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A las 09.35 de la mañana Cayetano Brulé estacionó el Ford en las cercanías del Domino Park y enfiló a pie por la 17a Avenida en demanda de la Flagler Street. Las destartaladas casas de madera de un piso pedían a gritos una mano de pintura y en sus antejardines descuidados crecía la yerba a destajo.
Pulsó el timbre de una casita azul, idéntica a todas las del sector: una planta, techo liso, en su fachada un portalito con puerta en el centro y una ventanita a cada lado. Pese a la hora, los postigos permanecían cerrados.
De pronto le pareció escuchar el rechinar de un pestillo. Alguien intentaba abrir desde dentro. La puerta cedió un par de centímetros y quedó trabada. Tenía el seguro echado.
—¿Diga? —preguntó una voz de hombre a través del intersticio. Adentro reinaban las penumbras—. ¿A quién busca?
—Buenos días —dijo Cayetano. No veía con quién hablaba—. ¿Vive aquí Olga Lidia?
—¿Quién?
—Olga Lidia Armenteros.
La puerta se cerró con estrépito.
—¡Oiga, por favor!
Pero volvió a abrirse, ahora sin seguro. En el umbral emergió un negro viejo, bajo y magro como un charqui. Vestía tan solo una percudida camiseta blanca de mangas cortas y un short, y se tocaba la cabeza con una gorra de pelotero de Los Huracanes.
—¿Es usted del FBI? —preguntó al salir al portal, donde lo envolvió la resolana, por lo que entornó los ojos hasta dejarlos convertidos en dos rayitas horizontales.
—No. No lo soy, señor.
Recibió la noticia con desaliento.
—Pero usted preguntó por Olga Lidia —reclamó defraudado.
—Así es, pero no soy policía.
Abrió la boca para decir algo. Fue incapaz de pronunciar palabra. Mantuvo fijos los ojos en el rostro del bigotudo, como si recién ahora pudiese verlo realmente, ahora que sus ojos se acostumbraban a la claridad.
—Necesito hablar con ella —insistió exasperado.
—¿Con Olga Lidia Armenteros, dice usted?
—Sí, abuelo, exactamente, con ella misma.
—Imposible —balbuceó el viejo—. Mi hijita murió hace dos meses. Fue asaltada una noche en que volvía del hotel.