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Toda una vida me estaría contigo,
no me importa en qué forma,
ni dónde ni cómo,
pero junto a ti,
toda una vida te estaría mimando,
te estaría cuidando
como cuido de mi vida
que la vivo por ti.
De Toda una vida
Osvaldo Farrés
El cantante romántico y el poeta llegaron a la intersección de Egido con la avenida San Pedro cuando caían los primeros rayos de sol en La Habana Vieja y por sus calles soplaba un aire tibio y apelmazado.
—Dejemos el auto aquí mismo, en Egido —recomendó Plácido del Rosal al poeta, quien manejaba—, y nos vamos a pie hasta la casa de Paloma, porque puede haber soplones.
Virgilio Castilla estacionó el De Soto frente a un edificio en ruinas. Desde hace tres días era dueño del carro de elevada cola de pato y parachoques de níquel bruñido. Sinecio Candonga se lo había legado antes de hacerse a la mar en una precaria balsa con su familia y vecinos del barrio La Víbora, con la condición de que lo cuidara como hueso de santo. Aquella misma mañana, a través de radio Martí, el poeta se había enterado de que los balseros se hallaban a salvo en Miami.
—¿No te dieron ganas de marcharte cuando te pasó las llaves? —le preguntó Plácido del Rosal mientras caminaban a lo largo de la costa hacia la cuartería de Paloma Matamoros, a quien había visto por última vez frente a la escalinata universitaria, cuando traspasaba los materiales del De Soto al Polski-Fiat. Ni Paquito Portuondo conocía su paradero y temía que hubiese sido sometida a juicio por intentar abandonar la isla.
—Soy solo un poeta y no tengo pasta de mártir —repuso Virgilio Castilla aspirando con deleite el primer Lanceros de la jornada—. Y los poetas, al igual que los boleristas, estamos jodidos, mi hermano, solo servimos para escribir o cantar y cagarnos de miedo ante la autoridad. Es muy simple, Plácido, no me dan los huevos para embarcarme con mi mujer en una balsita y confiar en que algún día llegaré a tierra firme.
—Hace falta valor y fe para eso —repuso animado el cantante tras avistar la cuartería refulgiendo sin vidrios contra el sol. Se acomodó adecuadamente su sombrero panamá de cintillo floreado.
—El valor es un mito manipulable y la fe la perdí hace mucho, cuando me torturaron —dijo el poeta lanzando una gran bocanada contra las nubes espumosas de la mañana—. Digo la fe en causas humanas, no en Dios, que es la que me mantiene vivo.
Traspusieron en silencio el portón de la cuartería. En su patio interior un niño descamisado pateaba contra los muros una pelota desinflada, mientras de algún rincón llegaba el ritmo contagioso de la orquesta Aragón y sus violines. Una negra maciza y vieja, que cargaba un cubo de aluminio vacío, les preguntó:
—¿Buscan a alguien?
—Sí, compañera —se apuró en responder el poeta, convencido de que, por las guayaberas resplandecientes y el fino tabaco, la mujer los tomaba por extranjeros, cosa por cierto riesgosa—. Venimos del Tropicana y buscamos a la compañera Paloma Matamoros.
—Ah —exclamó pronta a continuar su camino—. Ya estuvieron compañeros preguntando por ella y otra gente de aquí. De vez en cuando se refugia donde su madre, que vive en Matanzas y se encarga del fiñe rubito que le hizo un bolo.
—¿Cuál es la vivienda de Paloma? —preguntó Plácido del Rosal impaciente.
La mujer, bordearía los ochenta años, escrutó infructuosamente los grandes anteojos calobares y el bigote del cantante, y dijo:
—Suban al segundo piso. Es la puerta donde muere el pasillo.
Treparon presurosos los peldaños podridos y cruzaron el balcón entre flores perfumadas y pájaros enjaulados. Plácido tocó suave a la puerta, sin obtener respuesta, pero al rato volvió a insistir con golpes recios.
—Parece que es efectivo que no está —comentó el poeta. Fumaba acodado en la baranda del balcón, observando la torre de la iglesia La Merced y los techos de tejas coloniales.
El cantante romántico volvió a tocar.
—¿No estará detenida? —balbuceó de pronto arrimándose al poeta en busca de consuelo, recordando a los miembros de las tropas territoriales que rodeaban aquel día al Polski-Fiat. Abajo un golpe encendido de timbales inundaba el patio—. Recuerda lo que pasó en la escalinata.
—¡Imposible! —dijo el poeta y descargó con un toquecito la ceniza del tabaco. Un papagayo desplumado graznó sobre sus cabezas—. Si los hubiesen detenido aquella noche, ya nos habrían ido a buscar a casa. ¡Vamos a ver si encontramos a los balseros!
Bajaron a la carrera, cruzaron el patio entre los niños que jugaban y se acercaron a la puerta de la sala donde semanas atrás habían descubierto al grupo. El tam-tam de los timbales se hizo ensordecedor bajo el cielo abrasante.
—Está tapiada —comprobó el cantante romántico al intentar abrir la puerta.
—¿Qué pasa ahí, compañeros? —preguntó de pronto una voz a sus espaldas.
Se viraron aterrados.
Era un negro enjuto y muy viejo, tan viejo que ya tenía la cabeza completamente blanca. Solo vestía un pantalón raído, zapatos de plástico y una minúscula gorra de miliciano. Estaba en los huesos y portaba un trozo de caña que parecía una tibia. De su boca colgaba un Vegueros apagado. Se acercó rengueando.
—¿Buscan a alguien, compañeros? —insistió. Era ciego del ojo derecho, que exhibía el color turquesa de las playas antillanas.
—A Senén y a Paloma —dijo el poeta tranquilo.
—¿Al cañero de vanguardia Senén Cienfuegos y a la destacada bailarina Paloma Matamoros?
—Exacto.
—¿Qué son ustedes de ellos? ¿Parientes?
—Compañeros del centro de trabajo.
—Ellos están muertos —respondió de pronto el viejo con tristeza y el tam-tam y el bullicio se apagaron como por arte de magia. Solo se escuchó el graznido del papagayo desplumado.
—¿Muertos? —repitió el cantante incrédulo.
—Están muertos —agregó el viejo en tono seco, acercándose más—. Para quienes restamos en esta isla están muertos todos aquellos que traicionan a la revolución huyendo a Miami.