12

Zoila Alcaíno arrendaba un cuartito en una modesta pensión instalada en una casa de calamina del cerro Barón de Valparaíso. Se llegaba hasta allí ascendiendo por veredas resquebrajadas y esquivando charcos y baches, en los que chapoteaban niños con perros.

—Doña Margarita de las Flores me contó que usted quería consultarme algo —le dijo a Cayetano Brulé tras abrir la puerta aquella tarde de domingo. Por su maquillaje y su vestimenta moderna más parecía una secretaria que una empleada doméstica.

Conversaron en el living-comedor, una habitación oscura, de grandes muebles desvencijados, entibiada por un caldero humeante sobre el que descansaba una tetera de aluminio. Desde un sillón, inmóvil cual momia, bien arrebujada en un chal negro, vigilaba doña Ágata. De luto riguroso y rostro de urraca, la anciana había enviudado quince años atrás de un marino mercante, lo que la había obligado a convertir su casa en pensión. Sus exigencias eran precisas: las pensionistas debían ser señoritas de buena presencia y conducta intachable.

—Zoila, discúlpeme que vaya directo al grano —advirtió el detective tras notar que la vieja no daba atisbos de querer participar en la conversación—. ¿Usted trabaja para los Gómez, no es cierto?

—Así es.

—Entiendo que ellos no son los dueños de la casa, ¿cierto?

Se rascó desconcertada la cabeza y observó por unos instantes los mocasines húmedos de Cayetano.

—No, no son los dueños.

—En efecto, el dueño es un tal Mancini, Cintio Mancini —dijo el detective aguzándose el bigote—. ¿Usted lo conoce?

—Sí, sí claro. Es decir, lo conocí —titubeó nerviosa—, pero es que ese caballero murió.

—¿Murió? —repitió Cayetano asombrado, extrayendo cigarrillos y fósforos de su gabardina—. ¿Cuándo?

—¡En este hogar no hay espacio para el vicio! —bramó perentoria la señora Ágata, a la vez que se persignaba.

El detective no vaciló en guardar sus implementos.

—Sí, don Cintio murió hace tres o cuatro meses —enfatizó ella enarcando las cejas, cruzando una pierna sobre la otra. Tenía muslos gruesos—. Murió en su auto, cuando iba al aeropuerto. Yo me enteré por la señora Gómez, y después porque me tocó trabajar unos días en casa de la viuda.

—¿Cómo murió Mancini?

—Lo asesinaron en el camino a unas cabañas parejeras. Parece que llevaba a una mujer que se puso de acuerdo con delincuentes para conducirlo allí y asaltarlo. Le robaron las maletas, el dinero y los documentos.

—¿Lo hallaron de inmediato?

—Eso fue lo peor, lo metieron dentro del maletín y la gente del lugar tardó días en darse cuenta de que había un cadáver dentro.

Recordó haber leído algo sobre el crimen, que después había desaparecido de las primeras planas, seguramente porque la muerte en el motel comprometía el honor del finado.

—Momento, momento —dijo Cayetano arrimando las puntas del bigote a las comisuras de los labios—. ¿Usted me dijo que Cintio Mancini iba en su auto al aeropuerto?

—Bueno, eso es lo que escuché —respondió ella sonrojándose, cambiando la posición de sus piernas. Apoyó las manos enlazadas sobre el regazo—. Viajaba a Estados Unidos, ya se había despedido de la familia en casa y antes de ir al aeropuerto se reunió, al parecer, con una mujer y la llevó al motel. Allí…

—¿Esto no ocurrió a fines de marzo pasado? —tartamudeó Cayetano.

—Sí, creo que a fines de marzo.

—Crimen casi perfecto —comentó—. Durante días los familiares pensaron probablemente que Mancini se hallaba en Estados Unidos. ¿Y la viuda, dónde vive ahora?

—Se fue hace poco a Nueva York, a vivir donde sus hijos. Piensa quedarse allá para siempre, dice la señora Gómez.

—¿Y usted sabe adónde viajaba específicamente Cintio Mancini? —preguntó el investigador volviendo a extraer al rato, de modo automático, los Lucky Strike de su chaqueta.

—¡El único y último ser humano que fumó en este hogar fue mi marido, y eso data de hace quince años! —chilló exasperada doña Ágata.

—Disculpe, abuelita —exclamó el detective escondiendo la cajetilla.

—¡Abuela la tuya, que nunca he parido, cabrón! —alegó doña Ágata antes de seguir rumiando su soledad.

—Creo que viajaba a Miami —continuó la muchacha en tono neutro, probablemente acostumbrada a expresiones crudas de la vieja.

—¿No sabe a qué iba a Miami? —insistió el detective.

—Me imagino que a comprar repuestos para su empresa.

—¿Tenía una empresa?

—No una, sino dos. La fábrica de juguetes Kindergarten y el hotel Bergantín del Caribe.

Boleros en La Habana
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