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Barbarito apareció al día siguiente, poco antes de las ocho de la tarde, en el frontis del Habana Libre con su Chevrolet. El Suizo lo esperaba en el lobby admirando las plantas que se empinan buscando la claridad de una cúpula transparente. Lo divisó a través de los cristales.
—Deme una vuelta por La Habana Vieja antes de ir al Gato Tuerto, que aún es muy temprano —ordenó tras acomodarse en el asiento trasero, que hervía.
—Ahora le tengo una sorpresa —anunció Barbarito virando su cara magra y risueña hacia él—. Tengo un casete de Pérez Prado. ¿Le gusta el mambo?
El Suizo asintió, pero no estaba de buen humor. Durante el día había consultado en varios hoteles de la ciudad por el cantante y no aparecía en los registros de ninguno de ellos. Tendría que seguir investigando. También era posible que Plácido del Rosal utilizase actualmente una nueva identidad, distinta a la del empresario paraguayo. Todo presagiaba que ubicarlo sería un trabajo lento, detallista, que demandaría paciencia.
Pero estaba seguro de que el cantante se hallaba aún en Cuba, que había escogido a la isla como refugio más o menos estable. Lo indicaban su gestión para conseguir pasaporte en Montevideo y su posterior viaje a La Habana vía Buenos Aires. Reestudiando su periplo por el continente, tenía que concluir en que Cuba era el único lugar al que Plácido del Rosal había llegado voluntariamente. Valparaíso, Mendoza y Montevideo habían sido refugios momentáneos, a los que había recurrido para planificar una fuga definitiva.
Por vez primera tuvo la plena certeza de que daría con el cantante y de que dejaría fuera del juego al Indio, quien, estaba seguro, aunque el Jefe lo ocultara, ya había iniciado la caza del bolerista. El Indio, como ex militar, era de pocas palabras y solo sabía recurrir al corvo, pensó. ¡Pero le ganaría al Indio! Intuía que recorriendo los principales locales habaneros donde se interpretaban boleros aumentarían sus probabilidades de hallar al cantante melódico. Si aún vivía en La Habana, tendría que llegar a uno de ellos en algún momento.
Las trompetas de la orquesta de Pérez Prado inundaron de golpe el vehículo con un mambo embriagador y Barbarito arrancó el motor.
El coche giró frente al hotel y enrumbó hacia la Rampa, una avenida amplia que cruza El Vedado y muere frente al mar. La noche estaba cayendo y los faroles de las calles permanecían aún apagados, anunciando una nueva jornada nocturna sin luz. Barbarito condujo hasta el paseo del Prado, se internó por él y a la altura del Capitolio se devolvió hacia el Malecón.
—Mire, la música del Gato Tuerto no siempre es buena, y malita quizás para alguien como usted —puntualizó mientras el taxi se sacudía despiadadamente—. Pero ya irá mejorando, allí tocan filin y boleros, y de vez en cuando canta algún émulo de Beny Moré, Daniel Santos o Bola de Nieve.
El Suizo respondió que no importaba, que necesitaba sentarse un rato a echarse unos tragos y escuchar música romántica. Transitaban a gran velocidad por el Malecón, ahora en dirección al oeste. Atrás los vetustos edificios de La Habana Vieja, teñidos de una tonalidad opalina, parecían irreales. Aunque destruida, es una ciudad bella, se dijo el Suizo.
—Disculpe, compañero, ¿pero a qué vino a Cuba? —preguntó Barbarito con una sonrisa ruin—. Los hombres vienen a Cuba solamente a buscar una cosa. Hembras. ¡Y aquí están las más bellas y apasionadas del mundo! ¿Usted anda en eso?
—Una cosa no quita la otra —comentó el Suizo—. Bien se puede combinar el trabajo con unas horas de esparcimiento.
Al correr junto al mar con la ventanilla baja, podía aspirar la fresca brisa nocturna fragante a salitre. Sobre los rompeolas, acariciada por las primeras sombras, descansaba una muchedumbre de espaldas a la costa, contemplando las luces de embarcaciones lejanas, mientras miles de ciclistas cruzaban tintineando el Malecón.
—La cubana no debería andar en bicicleta —opinó Barbarito—. ¿Sabe por qué? Porque se ve muy feo el asiento de cuero incrustado en sus grandes fondillos. ¡Mire cómo se menean esos culos, no están hechos para montar aquello! ¡Enferman a los hombres!
—Usted me habló de unas niñas que conoce —balbuceó el Suizo contemplando a una negra que avanzaba a duras penas en su bicicleta. Lucía realmente un trasero fenomenal, redondo y duro, pictórico—. Dígame, ¿son limpias y baratas?
El viejo soltó una gran risotada que se fundió con el mambo. Después se introdujo la mano derecha en el pecho, por entre la camisa desabotonada hasta la cintura, y se rascó una tetilla, diciendo:
—Limpias como el mar Caribe, y el precio, bueno, depende de cada una, mi amigo, pero le advierto que si vino a Cuba por unos días, no se fije en gastos. Por cien dólares le puedo conseguir a la mujer más bella de La Habana.