la construcción amarilla de tres pisos y descendieron del Lada.
Cajilla se alargaba recta por unas cuadras y más allá iniciaba su serpenteo por entre casas de adobe y lata. Varios perros se disputaban un trozo de hueso sobre hojas de periódico.
—¿Y qué hacemos, cubano? —preguntó el inspector elevando el cuello de su abrigo, sintiendo tranquilidad por la presencia de sus hombres—. ¿O estás por proponer un nuevo paso en falso?
—Que un par de tus agentes detengan de inmediato a quienes ocupan aquel auto —dijo Cayetano indicando hacia el Daewoo estacionado frente a la casa amarilla—. Si no se identifican, los van a colar a balazos. El resto debe lograr la rendición del hijo del diputado, que se oculta en la casa amarilla.
—¿Quiénes son los del auto? —preguntó el inspector.
—Guardaespaldas de Bobby Michea —replicó Cayetano en voz baja.
El inspector se alejó hacia sus hombres.
Dos agentes se acercaron al vehículo estacionado y encañonaron a sus ocupantes que conversaban en el interior. Absolutamente sorprendidos, entregaron las armas sin oponer resistencia.
Acto seguido, varios policías corrieron hacia la casa amarilla y dieron fuertes golpes a su puerta, despertando la atención de los escasos transeúntes que acertaban a pasar por allí. Zamorano extrajo de un Fiat un altoparlante y su voz resonó como una chicharra:
—Bobby Michea, sabemos que se oculta allí dentro. Le habla la Policía de Investigaciones de Chile. Le tenemos completamente rodeado. Entréguese en el acto o de lo contrario nos veremos forzados a utilizar todo el poder de nuestra institución.
Un silencio expectante se apoderó de la calle Cajilla. Hasta los perros dejaron de gruñir. Los curiosos comenzaron a congregarse rápidamente en el lugar, obstaculizando la labor policial. Desde los balcones contiguos, señoras, niños y perros contemplaban en silencio. Un vendedor de maní llegó a ofrecer bolsitas a precio de promoción.
—Oye, Michea, sabemos que estás en tu madriguera — repitió el inspector impaciente al rato—. ¡Entrégate ahora mismo, cabrón, o te sacamos de ahí a patada limpia en el culo!
La puerta de la casa amarilla cedió lentamente y en el umbral surgió, con las manos en alto, un hombre fornido y moreno. Era Bobby Michea.