21
Dame tus manos, ven, toma las mías,
que te voy a confiar las ansias mías,
son tres palabras, solamente mis angustias,
y esas palabras son ¡cómo me gustas!
De Tres palabras
Osvaldo Farrés
Los días transcurrieron tensos para el cantante melódico desde que se despidió de Paloma Matamoros en una de las calles del elegante barrio de Miramar. Lo desgarraba el anhelo de volver a encontrarla, al igual que la sospecha de que solo pudiera tratarse de una espía enviada por sus perseguidores.
Con guayabera, grandes anteojos oscuros y sombrero panamá de cintillo floreado, comenzó a matar el tiempo recorriendo las destartaladas calles de La Habana Vieja junto al poeta, quien se reveló como hombre locuaz, empedernido fumador de Lanceros y crítico acerbo del régimen revolucionario. Hubo días en que consideró un error haber buscado refugio en la vivienda sombría de un poeta y una pintora espiados probablemente por la policía política de Castro. Pero luego, ya más tranquilo en la oscuridad de su cuarto, se convenció de que esa circunstancia no era del todo adversa, pues imposibilitaba que sus perseguidores, en caso de que lo hallaran, pudieran secuestrarlo sin más ni más. A fin de cuentas, gracias a la magnífica labor de Paco, para las autoridades cubanas él no era nada más que un turista paraguayo de vacaciones en la isla.
Ya se dedicaban a sorber daiquirís y mojitos en los bares con aire acondicionado para extranjeros, ya se dejaban transportar en el viejo automóvil de Sinecio Candonga desde el barrio colonial hasta el exclusivo Laguito. Ambos artistas —el del canto y el de la poesía— fueron trabando así una singular amistad entre trago y paseo, pese a que Virgilio Castilla no soportaba los boleros, ni Plácido del Rosal los versos alejandrinos, a los que tan adicto era el poeta. Por doquier los asediaban apetitosas prostitutas y sus descarados dueños, los cuales, a vista y paciencia de la policía, las encomiaban con lujo de detalles, acicateados por el bienestar que delataban los Lanceros fumados por ambos. Pero si bien la abstinencia de meses escaldaba al cantante, su alma romántica sabía que solo Paloma Matamoros podría brindarle el bálsamo con que soñaba.
—Mira, chico —solía explicarle el poeta—, lo único que te queda es ir directo al grano y confesarle que la amas con locura. Para bien o para mal, en todas estas islitas tropicales causan repulsa las medias tintas y revuelo los timbales grandes y bien puestos.
Y después le impartía instrucciones sobre cómo debía comportarse un hombre venido del Cono Sur de América, zona tan fría, estéril y ventosa, para conquistar a una hembra sandunguera del Caribe.
—Ustedes son pasmados y grises —precisaba—, de volumen bajo y algo amanerados, de gesticulación mezquina y mirada decente, de ritmo pesado en el baile, mesura en el habla y pacatería en la cama, justo lo que aburre a nuestras mujeres.
Solía escucharlo como en lontananza, con una fuerte dosis de escepticismo. Estaba convencido de que el poeta, ofuscado por la injusta marginación política de que era objeto, casado, como era su caso, desde hace más de veinte años con la misma mujer —una pintora de cabello negro, largo y liso, que tenía la mirada de ángel triste y era, por lo mismo, de una delicada belleza—, no entendía cabalmente su sufrimiento amoroso. No, para aquello no le servía el poeta, no, lo que precisaba con urgencia era abrir las puertas de su corazón ante alguien que pensara como él, que viniera de un país más frío, que creyera aún en el amor.
Pero en los bares, todos ellos exclusivos para extranjeros, donde los cubanos tenían que aguardar en la puerta a que una turista los invitara a beber, no hallaba a nadie que pudiera prestarle oídos. A lo largo de las barras se emborrachaban europeos y canadienses cansados de sí mismos, de sus existencias confortables y de sus esposas. Tropezaba allí con seres amorfos y deprimidos, que vagaban por La Habana disfrutando el aire y el sol, solo atentos a la eventual aparición de una mulata cariñosa, una negra de fuego o una blanquita achinada, que fueran capaces de brindarle calor y sentido a sus lóbregas vidas.
—Todo lo que te enseño —insistía el poeta gesticulando aparatosamente con el tabaco por el aire mientras cruzaban el pavimento estriado de Infanta— solo te servirá para conquistar a una cubana, que mantenerla a tu lado por un tiempo es ya harina de otro costal.
Y mientras caminaba junto a Virgilio Castilla bajo el sofocante sol antillano, observando los edificios derrumbados, los negros sentados en las esquinas, las interminables colas de los que esperaban con resignación por un trozo de pan, se le venía a la memoria el bigotudo de Cayetano Brulé. ¡Qué será de ese pobre!, se decía mientras inspiraba la brisa que se filtraba por la ventanilla del De Soto o bien tomaba un respiro en la sombra húmeda de una ceiba.
—El trópico no es una zona geográfica, sino un extremo de la vida —le aleccionó el poeta cuando bebían tranquilamente unas cervezas Hatuey en el patio interior del restaurante La Coronela, bajo los famboyanes—. Si no aprendes a aplatanarte, es mejor que te vayas, porque acaba con los extranjeros. Primero se les acartona la piel, luego los enloquece la anarquía y por último comienzan a añorar el otoño y se los devoran los hongos.
Se levantaba temprano, mientras Virgilio Castilla permanecía en su cuarto escribiendo poemas y Leticia dormía. Y al avanzar cada mañana por el frescor del paseo del Prado e ingresar a la cafetería del hotel Inglaterra, lo hacía con la secreta esperanza de que Paloma Matamoros surgiera de pronto por entre las columnas. Era una esperanza que le servía de acicate para dejar la cama muy temprano, ducharse con agua helada mientras cantaba boleros y disponerse a enfrentar con bríos el nuevo día.
Una mañana, cuando bebía un espeso jugo de mango en medio de la cafetería, apareció Paloma Matamoros. El corazón le palpitó como un tambor y se le encendieron las orejas y las mejillas. No podía convencerse de que fuese verdad.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó ella como si alguien pudiera olvidarla.
Poco después tomaron por el paseo en dirección al Malecón. Pasaron frente a la vivienda del poeta, quien roncaba a esa hora intentando recuperarse del viaje del día anterior a la fabulosa playa de Varadero, e ingresaron a un palacio de piedra de estilo andaluz, que miraba al mar y albergaba una cafetería. Ocuparon unas mesitas en torno a una fuente de agua con jicoteas. Cuidadosamente, evitando que ella le planteara preguntas sobre su vida, le consultó sobre la suya, a lo que ella respondió sin tapujos ni rodeos, como suelen hacerlo los antillanos.
Tenía veinte años y un niño de seis, que se llamaba Sasha, hijo de Yuri Simonov, un oficial ruso de la base militar soviética de Lourdes, al que ella se había entregado siendo una niña. Se había enamorado locamente, convencida de que cuando cumpliera los catorce, la edad más temprana permitida por la ley cubana para contraer matrimonio, podría casarse e ir a vivir con él a Moscú o Leningrado. Por eso optó por abandonar la escuela en que cursaba la enseñanza básica y aprender en su lugar el difícil y a veces ingrato oficio de conducir un hogar. Sin embargo, a las dos semanas de haberse conocido en un campo de trabajo voluntario de Huira de Melena, Yuri desapareció sin dar aviso, trasladado, al parecer, a una lejana base de Uzbekistán, ignorando que ocho meses más tarde se convertiría en el padre de un mulato de ojos azules llamado Sasha.
Nunca más volvió a saber de Yuri Simonov, pero confiaba en que se casarían algún día. Él se lo había jurado en el gran bosque de La Habana, allí donde ella le había entregado la virginidad con despreocupado desenfreno, mientras el parlante de un quiosco que expendía jugo de guayaba y guarapo a una interminable cola de gente, exhalaba boleros.
—Desde entonces me gustan —dijo Paloma con una sonrisa amplia de dientes parejos, tras lo cual se quedó escuchando el repiqueteo del chorro de agua—. Yuri tenía los ojos azules como Alain Delon y el pelo rubio como los tenistas suecos. Andaba por los cuarenta. De haber descubierto nuestro romance, lo habrían fusilado, porque yo era una niña.
De pronto, en medio de aquellas revelaciones íntimas y sin que mediara razón alguna, un temor irrefrenable se apoderó de Plácido al pensar que probablemente Paloma trabajaba para sus perseguidores. Y cuando avizoró, a través del espejo biselado del aparador de caoba, su bigote fino en medio del rostro enjuto y avejentado, su espalda estrecha, sus hombros caídos y su postura combada sobre la mesa, tuvo la convicción de que su sospecha era justa, que ella no podía desear un cuerpo como el suyo, tan menguado por medio siglo de correrías.
Sin embargo, la duda perduró muy poco en su veleidosa alma de bolerista, pues el encanto de los ojos de Paloma, de sus plácidos gestos de garza y de su mirada de niña, así como sus piernas transparentándose a través de la saya de seda, volvieron a doblegar su voluntad. Debo admitir —se dijo con la melancolía e impotencia de quienes saben que ruedan cuesta abajo— que le deslumbraba la idea de que fuese suya y le acompañara en sus giras artísticas. Entonces, embriagado por una amalgama de pasión y timidez, intentó posar una mano trémula sobre el hombro canela de Paloma Matamoros.
Ella lo esquivó sondeándolo con ojos metálicos, de modo que su mano quedó por algunos instantes suspendida en el aire. Y solo cuando la hubo retirado, la mulata continuó, como si nada hubiese sucedido, y le habló del oficial ruso y de su hijo y, de improviso, hasta de Senén, su ex marido, un robusto y joven cañero camagüeyano, con quien había logrado compartir apenas por seis meses un mismo lecho, y que vivía ahora en un bohío de Regla, al otro lado de la contaminada ensenada de Atarés, justo allí donde comienza el reino de los babalúas.
—Que el amor no es conga —afirmó ella contemplando el chorro de agua que ascendía por entre los helechos de la fuente y asperjaba la bruñida caparazón de las jicoteas— es algo que debería saber un buen bolerista como tú.