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Cayetano Brulé se encontraba solo en su oficina saboreando un café y unas sopaipillas pasadas de la pequeña fuente de soda Bosanka, cuando recibió el telefonazo del cantante romántico.
—¿Dónde está? —preguntó ansioso—. Lo busco con desesperación desde hace semanas y nadie sabe de usted ni en la cafetería del hotel Inglaterra. ¿Dónde está ahora?
—En Valparaíso —respondió con desparpajo—. Y Sinecio Candonga en Miami.
—¿Qué? ¿Usted está aquí, en la ciudad?
—En Valparaíso de nuevo —aclaró—. Paloma me traicionó. Es una mala mujer. Mala mujer, no tiene compasión —agregó entonando el son de Morrillas y Carmona—. ¿Conoce esa canción de la Sonora Matancera?
Cayetano lanzó un bufido cargado de humo. Plácido parecía no entender nada. Las mujeres, el clima y el alcohol habían terminado por perturbarlo en el Caribe. Era de prever, se dijo, no hay chileno que sobreviva en Cuba mucho tiempo sin sufrir efectos dramáticos.
—¡Déjese de comer gofio! —alegó irritado a la vez que engullía de un tarascón media sopaipilla—. Pero dígame, ¿dónde diablos está usted ahora?
—No se preocupe por mí. Me va muy bien. Mañana quiero verlo en cierto lugar de la ciudad.
Dejó de lado el plato de sopaipillas y encendió un Lucky Strike.
—¡Usted juega con su vida! —advirtió—. Sus perseguidores lo saben todo. Tenemos que vernos de inmediato o lo van a liquidar.
—¿Conoce el hotel Prat de Valparaíso? —prosiguió el cantante con una calma que sacaba de quicio—. Lo necesito allí mañana.
—Atiéndame. Tenemos que vernos ahora mismo,tenemos que hacer una oferta. Tengo todo claro. La cosa está que arde para usted.
—Ya me enteré de todo por los periódicos —respondió lacónico—. Y lo felicito. Hizo un gran trabajo. Ahora debe llevarlos a todos a la cárcel.
—La cosa es muy seria —alegó Cayetano poniéndose de pie—. En fin. ¿Aún es partidario de la oferta para olvidar el asunto? Le recomiendo hacerlo para salir con vida de esto. ¡Los afectados son gente muy, pero muy peligrosa!
—Mañana lo aguardaré en el hotel —continuó el cantante—. Pregunte por la habitación de Covarrubias. A las siete de la tarde en punto.
—¡Oiga! —volvió a gritar el detective y gesticuló con impotencia—. Si todavía quiere que continúe con su caso, entonces obedézcame. Ocúltese y no se exponga. Ellos ya se enteraron de su paso por la isla. Deben estar pisándole los talones. ¡Y estoy hablando nada menos que de la mafia!
—Eso ya lo sé gracias a la prensa —repuso—. Creo que mi salvación es estampar la denuncia ante la policía.¡Denúncielos ahora a todos, pero hasta las últimas consecuencias!
—Oiga...
—Mañana a las siete en punto, no lo olvide.